que Cristo mandó que se hiciese y de qué manera, está perfectamente claro. Pero en desprecio a Su mandato, una exhibición melodramática [a saber, la misa] fue erigida y sustituida por la Santa Cena. Porque ¿qué semejanza hay entre la misa y la verdadera Cena de nuestro Señor? Mientras que el mandato de Cristo ordena a los creyentes tener comunión unos con otros en los símbolos sagrados de Su cuerpo y sangre, lo que se ve en la misa debería ser mejor llamada apropiadamente excomunión. Pues el sacerdote se separa del resto de la asamblea, y devora aparte lo que debía haber sido traído hacia adelante y puesto en medio para ser distribuido. Luego, como si él fuera algún sucesor del sacerdote Aarón, finge que él ofrece un sacrificio para expiar los pecados del pueblo. Pero ¿dónde menciona Cristo tan sólo una vez «sacrificio»? Él nos manda que tomemos, comamos y bebamos. ¿Quién autoriza a los hombres a convertir la palabra tomar en la palabra ofrecer? ¿Y cuál es el resultado del cambio sino hacer que el edicto perpetuo e inviolable de Cristo dé lugar a sus invenciones? Esto, ciertamente, es un mal grave. Pero, aún peor es la superstición que aplica esta obra a los vivos y a los muertos, como una causa que otorga la gracia divina. De esta manera la eficacia de la muerte de Cristo ha sido transferida a una exposición melodramática y vana, y la dignidad de un sacerdocio eterno le es arrebatada para ser concedida a los hombres.
Si en algún tiempo, el pueblo es llamado a la comunión, es admitido sólo a la mitad de una parte. ¿Por qué debe ser así? Cristo extiende la copa a todos, y manda a todos que beban de ella. En oposición a esto, los hombres prohíben a la asamblea de los fieles tocar la copa. Así los símbolos (que por la autoridad de Cristo fueron unidos por un lazo indisoluble) son separados por el capricho humano. Además, la consagración, tanto del bautismo como de la misa, en nada difiere de encantamientos mágicos. Porque, por respiraciones y cuchicheos, y por sonidos incomprensibles, ellos piensan que están obrando misterios. Como si Cristo hubiera deseado que en el ejercicio de ritos religiosos su Palabra fuese hablada entre cuchicheos, y no pronunciada con una voz clara. No hay ninguna sombra de incertidumbre en las palabras por las que el Evangelio expresa el poder, la naturaleza y el uso del bautismo. Y, en la Santa Cena, Cristo no susurra palabras sobre el pan, sino que se dirige a los apóstoles en términos claros, cuando les declara la promesa y añade el mandato, «Haced esto en memoria de mí». Pero, en vez de llevar a cabo esta conmemoración pública, ellos cuchichean exorcismos secretos, apropiados (como he observado) más para artes mágicas que para sacramentos.
Lo primero de lo que nos quejamos aquí es, que el pueblo es entretenido con ceremonias melodramáticas, entre tanto que ni una sola palabra se dice sobre su significado y verdad. Pues para nada sirven los sacramentos, a menos que lo que el símbolo representa visiblemente se explique de acuerdo a la Palabra de Dios. Por lo tanto, cuando al pueblo se le presenta nada más que figuras huecas con que alimentar el ojo, mientras que no oigan doctrina que los pueda dirigir al fin apropiado, miran no más lejos que el acto externo. De ahí aquella superstición pestilencial, bajo la cual—como si los sacramentos fueran por sí solos suficientes para la salvación, sin sentir la menor preocupación de que la fe o el arrepentimiento estén presentes, o aún de Cristo mismo—se apegan más al símbolo en vez de lo que éste representa. Y, ciertamente, no sólo entre los indoctos y simples, sino también en las escuelas, el dogma impío era abrazado por todos: a saber, que los sacramentos eran eficaces en sí mismos, si es que no fuesen estorbados en su operación por algún pecado mortal. ¡Como si los sacramentos hubieran sido dados para otro fin o uso que el dirigirnos por la mano a Cristo!
