diferencia que hay entre la conducta del sacerdocio del día presente, y la que los ministros verdaderos de Cristo y su Iglesia tienen que seguir.
No menos importante en la rama del gobierno eclesiástico es la elección y la ordenación apropiadas y regulares de los que deben gobernar. La Palabra de Dios proporciona una norma por la cual todos estos ordenamientos deben ser examinados, y existen muchos decretos de concilios antiguos que proveen sabiamente y con cuidado todo lo que se relaciona con el método apropiado de la elección. Que nuestros adversarios muestren por lo menos un solo ejemplo de elección canónica, y yo les concederé la victoria. Sabemos la clase de examen que el Espíritu Santo, por boca de Pablo (en las epístolas de Timoteo y Tito), requiere de un pastor, y aquello que las leyes antiguas de los antiguos padres imponen. En el día presente, al ordenar obispos, ¿se toma en cuenta algo de esto? Al contrario, ¿cuán pocos de los que son elevados al oficio [pastoral] están adornados aun en lo más mínimo con esas cualidades, sin las cuales no pueden ser ministros aptos de la Iglesia? Vemos el orden que los apóstoles observaron en la ordenación de ministros, y que la Iglesia primitiva siguió después, y finalmente el orden que los cánones antiguos requieren que se observe. Si me quejase que en el presente este orden es desdeñado y rechazado, ¿no sería una queja justa? ¿Qué si dijera, que todo lo que es de honor es pisoteado, y las promociones a oficios eclesiásticos se obtienen por los actos más salvajes y vergonzosos? Estos hechos son notorios universalmente. Pues los honores eclesiásticos son comprados por un precio fijo, o arrebatados a la fuerza, o asegurados por acciones nefastas, o adquiridos por mezquina adulación. Ocasionalmente aun son salarios de rameras y otros servicios semejantes. En resumen, los actos más descarados se exhiben aquí más de lo que jamás haya ocurrido cuando se adquieren posesiones seculares.
¡Y quién diera que los que presiden en la Iglesia, cuando corrompen su gobierno, pecasen sólo ellos, o por lo menos hiriesen a otros solamente con su mal ejemplo! Pero el mayor de todos los males es que ejercen la tiranía más cruel, y es una tiranía sobre almas. Mejor dicho, ¿cuál es la autoridad de que la Iglesia se jacta hoy en día, sino en un dominio atrevido, sin ley y sin restricción sobre almas inmortales sujetándolas a la más miserable esclavitud? Cristo dio a los apóstoles una autoridad semejante a la que Dios había otorgado a los profetas, una autoridad bien definida: a saber, para actuar como sus embajadores para con los hombres. Ahora bien, la ley inalterable es que a cualquiera que se le confía una embajada, se debe sujetar religiosa y fielmente a sus instrucciones. Esto se indica en los términos más claros en la comisión apostólica, «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones… enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado.» De igual manera «predicad»—no lo que les guste—sino el «Evangelio». (Mateo 28:19-20). Si se pregunta, cuál es la autoridad con que sus sucesores fueron investidos, tenemos la definición de Pedro que impone a todos los que hablan en la Iglesia, que hablen «los oráculos [las palabras]» de Dios (1 Pedro 4:11).
Sin embargo, ahora los que quieren ser tenidos por gobernantes de la Iglesia se arrogan a sí mismos una libertad para hablar cualquier cosa que les agrade, e insisten que tan pronto como ellos han hablado deben ser obedecidos sin ninguna consideración. Se afirmará que esto es una calumnia, y que el único derecho que ellos asumen es ratificar por su propia autoridad lo que el Espíritu Santo ha revelado. Por consiguiente, sostendrán que ellos no sujetan las conciencias de los creyentes a sus propias invenciones ni caprichos, sino sólo a los oráculos del Espíritu Santo, los cuales, siendo revelados a ellos, los confirman y los promulgan a otros.
