reacción de un hombre o de una mujer; los vemos reírse, encogerse de hombros o darse vuelta para esconder la cara. A la palabra se le da un cuerpo, además de un alma. Y una vez más los actores se detienen o tropiezan o abren las manos y la llanura del texto impreso se resquebraja formando grietas y precipicios; todas las proporciones cambian. Quizás el efecto más impresionante de la puesta en escena sea producto de la prolongada pausa que hacen Sebastián y Viola cuando permanecen mirándose el uno al otro, en un mudo éxtasis de reconocimiento. El ojo del lector quizás haya pasado por alto ese momento. Pero aquí nos vemos obligados a hacer un alto y pensarlo; y eso nos recuerda que Shakespeare escribió simultáneamente para el cuerpo y para la mente.
Pero ahora que los actores han cumplido con la certera tarea de consolidar e intensificar nuestras impresiones, comenzamos a criticarlos con mayor detalle y a comparar su versión con la nuestra. Hacemos parar al Malvolio del señor Quartermaine junto a nuestro Malvolio. Y a decir verdad, más allá de en dónde radique la falla, tienen muy poco en común. El Malvolio del señor Quartermaine es un caballero espléndido, cortés, considerado, de buena cepa; un hombre dotado de talento y humor, que no está en guerra con el mundo. Jamás en su vida ha padecido una punzada de vanidad ni una pizca de envidia. Si sir Toby y María lo engañan, él se da perfecta cuenta —de eso podemos estar seguros— y lo sufre como cualquier caballero que se precie soportaría las travesuras de un par de niños tontos. Nuestro Malvolio, por su parte, era una criatura compleja y fantástica, acicateada por la vanidad, torturada por la ambición. Había crueldad en sus provocaciones y un atisbo de tragedia en su derrota; su amenaza final tenía un sesgo de terror momentáneo. Pero cuando el señor Quartermaine dice: “He de vengarme de todos ustedes, confabulados en mi contra…”, lo único que sentimos es que el poder de la ley será pronta y eficazmente invocado. ¿Y qué queda entonces del “Es cierto que abusaron de él en forma muy notoria” de Olivia? Y además está Olivia. Madame Lopokova posee por naturaleza esa rara cualidad que no se obtiene con pedirla ni se maneja a voluntad: el genio de la personalidad. Cuando pasa flotando sobre el escenario todo a su alrededor sufre, no un cambio mayúsculo sino un cambio hacia la luz, hacia la alegría. Los pájaros cantan, las ovejas son adornadas, vibran melodías en el aire, y los seres humanos danzan unos hacia otros en puntas de pie, imbuidos de una amigabilidad, una simpatía y un deleite exquisitos. Pero nuestra Olivia era una dama majestuosa, de gesto adusto, movimientos lentos y pocas simpatías. No podía amar al duque ni tampoco modificar sus sentimientos. Madame Lopokova ama a todo el mundo. Siempre está cambiando. Sus manos, su cara, sus pies, su cuerpo entero vibran en armonía con el instante. Puede crear el instante —como lo demostró al bajar las escaleras con Sebastián—, un instante de una belleza intensa y conmovedora; pero no es nuestra Olivia. Comparados con ella, los integrantes del grupo cómico —sir Toby, sir Andrew, María y el bufón— no eran sino ingleses comunes y corrientes. Vulgares, chistosos, robustos; canturreaban sus palabras, rodaban sobre sus barriles; actuaban magníficamente. Ningún lector —tenemos la audacia de decirlo— podría superar la rapidez, la inventiva ni la alegría de la María de la señorita Seyler; ni mucho menos agregar nada a los humores del sir Toby del señor Livesey. Y la señorita Jeans como Viola fue satisfactoria; y el señor Hare como Antonio, admirable; y el bufón del señor Morland fue un buen bufón. Entonces, ¿qué faltaba en la pieza entendida como un todo? Quizás, precisamente, que no era un todo. La falta podría provenir, en parte, de Shakespeare. Es más fácil actuar su comedia que su poesía —podríamos suponer—, porque cuando escribía como poeta tendía a escribir demasiado rápido para la lengua humana. El ojo puede vislumbrar la prodigalidad de sus metáforas, pero la voz hablada titubea a medio camino. De allí que las partes de comedia estuvieran fuera de proporción con el resto. Luego, quizás, los actores estaban demasiado cargados de individualidad y el reparto era demasiado incongruente. Dividieron la obra en piezas separadas: ahora estamos en los bosquecillos de Arcadia, ahora en una taberna en Blackfriars. Cuando leemos, la mente teje una red que va de una escena a otra, compone un trasfondo de manzanas que caen, y el tañido de la campana de la iglesia y el vuelo fantástico del búho otorgan cohesión a la obra. Esa continuidad fue sacrificada en la puesta en escena. Abandonamos el teatro llevándonos muchos fragmentos brillantes, pero sin esa sensación de que todas las cosas conspiran y armonizan entre sí, que puede ser la satisfactoria culminación de una representación menos brillante. No obstante, la puesta en escena ha cumplido su propósito. Nos ha hecho comparar nuestro Malvolio con el del señor Quartermaine, nuestra Olivia con la de madame Lopokova, nuestra lectura de la obra con la del señor Guthrie. Y dado que todo difiere, debemos volver a Shakespeare. Tendremos que releer Noche de Reyes. El señor Guthrie lo ha hecho necesario y ha estimulado nuestro apetito por El jardín de los cerezos, Medida por medida y Enrique VIII, todavía por venir.
