Virginia Woolf

La muerte de la polilla


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y ambición, que más tarde la llevaría a errar de un lado a otro en la ignominia, expulsada de su país.

      Lo que resta por decir sobre la fortuna del capitán Jones puede resumirse en pocas palabras. Tras haberse instalado en la casa de Henrietta Street, la familia Jones se dispuso a visitar sus propiedades en Cumberland cuando llegó el verano. La campiña era tan bella, el castillo tan señorial y la idea de que todo aquello les pertenecía tan gratificante, que durante tres semanas solo conocieron el placer ininterrumpido y llegaron a la conclusión de que el lugar en donde ahora vivían era el paraíso. Pero había cierta ansiedad, cierta impetuosidad en James Jones que hacían que incluso se impacientara por tener que aceptar pasivamente la sonrisa de la fortuna. Necesitaba estar activo: tenía que estar en perpetuo movimiento, haciendo algo. A pesar de todos los esfuerzos de sus amigos por disuadirlo, tuvieron que “dejarlo bajar” a ver cómo era una mina de grafito. Las consecuencias, como estaba previsto, fueron desastrosas. Lo trajeron de vuelta a la superficie, pero ya infectado por una enfermedad mortal que lo llevó a la tumba en cuestión de días. Murió en brazos de su esposa, en medio de ese paraíso que tanto había anhelado alcanzar y que moría sin haber disfrutado.

      Mientras tanto los Wilkinson habían sufrido más desgracias que los propios Jones en manos del Destino. El doctor Wilkinson, como ya hemos dicho, se parecía a su amigo Jones en la jovialidad de sus hábitos y en su habilidad para gastar más de lo que ganaba. Por cierto, la dote de su esposa —de dos mil libras— había pagado sus deudas de juventud. ¿Pero con qué medios habría de pagar las deudas de su madurez? Tenía ya más de cincuenta años y, afecto como era a la buena compañía y la buena vida, rara vez se hallaba libre de acreedores y siempre andaba falto de dinero. La ayuda llegó repentinamente, y de un lugar inesperado. No fue otra cosa que la Ley de Matrimonio, votada en 1755, que establecía que todo aquel que formalizara un matrimonio sin publicar la correspondiente proclama —a menos que hubiera obtenido previamente una licencia— sería deportado por un período de catorce años. El doctor Wilkinson —que, como era de temer, había considerado el asunto desde su propia perspectiva y estaba atento solo a sus necesidades— arguyó que en su carácter de capellán del Savoy, que era extraparroquial y estaba exento por ser parte de la realeza, podía continuar otorgando licencias como de costumbre; un privilegio que de inmediato le trajo un aluvión de negocios: tan numerosa era la multitud de parejas que deseaban casarse enseguida, que el llamador de su puerta nunca dejaba de golpear y el dinero inundó el tesoro familiar de tal manera que hasta los bolsillos de su pequeño hijo estaban atiborrados de oro. Los acreedores recibieron su paga; la mesa era servida con suntuosidad. Pero el doctor Wilkinson compartía otro defecto con su amigo Jones: no aceptaba consejos. Sus amigos se lo advirtieron; el Gobierno había dejado entrever sin ambages que, si insistía en su actitud, se vería forzado a actuar. Convencido de lo que a su entender era su derecho, y disfrutando al máximo de la prosperidad que le brindaba, el doctor no prestó atención. El día de Pascua celebró matrimonios desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche. Por fin, un domingo, los mensajeros del rey hicieron su aparición. El doctor huyó por un camino secreto sobre las tejas de pizarra del Savoy y se abrió paso hasta la orilla del río, donde resbaló sobre unos troncos y cayó, pesado y viejo como era, en el lodo; no obstante llegó a las escalinatas de Somerset, tomó un barco y arribó sano y salvo a las costas de Kent. Incluso entonces tuvo el descaro de afirmar que la ley estaba de su lado y, cuatro semanas más tarde, regresó preparado para afrontar el juicio. Nuevamente, por última vez, sobraba compañía en la casa del Savoy: una horda de abogados que comían y bebían a pierna suelta le aseguraron al doctor Wilkinson que su caso estaba ganado de antemano. El juicio comenzó en julio de 1756. Pero ¿a qué otra conclusión se habría podido llegar? El delito había sido cometido, y el doctor Wilkinson había persistido abiertamente en él a pesar de las advertencias. Fue declarado culpable y sentenciado a catorce años de deportación.