¡Sin duda es un pretexto ingenioso! Ningún hombre duda que cualquier cosa que se recibe del Espíritu Santo por manos de ellos deba ser obedecida sin titubeo. Pero cuando ellos añaden que ellos nada pueden transmitir más que los oráculos genuinos del Espíritu Santo, porque están bajo su guía, y que todas sus decisiones no pueden ser más que la verdad porque se sientan en cátedras de verdad, ¿acaso no es esto medir su autoridad por su capricho? Porque si todos su decretos, sin excepción alguna, deben ser recibidos como oráculos, no va a habrá límites a su autoridad. ¿Qué tirano jamás abusó tan desenfrenadamente la paciencia de sus súbditos como el insistir que todo lo que él proclamaba debía ser recibido como un mensaje del cielo? Los tiranos, sin duda, se asegurarán que sus edictos sean obedecidos, sin importar qué edictos sean. Pero estos hombres demandan mucho más: que debemos creer que el Espíritu Santo habla cuando nos introducen a la fuerza lo que ellos han soñado.
Vemos, por consiguiente, cuán dura e inicua es la esclavitud en que—cuando armados con esta autoridad—han seducido las almas de los fieles. Leyes sobre más leyes han sido amontonadas, para ser tantos lazos a la conciencia. Pues no han limitado estas leyes a asuntos de orden externo, sino que las han aplicado al gobierno interior y espiritual del alma. Y no había ningún fin hasta que llegó a esa multitud inmensa, que ahora no se diferencia de un laberinto. Ciertamente, algunas de ellas parecen ser hechas con el propósito de molestar y atormentar las conciencias, mientras que la práctica de ellas se impone no con menos severidad como si en éstas se encerrase toda la sustancia de la piedad. Antes bien, aunque con respecto a la infracción de los mandatos de Dios no se cuestiona ni se imponen penitencias leves, pero cualquier cosa que va contraria a los decretos de los hombres de esto se demanda la máxima expiación. Mientras que la Iglesia es oprimida por este yugo tiránico, cualquiera que se atreva a decir una palabra en contra es condenado instantáneamente como un hereje. En resumen, el desahogar nuestra pena es tenido como un delito capital. Y, a fin de asegurar la posesión de este dominio insufrible, ellos, por edictos sangrientos, impiden al pueblo la lectura y la comprensión de las Escrituras, y critican severamente a los que cuestionan su tiranía. Este rigor excesivo aumenta de día en día, de tal manera que ahora en asuntos de religión con dificultades se permite hacer indagación alguna.
En un tiempo cuando la verdad divina yacía sepultada bajo esta nube vasta y densa de oscuridad; cuando la religión fue amancillada por tantas supersticiones impías; cuando el culto de Dios fue corrompido por horribles blasfemias, y su gloria yacía postrada; cuando por una multitud de opiniones perversas, el beneficio de la redención fue desecho, y los hombres (embriagados con una confianza fatal en sus obras) buscaban la salvación en otras cosas antes que en Cristo; cuando la administración de los sacramentos en parte fue mutilada y hecha pedazos, en parte adulterada por la mezcla de numerosas invenciones, y en parte profanada por negocios de lucro; cuando el gobierno de la Iglesia se había degenerado en pura confusión y devastación; cuando los que se sentaban en el oficio de pastores fueron los primeros que hicieron el mayor daño a la Iglesia por la disolución de su vidas, y, en segundo lugar, ejercieron una de las tiranías más crueles y nocivas sobre las almas, por toda clase de errores, llevando a los hombres como ovejas al matadero; entonces se levantó Lutero, y después de él otros, quienes con un común celo buscaron medios y métodos por los cuales la religión pudiese ser limpiada de todas estas corrupciones, restaurar la doctrina de la piedad a su integridad y sacar a la Iglesia fuera de su calamitosa condición a una más tolerable. Este mismo curso aún seguimos hoy en día.
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