1933
MADAME DE SÉVIGNÉ
ESTA GRAN DAMA, esta robusta y fértil escritora de cartas que probablemente habría sido una de las grandes novelistas de nuestra época, ocupa según parece más lugar en la conciencia de los lectores vivos que cualquier otra figura de su época ya olvidada. Pero fijar a esta figura dentro de un contorno es más difícil que definir a muchos de sus contemporáneos. Eso se debe en parte a que creó su ser, no en obras teatrales ni en poemas sino en cartas: trazo a trazo, con repeticiones, acumulando minucias cotidianas, escribiendo lo que le venía a la cabeza como si hablara. Así, los catorce volúmenes de sus cartas encierran un vasto espacio abierto, como uno de sus grandes bosques: las intrincadas sombras de los árboles cruzan los senderos en varias direcciones; las figuras deambulan por los claros, pasan del sol a la sombra, se pierden de vista, reaparecen, pero jamás adoptan posiciones fijas para componer un grupo.
Así vivimos en su presencia; y a menudo caemos, como también nos sucede con las personas vivas, en la inconciencia. Ella sigue hablando, nosotros la escuchamos a medias. Y de pronto dice algo que nos despierta. Incorporamos esa impresión a su personaje, de tal modo que el personaje crece y cambia y parece una persona viva, inextinguible.
Esta es, por supuesto, una de las cualidades características de todos los escritores de cartas; y madame de Sévigné —debido a su inconsciente naturalidad, su fluidez y su exuberancia— la posee aún en mayor medida que el brillante Walpole, por ejemplo, o que el reservado y recatado Gray. Quizás, a la larga, la conocemos de una manera más instintiva y más honda que a ellos. Nos sumergimos más profundamente en ella y sabemos, antes por el instinto que por la razón, cómo se sentirá: esto la divertirá, aquello cautivará su imaginación, ahora se hundirá en la melancolía. Su espectro es más amplio que el de ellos; tiene mayor alcance y diversidad. Todo parece darle su fruto —su diversión, su gozo— o alimentar sus meditaciones. Tiene un apetito robusto; nada la paraliza; se nutre de todo aquello que se le ofrece. Es una intelectual, ávida por disfrutar el ingenio de La Rochefoucauld y regocijarse en los sutiles discernimientos de madame de La Fayette. Tiene su morada natural en los libros, y por esa razón Josefo o Pascal o las novelas largas y absurdas de su época no son objeto de lectura sino que parecen engastados en su mente. Los versos y los relatos de esos autores suben a sus labios junto con sus propios pensamientos. Pero hay en ella una sensibilidad que intensifica ese gran apetito por innúmeras cosas. Sensibilidad que se muestra en su mayor extremo, en su mayor irracionalidad, en el amor por su hija. La amaba como un hombre viejo ama a la joven amante que lo tortura. Era una pasión retorcida y malsana, que le causó muchas humillaciones y a veces la hizo sentir vergüenza de sí misma. Porque, desde el punto de vista de su hija, era extenuante y vergonzoso ser objeto de una emoción tan intensa; y no siempre podía corresponderla. Temía que su madre la pusiera en ridículo delante de sus amigos. También sentía que ella no era así. Era diferente; más fría, más fastidiosa, menos robusta. Arrastrada por aquella corriente de adoración hacia una hija que no existía, su madre ignoraba a la hija real. Se vio forzada a ponerle límites; tuvo que afirmar su propia identidad. Era inevitable que madame de Sévigné, con su sensibilidad exacerbada, se sintiera herida.
Por consiguiente, en ciertas ocasiones madame de Sévigné llora. Su hija no la ama. Es un pensamiento tan amargo, y un miedo tan perpetuo y tan profundo, que la vida pierde su sabor; debe recurrir a los sabios, a los poetas en busca de consuelo; y reflexiona con tristeza sobre la vanidad de la vida y sobre la inminencia de la muerte. También se inquieta, más allá de lo