Virginia Woolf

La muerte de la polilla


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Era poeta y se ahogó prematuramente, y su verso, dócil como es, formal y sentencioso, no obstante evoca un sonido frágil y aflautado como el de un organillo a piano que un viejo organillero italiano con chaqueta de corderoy toca resignadamente en una calle de dudosa reputación. También hay viajeras: hilera sobre hilera de viajeras que testimonian, solteras indómitas, las incomodidades que padecieron y las puestas de sol que admiraron en Grecia cuando la reina Victoria era una niña. Se creía que un viaje a Cornwall, con visita a las minas de estaño incluida, ameritaba un voluminoso registro. Las viajeras subían por el Rin y mutuamente se retrataban con tinta china, sentadas en cubierta leyendo junto a un rollo de soga; medían las pirámides; se alejaban de la civilización durante años; convertían a los negros en pantanos pestilentes. Ese hacer las valijas y marcharse, explorar desiertos y pescar fiebres, establecerse en la India de por vida, penetrar incluso hasta China y luego regresar para llevar una vida provinciana en Edmonton, embiste y rompe sobre el piso polvoriento como un mar inquieto —tan inquietos son los ingleses—, con las olas en la propia puerta. Las aguas del viaje y la aventura parecen romper contra las pequeñas islas del esfuerzo serio y el trabajo de toda una vida apilados en columnas desprolijas sobre el suelo. En estas pilas de volúmenes de cubiertas moradas con monogramas dorados en la contratapa, los clérigos concienzudos exponen los evangelios; puede oírse a los eruditos con sus martillos y sus cinceles desglosando los antiguos textos de Eurípides y de Esquilo. Pensar, anotar y exponer continúan en prodigiosa escala a nuestro alrededor; baña el antiguo mar de la ficción como una marea puntual y sempiterna. Innumerables volúmenes relatan cuánto amaba Arturo a Laura y cómo fueron separados y fueron desdichados y luego se encontraron y fueron felices para siempre, porque así eran las cosas cuando Victoria gobernaba estas islas.

      La cantidad de libros que hay en el mundo es infinita, y una se ve forzada a echar un vistazo, asentir y pasar a otra cosa después de un instante de conversación, de un fulgor de entendimiento; del mismo modo en que oímos una palabra en la calle, al pasar, y a partir de una frase casual imaginamos toda una vida. Están hablando de una mujer llamada Kate, de cómo “anoche le dije, sin pelos en la lengua… si crees que no valgo una estampilla de un penique, le dije…”. Pero nunca sabremos quién es Kate, ni a qué crisis en la amistad alude esa estampilla de un penique, porque Kate se hunde bajo el calor de su volubilidad; y aquí, en la esquina de esta calle, se abre otra página del volumen de la vida con la aparición de dos hombres que intentan descifrar algo bajo la luz del farol. Están analizando el último cable de Newmarket en las noticias de prensa. ¿Acaso piensan que la fortuna alguna vez convertirá sus harapos en pieles y paños finos, los adornará con relojes de cadena y plantará alfileres de diamante allí donde ahora se ve una camisa andrajosa y abierta? Pero, a esta hora, la implacable corriente de transeúntes pasa demasiado rápido para hacerles preguntas. Ahora que son libres del escritorio y sienten el aire fresco en las mejillas están inmersos, en este breve pasaje del trabajo a la casa, en algún sueño narcótico. Llevan puestas las ropas llamativas que deben colgar y guardar bajo llave durante el resto del día y son grandes jugadores de cricket, actrices famosas, soldados que han salvado a su país en la hora de necesidad. Soñando, gesticulando, a menudo mascullando unas palabras en voz alta, pasan veloces por el Strand y cruzan el puente de Waterloo para luego amontonarse en largos trenes traqueteantes rumbo a alguna casa modesta en Barnes o Surbiton, donde la visión del reloj en la pared y el olor de la cena en la planta baja hacen estallar el sueño.

