Virginia Woolf

La muerte de la polilla


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pequeño que iba entre ambos. Tenían el andar inflexible aunque tembloroso de los ciegos, que presta a su cercanía algo del terror y la inevitabilidad del destino que les ha tocado. Cuando el pequeño convoy pasó, manteniendo un curso recto, hizo que los transeúntes se abrieran y se apartaran del camino con el ímpetu de su silencio, de su franqueza, de su desastre. La enana había iniciado una cojeante danza grotesca a la que todos en la calle se habían plegado; la dama fornida enfundada en refulgente piel de foca; el joven enfermizo que chupaba la empuñadura de plata de su bastón; el anciano acurrucado en el umbral como si, repentinamente abrumado por lo absurdo del espectáculo humano, se hubiera sentado a mirarlo pasar: todos se unieron en la cojera y el taconeo de la danza de la enana.

      ¿En qué grietas y hendeduras se alojaba esa contrahecha compañía de lisiados y de ciegos? Aquí, quizás, en las buhardillas de estas casas viejas y angostas entre Holborn y Soho, donde la gente tiene nombres tan raros y oficios tan curiosos: están los batihojas, los plegadores de acordeones, los que forran botones y los que se ganan la vida de una manera incluso más fantástica traficando tazas sin platos, mangos de paraguas de porcelana y pinturas de santos mártires de colores chillones. Residen aquí, y hasta parece que la dama enfundada en piel de foca debe de encontrar tolerable la vida pasando las horas del día con el plegador de acordeones o con el hombre que forra botones; una vida tan fantástica no puede ser del todo trágica. Y así llegamos a la conclusión de que ellos no envidian nuestra prosperidad; pero de repente, al doblar la esquina, nos topamos con un judío barbudo, desencajado, acuciado por el hambre, que exhibe furioso su miseria; o pasamos junto al cuerpo jorobado de una anciana que yace abandonada en el umbral de un edificio público cubierta con una capa, como la estraza que se arroja apresuradamente sobre un burro o un caballo muerto. Ante semejantes espectáculos los nervios de la espina dorsal se erizan; una llama súbita se agita ante nuestros ojos; se formula una pregunta que no tiene respuesta. Con frecuencia estos abandonados eligen yacer a menos de un tiro de piedra de los teatros, al alcance del oído de los organillos, y, a medida que la noche avanza, casi al borde de las capas de lentejuelas y las piernas brillosas de los comensales y los bailarines. Yacen cerca de esas vidrieras en las que el comercio ofrece a un mundo de ancianas abandonadas en umbrales, de ciegos, de enanas cojas, sillones sostenidos por los cuellos dorados de orgullosos cisnes; mesas tendidas con cestas de frutas diversas y coloridas; aparadores con tapa de mármol verde para soportar mejor el peso de las cabezas de jabalí; y alfombras tan suavizadas por los años que sus claveles casi han desaparecido en un mar verde pálido.

      Al pasar, al mirar de reojo, todo parece accidental pero milagrosamente rociado de belleza, como si la marea del comercio que deposita su carga puntual y prosaicamente en las orillas de Oxford Street esta noche no hubiera dejado otra cosa que tesoros. Sin pensar en comprar, el ojo es juguetón y generoso: crea; adorna; amplía. De pie en la calle podemos construir todas las habitaciones de una casa imaginaria y amueblarlas a nuestro antojo con sofá, mesa y alfombra. Aquel felpudo quedará bien en el vestíbulo. Esa fuente de alabastro irá sobre una mesa tallada junto a la ventana. Nuestro regocijo se reflejará en ese grueso espejo redondo. Pero, tras haber construido y amueblado la casa, felizmente no nos vemos en la obligación de poseerla; podemos desmantelarla en un abrir y cerrar de ojos, y construir y amueblar otra casa con otras sillas y otros vasos. O démonos el placer de visitar las joyerías antiguas, entre bandejas de anillos y muestrarios de collares. Escojamos aquellas perlas, por ejemplo, e imaginemos cómo cambiaría nuestra vida si las lleváramos puestas. Instantáneamente se hacen las dos o las tres de la mañana; las lámparas arden muy blancas en las desiertas calles de Mayfair. Solo los automóviles circulan a esta hora, y se tiene una sensación de vacío, de ligereza, de alegría recluida. Con el collar de perlas y el vestido de seda nos asomamos a un balcón que mira a los jardines del durmiente Mayfair. Hay algunas luces encendidas en los dormitorios de los grandes pares del reino que regresan de la Corte, de los lacayos con medias de seda, de las viudas nobles que han estrechado las manos de los estadistas. Un gato se desliza por la pared del jardín. El amor se hace sibilante, seductoramente en los lugares más oscuros de la habitación, detrás de gruesas cortinas verdes. Con andar sereno, como si estuviera paseándose por una terraza bajo la cual los barones y los condes de Inglaterra toman baños de sol, el anciano Primer Ministro le relata a lady fulana de tal, la de los rizos y las esmeraldas, la verdadera historia de alguna gran crisis en los asuntos del país. Tenemos la sensación de estar montados en la punta del mástil más alto del barco más alto; y no obstante, al mismo tiempo sabemos que nada de esto importa; el amor no se prueba así, ni tampoco se alcanzan de esta manera los grandes logros; de modo que nos dejamos llevar por el instante y nos acomodamos un poco las plumas; parados en el balcón, vemos escabullirse por el muro del jardín de la princesa María al gato iluminado por la luna.

