Porque ¿qué significa decir, «el Señor no puede ser conocido antes que los apóstoles» sino que por la distancia a la cual los apóstoles son elevados, la dignidad de Cristo es rebajada, o es oscurecida por lo menos? El resultado de esta perversidad es que el hombre, abandonando la fuente de aguas vivas, ha aprendido, como Jeremías nos dice, a cavar «cisternas, cisternas rotas, que no retienen agua» (Jer. 2:13). Porque, ¿en dónde buscan ellos la salvación y todo otro bien? ¿Sólo en Dios? El curso entero de su vidas proclama abiertamente lo contrario. Ellos afirman, ciertamente, que buscan la salvación y todo otro bien en Dios; pero es un falso pretexto ya que lo buscan en otra parte.
De este hecho tenemos pruebas claras en las corrupciones por las cuales la oración fue corrompida al principio, y después en gran medida pervertida y extinguida. Hemos observado que la oración proporciona una prueba de si el que ora rinde o no la gloria debida a Dios. De igual manera, esto nos permitirá descubrir si, después de arrebatarle de Su gloria, la transfieren a las criaturas. En la oración genuina, se requiere algo más que un simple ruego. El que ora debe tener la certeza que Dios es el único a quien él puede acudir, tanto porque sólo Él puede ayudarlo en su necesidad como también porque Él ha prometido hacerlo. Pero ningún hombre puede tener esta convicción a menos que se apegue al mandato por el que Dios nos llama a Él mismo, y a la promesa (que está unida al mandato) de que Él escucha nuestras oraciones. El mandato no fue así considerado cuando los hombres invocaban a los ángeles y a los muertos juntamente con Dios. Y los más sabios—si no los invocaban en el lugar de Dios—por lo menos los consideraban como mediadores, en cuya intercesión Dios les otorgaba sus peticiones.
¿Dónde estaba, pues, la promesa que se fundamenta enteramente en la intercesión de Cristo? Ignorando a Cristo, el único Mediador, cada uno se volvió a su santo patrón que le había despertado su extravío; o si en algún tiempo se le dio un lugar a Cristo, fue uno en que Él permaneció desapercibido como algún individuo ordinario entre una multitud. Entonces, aunque no hay nada más repugnante a la naturaleza de la oración genuina que la duda y la desconfianza, así estas cosas prevalecieron, tanto que casi eran consideradas como necesarias para orar bien. Y ¿por qué fue esto? Simplemente porque el mundo no entendió las declaraciones en las que Dios nos invita a hablar con Él, y en las que se compromete hacer todo lo que pidamos en una dependencia de Su mandato y promesa, y nos presenta a Cristo como el Abogado en cuyo nombre nuestras oraciones son oídas. Además, examínense las oraciones públicas que se hacen comúnmente en las iglesias. Se hallará que están manchadas con impurezas innumerables. De ellas, por consiguiente, tenemos el poder para juzgar cuánto de esta parte del culto divino ha sido contaminado. Tampoco había menos corrupción en las expresiones de la acción de gracias. Este hecho es confirmado por los cantos públicos, en los cuales los santos son alabados por cada bendición, como si ellos fuesen compañeros de Dios.
Y ahora, ¿qué diré de la adoración? ¿Acaso los hombres no rinden a las imágenes y estatuas la mismísima reverencia que le rinden a Dios? Es un error suponer que hay alguna diferencia entre esta locura y la de los paganos. Pues Dios nos prohíbe no sólo adorar imágenes, sino también el considerarlas como habitación de Su divinidad y adorarlas pensando que habita en ellas. Los mismísimos pretextos que los patrocinadores de esta abominación emplean hoy en día, fueron empleados anteriormente por los paganos para encubrir su impiedad. Además, no se puede negar que los santos—aún hasta sus mismos huesos, prendas de vestir, zapatos, e imágenes—son adorados incluso hasta en el lugar mismo de Dios.
Pero algún disputador sutil se opondrá diciendo que hay varios tipos de adoración—que el honor de dulia [veneración], como la llaman, se le da a los santos, a sus imágenes, y a sus huesos; y que latria [adoración] se reserva para Dios como a Él sólo se le debe, a menos que hagamos una excepción al término hyperdulia [alta veneración], algo que conforme al entontecimiento aumentaba, fue inventado para elevar a la virgen María por encima de los demás. Como si estas distinciones sutiles fuesen conocidas o estuviesen presentes en las mentes de los que se postran a sí mismos ante imágenes. Mientras tanto, el mundo está repleto de idolatría no menos enorme, y si se me permite afirmar, no menos capaz de ser sentida de lo que fue la idolatría antigua de los egipcios, la cual todos los profetas por doquiera condenan severamente.