      Pero ya hemos llegado al Strand, y mientras vacilamos en el cordón de la vereda, una pequeña vara del largo aproximado de nuestro dedo comienza a medir la velocidad y la abundancia de la vida. “Realmente debo… realmente debo…”; eso es. Sin cuestionar la exigencia, la mente se aviene al tirano acostumbrado. Una debe, una siempre debe hacer una u otra cosa; simplemente no está permitido disfrutar sin más. ¿No fue por esa razón que, hace un rato, fabricamos la excusa e inventamos la necesidad de salir a comprar algo? ¿Pero qué era? Ah, sí, era un lápiz. Entonces vayamos a comprarlo. Pero justo cuando estamos a punto de obedecer la orden, otro yo disputa el derecho del tirano a insistir. Se produce el conflicto habitual. Tras la vara del deber vemos el río Támesis en toda su inmensidad: ancho, lúgubre, apacible. Y lo vemos a través de los ojos de alguien que se asoma sobre el Embankment una tarde de verano, sin ninguna preocupación en el mundo. Nos olvidamos de comprar el lápiz, vamos en busca de esa persona… y pronto se hace evidente que esa persona somos nosotros mismos. Porque, si pudiéramos pararnos donde nos paramos hace seis meses, ¿acaso no volveríamos a ser como éramos entonces… calmos, distantes, satisfechos? Entonces intentémoslo. Pero el río es más tempestuoso y más gris de lo que recordábamos. La corriente va hacia el mar. Trae con ella un remolcador y dos barcazas, cuyo cargamento de paja está fuertemente atado y cubierto con lienzo. Cerca de nosotros, una pareja se asoma sobre la balaustrada con esa curiosa falta de autoconciencia que tienen los amantes, como si la importancia de la aventura que comparten mereciera sin cuestionamiento alguno la indulgencia de la raza humana. Las imágenes que vemos y los sonidos que oímos ahora no tienen la calidad del pasado; tampoco compartimos la serenidad de la persona que, seis meses atrás, se paró precisamente aquí donde estamos parados ahora. Suya es la felicidad de la muerte; nuestra, la inseguridad de la vida. No tiene futuro; el futuro, incluso ahora, está invadiendo nuestra paz. Solo cuando miramos al pasado y le quitamos ese elemento de incertidumbre podemos disfrutar de una paz perfecta. Tal como están las cosas, debemos dar la vuelta, debemos cruzar nuevamente el Strand, debemos encontrar una tienda en la que, incluso a esta hora, estén dispuestos a vendernos un lápiz.

      Siempre es una aventura entrar en un lugar nuevo; porque las vidas y las personalidades de sus dueños han destilado su atmósfera en él y apenas entramos nos encontramos con una nueva clase de emoción. Sin ninguna duda, aquí en la papelería han estado peleando. El enojo pesa en el aire. Ambos pararon de discutir; la anciana —evidentemente son marido y mujer— se retiró a la trastienda; el anciano, cuya frente comba y ojos globulares habrían causado impresión en el frontispicio de algún folio isabelino, se quedó para atendernos. “Un lápiz, un lápiz —repitió—, por supuesto, por supuesto”. Hablaba con la distracción característica y no obstante efusiva de alguien cuyas emociones habían sido provocadas y puestas bajo control en plena ebullición. Abría una caja tras otra, y volvía a cerrarlas. Decía que era muy difícil encontrar las cosas porque había muchos artículos diferentes. Se puso a contar la historia de un caballero legítimo que se había internado en aguas profundas debido a la conducta de su esposa. Era conocido suyo desde hacía ya muchos años; había estado conectado con el Templo durante medio siglo, dijo, como si quisiera que su esposa lo oyera en la trastienda. Vació sin querer una caja de bandas elásticas. Al fin, exasperado por su incompetencia, abrió de un empujón la puerta vaivén y dijo con aspereza: “¿Dónde metiste los lápices?”, como si su esposa los hubiera escondido. La anciana volvió a entrar. Sin mirar a nadie, apoyó una mano con aire de justa severidad sobre la caja correcta. Había lápices. ¿Cómo haría para arreglárselas sin ella? ¿Acaso no le resultaba indispensable? Para poder mantenerlos allí, parados uno junto al otro en forzada neutralidad, había que ser específico en la elección de los lápices: este era demasiado blando, aquel demasiado duro. Ellos miraban en silencio. Cuanto más tiempo permanecieran allí parados, más se tranquilizarían; el acaloramiento disminuyó, el enojo fue disipándose poco a poco. Sin que nadie dijera una palabra, la disputa estaba resuelta. El viejo —que no habría deshonrado la portada de Ben Jonson— volvió a poner la caja en su lugar, nos hizo una profunda reverencia para dar las buenas noches y desapareció junto con su mujer. Ella retomaría la costura; él leería el periódico; el canario los rociaría imparcialmente con alpiste. La pelea había terminado.

      En el transcurso de aquellos minutos en que buscamos un fantasma, compusimos una pelea y compramos un lápiz, las calles se vaciaron por completo. La vida se había retirado al piso superior y las lámparas estaban encendidas. El pavimento estaba seco y duro; el camino parecía de plata fundida. Regresando a casa a través de la desolación podíamos contarnos la historia de la enana, de los ciegos, de la fiesta en la mansión de Mayfair, de la pelea en la papelería. En cierto modo podíamos penetrar en cada una de esas vidas, lo suficiente para alimentar la ilusión de que no estamos atados a una sola mente sino que, por unos breves instantes, podemos adoptar los cuerpos y las mentes de otros. Podríamos convertirnos en lavanderas, en taberneros, en cantantes callejeros. ¿Y acaso existe mayor deleite y