cuando la depravación original y hereditaria de nuestra naturaleza es puesta ante nosotros como la fuente de todo mal—una depravación que engendra en nosotros desconfianza, rebelión contra Dios, orgullo, avaricia, lujuria y toda clase de concupiscencias malignas. Y nos hace enemigos contra toda rectitud y justicia, llevándonos cautivos bajo el yugo del pecado; y además, cada individuo, al apercibir sus pecados (sintiéndose confundido por su vileza) es forzado para verse insatisfecho consigo mismo, y considerarse a sí mismo y todo lo que tiene de sí mismo como menos que nada. Luego, por otro lado, la conciencia (siendo traída ante el tribunal de Dios), se vuelve sensible de la maldición en que se encuentra; y, como si hubiera recibido un aviso de la muerte eterna, aprende a temblar ante la ira divina. Esto, digo, es la primera etapa en el camino para la salvación, cuando el pecador agobiado y postrado, abandona toda ayuda carnal, y sin embargo no se endurece contra la justicia de Dios, ni con torpeza se vuelve insensible, sino, temblando y ansioso, gime en agonía y suspira buscando alivio.
De esto, él debe subir a la segunda etapa. Esto hace cuando, animado por el conocimiento de Cristo, de nuevo comienza a respirar. Porque, para uno humillado en la manera en la que hemos descrito, no le queda ningún otro camino más que volverse a Cristo, para que por Su interposición él pueda ser librado de tal miseria. Pero el único hombre que así busca la salvación en Cristo es el hombre que hecha mano de Su poder: quiere decir, el que lo reconoce como el único Sacerdote que nos reconcilia con el Padre, y Su muerte como el único sacrificio por la que el pecado es expiado, la justicia divina satisfecha, y por la cual una justicia verdadera y perfecta es adquirida; es un hombre que no divide la obra de salvación entre sí mismo y Cristo, sino que reconoce que es por Su pura gracia y mérito que él es justificado ante los ojos de Dios. De esta etapa también él debe subir a la tercera, cuando instruido en la gracia de Cristo, y en el fruto de Su muerte y resurrección, descansa en Él con una confianza firme y sólida, sintiéndose seguro que Cristo es tan completamente suyo que posee en Él justicia y vida.
Ahora, véase cuán tristemente esta doctrina ha sido pervertida. Sobre el tema del pecado original, preguntas enredadas se han levantado en las escuelas [académicas], que han hecho lo que han podido para descartar sin reflexión esta enfermedad fatal. Pues en sus discusiones la reducen a un simple exceso de apetito y lujuria. Pero, de esa ceguera y vanidad del intelecto (de dónde procede la incredulidad y la superstición), de esa depravación interna del alma, del orgullo, de la ambición, de la terquedad, y de otras fuentes ocultas de maldad, ni una palabra dicen. Y los sermones no son mejores en lo mínimo. Luego, en cuanto a la doctrina del libre albedrío—como era predicada antes que Lutero y otros reformadores aparecieran—¿qué efecto podrían tener sino llenar a los hombres con una opinión arrogante de su propia virtud, hinchándolos con vanidad, y no dejando lugar a la gracia y a la ayuda del Espíritu Santo?
Pero ¿por qué nos detenemos en esto? No hay punto que no sea más debatido tan intensamente—ninguno en que nuestros adversarios sean más implacables en su oposición—que el de la justificación: a saber, si la obtenemos por fe o por obras. De ninguna manera nos concederán rendirle a Cristo el honor de ser llamado nuestra justicia, a menos que las obras de ellos compartan al mismo tiempo los méritos. La disputa no es, si las buenas obras deberían ser hechas por los fieles, y si ellos son aceptados por Dios y recompensados por Él; sino que, si por su propio valor, ellas [las obras] nos reconcilian con Dios; si adquirimos la vida eterna como su precio; si ellas son el pago que se hace a la justicia de Dios para quitar la culpa; y si se han de confiar en ellas como un fundamento de la salvación.