Luego, además de esto, después de consagrar el pan por un encantamiento perverso más que por un rito piadoso, lo guardan en una caja pequeña, y ocasionalmente lo llevan consigo en una procesión solemne para que sea adorado e invocado en vez de Cristo. Por consiguiente, cuando algún peligro los amenaza, huyen a ese pan como su única protección, lo emplean como un amuleto contra todo accidente, y al pedir perdón a Dios lo emplean como la mejor expiación. Como si Cristo, cuando nos dio su cuerpo en el sacramento, lo hubiera diseñado para ser prostituido con toda clase de desvaríos. Porque, ¿qué encierra la promesa? Simplemente esto: que tan a menudo que recibimos el sacramento, seamos partícipes de Su cuerpo y sangre. «Tomad,» dice Él, «comed y bebed; esto es mi cuerpo, esto es mi sangre. Haced esto en memoria de mí». ¿Acaso no vemos que la promesa está confinada en ambos lados por límites dentro de los cuales se debe mantener el que desea obtener lo que ofrece? Por lo tanto, se engañan aquellos que se imaginan que, aparte del uso legítimo del sacramento, tienen algo más que pan común y corriente.6
De nuevo, hay una profanación común en todos estos ritos religiosos: a saber, en que los vuelven en comercio detestable, como si no hubieran sido instituidos para otro propósito que servir como objetos de lucro. Tampoco se lleva a cabo este tráfico en secreto ni cohibidamente, sino que se practica abiertamente como en el mercado público. Bien se sabe por cuánto se vende una sola misa en cada distrito. Otros ritos, también, tienen sus precios fijos. En resumen, cualquiera que considere puede ver que los templos [iglesias] no son más que tiendas ordinarias, y que no hay rito sagrado que no esté allí de venta.
Si procurase repasar los defectos del gobierno eclesiástico con todo detalle, nunca terminaría. Por lo tanto, sólo tocaré las partes más obvias que no pueden ser encubiertas.
Primero, el oficio pastoral mismo, tal como Cristo lo instituyó, por mucho tiempo desapareció. Su propósito al designar obispos y pastores, o cualquier nombre con que quieran ser llamados, ciertamente fue (como Pablo declara) para edificar la Iglesia con sana doctrina. Según este punto de vista, ningún hombre es un pastor verdadero de la Iglesia quien no cumple el oficio de la enseñanza. Pero, hoy en día, casi todos los que tienen el nombre de pastores han dejado ese trabajo a otros. Difícilmente se hallará uno entre cien de los obispos que suba al púlpito para enseñar. Y no es de extrañarse, pues los obispados han degenerado en principados seculares. Los pastores de rango inferior, de nuevo, o piensan que ellos cumplen con su oficio por medio de actos frívolos completamente ajenos al mandato de Cristo, o (según el ejemplo de los obispos) aún arrojan esta parte de su deber a los hombros de otros. Por esta razón, el arrendamiento de puestos del sacerdocio no es menos común que el arrendamiento de granjas. ¿Qué más queremos? El gobierno espiritual que Cristo recomendó ha desaparecido totalmente, y un tipo nuevo y mezcolanza de gobierno se ha introducido, el cual (bajo cualquier nombre que se le de en el presente) no tiene más semejanza con el reino de Cristo que lo que el mundo tiene.
Si se alega que el error de los que descuidan su deber no debe ser imputado a la orden [eclesiástica], yo contesto, primero, que el mal es tan frecuente, que puede considerarse como la regla común. Y, en segundo lugar, que si asumiésemos que todos los obispos, y todos los presbíteros bajo ellos, residiesen cada uno en su puesto particular, e hiciesen lo que hoy en día se considera como su deber profesional, ellos nunca cumplirían la institución verdadera de Cristo. Ellos cantarían o murmurarían en la Iglesia, se exhibirían a sí mismos en vestiduras teatrales, y se ocuparían en numerosas ceremonias, pero raras veces enseñarían, o nunca lo harían. Sin embargo, según el precepto de Cristo ningún hombre puede reclamar para sí mismo ni el oficio de obispo ni de pastor quien no alimente su rebaño con la Palabra del Señor.
Entonces, mientras que los que presiden en la Iglesia deberían exceder a los demás, y brillar con el ejemplo de una vida más santa, ¡los que tienen ese grado hoy en día cuánto bien harían en corresponder en este sentido a su vocación! En un tiempo cuando la corrupción del mundo está en su cúspide, no hay orden [profesión] más adicta a toda clase de maldad. Desearía yo que por su inocencia refutasen lo que digo. Con mucho gusto me retractaría inmediatamente. Pero su inmoralidad se halla expuesta a los ojos de todos—expuesta su avaricia y rapacidad insaciables—expuesto su orgullo y crueldad intolerables. El ruido de bailes y orgías indecentes, el furor de la caza, y de los entretenimientos, abundando en toda clase de disolución que se hallan en sus casas, sólo ocurre más comúnmente, mientras que se glorían en sus disoluciones de lujuria, como si fuesen manifiestas virtudes.
Pasando por alto otras cosas, ¡qué impureza hay en ese celibato que en sí mismo lo consideran como un título de gran estima! Yo me siento avergonzado en destapar las enormidades que desearía más bien suprimir, si ellos pudiesen ser corregidos con el silencio. Tampoco divulgaré lo que se