      ¿Pero podría haber algo más absurdo? De hecho, son casi las seis; es una tarde de invierno; vamos rumbo al Strand para comprar un lápiz. ¿Cómo estamos entonces también en un balcón, con un collar de perlas en junio? ¿Acaso existe algo más absurdo que esto? Pero la locura es de la naturaleza, no nuestra. Al poner manos a su principal obra maestra, la creación del hombre, tendría que haber pensado en una sola cosa. En cambio giró la cabeza, miró por encima del hombro y permitió que en cada uno de nosotros se deslizaran instintos y deseos claramente distintos de ese ser principal; por eso todos somos veteados, variegados, producto de una mezcla; los colores se han corrido. ¿El verdadero yo es el que está parado sobre el pavimento en enero o el que asoma por el balcón en junio? ¿Estoy aquí o estoy allí? ¿O acaso el verdadero yo no es este ni aquel, no está aquí ni tampoco allí, sino que es algo tan variado y errático que solo cuando damos rienda suelta a sus deseos y lo dejamos seguir su camino sin impedimentos somos en realidad nosotros mismos? Las circunstancias exigen unidad; el hombre debe ser un todo por conveniencia. El buen ciudadano, cuando abre la puerta de su casa al atardecer, debe ser banquero, golfista, esposo y padre; no un nómade errante en el desierto, no un místico que contempla el cielo, no un libertino en los barrios bajos de San Francisco, no un soldado que encabeza una revolución, no un paria que aúlla su escepticismo y su soledad. Cuando abre la puerta de su casa, nuestro hombre debe pasarse la mano por el cabello y poner su paraguas en el paragüero como cualquier mortal.

      Pero aquí, por suerte, están las librerías de segunda mano. Aquí encontramos anclaje para las oscilantes corrientes del ser; aquí nos equilibramos después del esplendor y la miseria de las calles. La sola imagen de la esposa del librero con los pies apoyados sobre el guardafuegos de la estufa, sentada junto a una buena lumbre de carbón, vislumbrada desde la puerta, modera y alegra el espíritu. Nunca lee, o solo lee el periódico; su conversación, cuando no se trata de vender libros —tarea que abandona de buen grado—, versa sobre sombreros; le gusta que los sombreros sean prácticos, dice, además de ser bonitos. Ah, no, no viven en la librería; residen en Brixton; ella necesita tener un poco de verde para mirar. En verano coloca un jarrón de flores cultivadas en su propio jardín sobre una pila de libros polvorienta para darle un poco de vida al negocio. Hay libros por todas partes y siempre nos invade la misma sensación de aventura. Los libros de segunda mano son libros salvajes, libros sin hogar; llegaron a estar todos juntos en grandes rebaños de pelaje variado y poseen un encanto del que carecen los volúmenes domesticados de la biblioteca. Además, en esta azarosa y miscelánea compañía podemos toparnos con un completo extraño que, con un poco de suerte, se transformará en el mejor amigo que tenemos en el mundo. Cuando —convocados por su aire de abandono y desamparo— bajamos un libro grisáceo o blancuzco del estante más alto, siempre existe la esperanza de encontrarnos con un hombre que exploró a caballo el mercado lanar en las Midlands y Gales hace más de cien años; un viajero desconocido que se alojó en posadas, bebió su pinta de cerveza, tomó nota de las chicas bonitas y las costumbres serias, y lo escribió todo obstinada y laboriosamente por el solo placer de hacerlo (el libro se publicó a sus expensas); era un texto infinitamente prosaico, esforzado e insulso, y por eso mismo dejó entrar —sin que él lo supiera— el perfume de las malvas y el heno junto con un retrato suyo que le otorga un lugar eterno en el rincón más cálido del hogar a leña de la mente. Ahora puede comprarse por dieciocho peniques. Está marcado tres libras y seis peniques, pero la esposa del librero, viendo lo ajadas que están las tapas y el tiempo que ha pasado allí desde que fue adquirido en el remate de la biblioteca de un caballero de Suffolk, lo dejará ir a ese precio.

      Así, echando un vistazo a la librería,