      Cuando tuvo que emprender el viaje a América, sus amigos se vieron en la obligación de proveerlo de todo lo necesario, como correspondía a un caballero. Le aseguraron que su capacidad de oratoria y su personalidad serían una excelente carta de presentación y que su esposa y su hijo podrían reunirse con él más adelante. Se despidió de ellos en las lóbregas inmediaciones de Newgate, en marzo de 1757. Pero los vientos contrarios obligaron al barco a regresar a la costa, la gota se apoderó de un cuerpo debilitado por el placer y la adversidad y el doctor Wilkinson fue deportado en Plymouth de una vez y para siempre. Una mina de grafito arruinó a Jones; la Ley de Matrimonio fue la ruina de Wilkinson. Ambos descansan en paz ahora: Jones, en Cumberland; Wilkinson, lejos de su amigo (y si sus defectos eran grandes, grandes eran también sus talentos y sus virtudes), en las costas del melancólico Atlántico.

      NOCHE DE REYES EN EL OLD VIC

      COMO ES BIEN SABIDO, los shakespeareanos se dividen en tres clases: aquellos que prefieren leer a Shakespeare en los libros, aquellos que prefieren verlo representado en el escenario y aquellos que van constantemente del libro al escenario reuniendo trofeos. Por cierto, mucho puede decirse a favor de leer Noche de Reyes si la lectura puede hacerse en un jardín, sin otro sonido que el golpe seco de una manzana que cae a tierra o el susurro del viento entre las ramas de los árboles. Para empezar, hay tiempo: tiempo no solo para oír “el dulce sonido que respira sobre una mata de violetas”, sino para descifrar las implicaciones del sutil discurso del duque cuando reflexiona sobre la naturaleza del amor. También hay tiempo para hacer anotaciones al margen; tiempo para asombrarse ante ciertas sonoridades extrañas como “… que la habitan; cuando el cerebro, el corazón y las vísceras”… “y del tonto caballero que alguna vez trajisteis a este alero” y preguntarse si de ellas habrá nacido el adorable: “¿Y qué haré yo en Illiria, si mi hermano está en el Elíseo?”. Porque, según parece, Shakespeare no escribe con la totalidad de su mente en movimiento y bajo control sino con una suerte de antenas sensitivas que juegan y se divierten con las palabras, capturando el rastro de un vocablo al azar y persiguiéndolo temerariamente. Del eco de una palabra nace otra, y es quizás por esa razón que la obra parece estar —mientras la leemos— continuamente al borde de la música. Siempre están pidiendo canciones en Noche de Reyes. “Ah, vamos, amigo; la canción que escuchamos anoche”. Sin embargo, Shakespeare no estaba tan profundamente enamorado de las palabras como para no darles la espalda y reírse de ellas. “Los que coquetean con las palabras muy pronto las vuelven libertinas”. Se oye un rugido de risa y allí mismo irrumpen sir Toby, sir Andrew y María. Las palabras, en sus labios, son cosas que tienen sentido; embisten y saltan impetuosas y pueden comprimir todo un personaje en una frase breve. Cuando Sir Andrew dice: “Alguna vez fui adorado”, sentimos que lo estamos sosteniendo en el hueco de nuestras manos; a un novelista le hubiera llevado tres volúmenes conducirnos a ese pico de intimidad. Y Viola, Malvolio, Olivia, el duque… La mente rebosa hasta tal punto con todo lo que sabemos y adivinamos de ellos cuando entran y salen entre las luces y las sombras del escenario mental, que nos preguntamos por qué habríamos de encarcelarlos en los cuerpos de hombres y mujeres de carne y hueso. ¿Por qué cambiar este jardín por el teatro? La respuesta es que Shakespeare escribió para el escenario, y presumiblemente con razón. Dado que están representando Noche de Reyes en el Old Vic, compararemos las dos versiones.

      Muchas manzanas pueden caer en Waterloo Road sin ser oídas; y en cuanto a las sombras, la luz eléctrica las ha devorado todas. La primera impresión que se tiene al entrar en el Old Vic es abrumadoramente positiva y contundente. Parece que hemos salido de las sombras del jardín hacia el puente del Partenón. La metáfora es mixta, pero lo mismo puede decirse de la escenografía. Las columnas del puente en cierto modo sugieren un buque transatlántico combinado con el austero esplendor de un templo clásico. Pero el cuerpo humano es casi tan perturbador como la escenografía. Las personas reales de Malvolio, sir Toby, Olivia y el resto expanden a nuestros personajes entrevistos más allá de todo reconocimiento. Al principio tendemos a resentirlo. Usted no es Malvolio y usted tampoco es sir Toby, queremos decirles, sino meros impostores. Nos quedamos sofocados ante las ruinas de la obra, frente a la parodia de la obra. Y entonces, poco a poco, ese mismo cuerpo, o más bien todos esos cuerpos juntos, se adueñan de