Simplemente observo de paso cada una de estas corrupciones, ya que más adelante expondré con mayor claridad sus daños y perjuicios.
Ceremonias en la Adoración
Vengo ahora a las ceremonias, que (en realidad deberían ser confirmaciones solemnes del culto divino) son más bien una mera burla de Dios. Un nuevo judaísmo (como un substituto de aquel que Dios había abrogado claramente) ha surgido de nuevo por medio de numerosas extravagancias pueriles, tomado de diferentes partes. Y con estas extravagancias se han mezclado ciertos ritos impíos, tomados parcialmente del paganismo, y adaptados más para alguna exposición teatral que para la dignidad de nuestra religión. Aquí, el primer mal radica en que un inmenso número de ceremonias—que Dios por Su autoridad abrogó una vez para siempre—de nuevo han sido revividas. El siguiente mal es que (mientras las ceremonias deberían ser ejercicios para la piedad) los hombres se ocupan vanamente con un cierto número de ellas que son tanto frívolas como inútiles. Pero el mal más perjudicial de todos es (después que los hombres se han burlado así de Dios con ceremonias de una clase o de otra) que ellos piensan que han cumplido su deber tan admirablemente como si estas ceremonias incluyesen en sí mismas toda la esencia de la piedad y del culto divino.
Con respecto a la abnegación (sobre lo cual depende la regeneración para la nueva vida) la doctrina en su totalidad fue arrasada totalmente de las mentes de los hombres, o, por lo menos, la mitad enterrada, de manera que fue conocida por pocos y por ellos conocida tan limitadamente. Pero el sacrificio espiritual que el Señor demanda de una manera especial, es hacer morir el viejo hombre y ser transformado en un nuevo hombre. Puede ser, quizás, que los predicadores digan algo acerca de estas palabras, pero de que ellos no tienen la menor idea de las cosas que se refieren por tales palabras es aparente aún por esto: que ellos tenazmente se oponen a nuestros esfuerzos para restaurar esta rama del culto divino. Si en cualquier tiempo ellos hablan del arrepentimiento, sólo miran (como con desprecio) a las cosas principales, y se ocupan enteramente en ciertos ejercicios externos del cuerpo, que (como Pablo nos asegura) no son de gran utilidad (Col. 2:23; 1 Tim. 4:8). Lo que hace esta terquedad lo más intolerable es que la mayoría (bajo un error pernicioso) va tras la sombra en vez de la sustancia, y—pasando por alto el arrepentimiento verdadero—dedica toda su atención a ayunos, a vigilias y a otras cosas que Pablo llama los «rudimentos» del mundo (Gal. 4:9).
Habiendo advertido que la Palabra de Dios es la señal que distingue entre Su culto verdadero y aquel que es falso y corrupto, nosotros de allí concluimos fácilmente que todo el aspecto del culto divino que se práctica generalmente hoy en día no es nada mas que corrupción. Pues los hombres no toman en cuenta lo que Dios ha ordenado ni lo que Él aprueba, a fin de que ellos puedan servirle de una manera apropiada, sino que toman para sí mismos una libertad para inventar modos o formas del culto divino, y después imponiéndoselas a la fuerza a Dios mismo como substitutos de obediencia. Si en lo que digo parezco exagerar, que se haga un examen de todas las prácticas por las cuales la mayoría cree que con ellas adora a Dios. Yo me atrevo a decir que ni siquiera una décima parte proviene que no sea de su propio cerebro. ¿Qué más desearíamos? Dios rechaza, condena y abomina todo culto inventado; y emplea Su Palabra como un freno para mantenernos en obediencia incondicional. Cuando desechamos este yugo, nos desviamos tras nuestras propias invenciones, y le ofrecemos una adoración (fabricada por el atrevimiento humano) que sin importar cuanto nos agrade, ante Sus ojos es sólo una vana ridiculez—antes bien es vileza y corrupción. Los defensores de tradiciones humanas las pintan con hermosos y atractivos colores; y Pablo ciertamente admite que tienen cierta apariencia de sabiduría [Col. 2:23]. Pero como Dios valora la obediencia más que todos los sacrificios, debería ser razón suficiente para rechazar cualquier tipo de adoración que no es aprobada por el mandato de Dios.
Origen de la Salvación
Venimos ahora a lo que hemos establecido como la segunda rama principal de la doctrina cristiana: a saber, el conocimiento del origen de donde procede nuestra salvación. Ahora, el conocimiento de nuestra salvación tiene tres