Condenamos el error que impone a los hombres tener más en cuenta sus propias obras que a Cristo, como un medio para hacer a Dios propicio, para merecer su favor y para obtener la herencia de la vida eterna: en resumen, como un medio para llegar a ser justos ante Sus ojos. Primero, ellos se enorgullecen a sí mismos con los méritos de sus obras, como si ligasen a Dios a ellos mismos. Tal orgullo como éste, ¿qué es sino una embriaguez fatal del alma? Pues en lugar de Cristo, ellos se adoran a sí mismos, y sueñan poseer vida mientras que están sumergidos en el abismo profundo de la muerte. Se puede decir que exagero en este punto, pero ningún hombre puede negar la doctrina trillada de las escuelas e iglesias, que afirma que es por obras que debemos merecer el favor de Dios, y por las obras debemos adquirir la vida eterna; que cualquier esperanza de salvación no apoyada por buenas obras es atrevida y presuntuosa; que somos reconciliados con Dios por la satisfacción de buenas obras, y no por una remisión gratuita de pecados; que las buenas obras son meritorias de la salvación eterna, no porque ellas nos sean imputadas gratuitamente como justicia por los méritos de Cristo, sino por el pacto de la ley; y que los hombres, tan a menudo como ellos pierdan la gracia de Dios, son reconciliados con Él, no por un perdón libre, sino por lo que ellos llaman obras de satisfacción (estas obras siendo suplementadas por los méritos de Cristo y de los mártires) a condición de que el pecador merezca ser ayudado. Es cierto que, antes que Lutero llegase a ser conocido por el mundo, estos dogmas impíos cautivaban a todo el mundo; e incluso hoy en día, no hay parte de nuestra doctrina que nuestros adversarios ataquen con mayor intensidad y obstinación.
Finalmente, había otro error muy pestilencial, que no sólo ocupó las mentes de los hombres, pero que fue considerado como uno de los artículos principales de la fe, y que era impío dudar: a saber, que los creyentes debían ser mantenidos perpetuamente en suspenso e incertidumbre en cuanto a la obra de la gracia de Dios en ellos. Por esta sugerencia del Diablo, el poder de la fe fue extinguido completamente, los beneficios de la redención de Cristo extinguidos, y la salvación de los hombres destruida. Porque, como Pablo declara, esa fe sólo es la fe cristiana que inspira los corazones con confianza, y que nos anima a presentarnos ante la presencia de Dios (Rom. 5:2). En ninguna otra perspectiva la doctrina (que se halla en otro pasaje) del apóstol Pablo podía ser mantenida, sino en que5 «hemos recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos ¡Abba, Padre!» (Rom. 8:15).
Pero ¿cuál es el resultado de esa incertidumbre que nuestros enemigos requieren de sus discípulos, sino aniquilar toda confianza en las promesas de Dios? Pablo razona que «...si los que son de la ley son los herederos, vana resulta la fe, y anulada la promesa» (Rom. 4:14). ¿Por qué es así? Simplemente porque la ley mantiene al hombre en dudas, y no le permite albergar una confianza segura y firme. Pero ellos, por otro lado, sueñan de una fe, que excluyendo y alejando al hombre de esa confianza que Pablo requiere, lo arroja sobre opiniones probables para ser lanzado como una caña sacudida por el viento. Y no es sorprendente que después que ellos han fundado una vez su esperanza de la salvación en el mérito de las obras, se hundan en todas estas absurdidades. No podría acontecer otra cosa, sino que de tal precipicio ellos tuviesen tal caída. Porque ¿qué puede encontrar el hombre en sus obras sino herramientas para la duda, y finalmente, para la desesperación? Así pues, vemos cómo el error condujo al error.
Aquí, potentísimo Emperador, y vosotros ilustres Príncipes, será necesario recordaros lo que observé anteriormente: a saber, que la seguridad de la Iglesia depende de esta doctrina así como la vida humana depende en el alma. Si la pureza de esta doctrina es en cualquier grado dañada, la Iglesia ha recibido una herida mortal; y, por consiguiente, cuando haya mostrado que fue por la mayor parte extinguida, será lo mismo si hubiese mostrado que la Iglesia había sido traída al mismo borde de la destrucción. Hasta ahora, sólo he aludido a esto de paso, pero más adelante lo expondré más claramente.
El Gobierno y la Administración de los Sacramentos
Vengo ahora a aquellas cosas que he comparado con el cuerpo: a saber, el gobierno y la administración de los sacramentos, de los cuales, cuando su doctrina es destruida, su poder y eficacia han desaparecido, aunque su forma externa sea perfecta. ¿Qué pues si no había firmeza en esto externa o internamente? Y no es difícil de demostrar que así eran las cosas.
Primero, con respecto a los sacramentos, las ceremonias inventadas por hombres fueron puestas en el mismo nivel con los misterios [ordenanzas] instituidos por Cristo. Pues siete sacramentos fueron recibidos mientras humana. Sin embargo, la gracia de Dios fue sujetada a estos, tanto como si Cristo estuviese presente en ellos. Además, los dos que Cristo sin distinción alguna (aunque Cristo designó sólo dos) que los demás descansan solamente en la autoridad instituyó fueron atrevidamente corrompidos. El bautismo fue tan desfigurado por añadiduras superfluas, que