Juan Calvino

Salterio de Ginebra (solo con letra)


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la piedad y alabanza del pueblo de Dios a su Señor, Salvador y Dueño Soberano. Con estas melodías –provenientes directamente de los gloriosos días de la Reforma de la Iglesia en Europa y que hunden sus raíces en los remotos tiempos medievales– el pueblo de Dios de habla española podrá dar una alabanza a Dios reverente, digna, sincera y, sobre todo, basada en la Palabra de Dios.

      Este Salterio ha sido precedido por otras colecciones parciales de los Salmos, tales como:

      Juan le QuesneJuan le Quesne 92, 100, 113, 114, 117, 120-129, 131 y 134.

      Libro de Alabanzas (año 1982): Salmos 1, 3, 5, 6, 23, 25, 33, 42-43, 51, 65, 68, 70, 77, 79-82, 84, 91, 98, 100-101, 117, 119, 121-126, 128, 130-134, 138, 144, 149-150.

      El presente Salterio reproduce literalmente los Salmos 1, 23 y 51 del Libro de Alabanzas; revisa en distintos grados los Salmos 25, 42, 43, 65, 76, 98 y 130 del mismo libro; y en algunos pequeños puntos se inspira de los Salmos 3, 92, 100, 117 y 128 de Juan le Quesne. En todo lo demás, el presente Salterio es una obra original, basado lo más literalmente posible en el texto de la Biblia Reina-Valera, versiones 1909 y 1960. La letra ha sido compuesta por Jorge Ruiz Ortiz entre los años 2003 y 2007, y la congregación de Miranda de Ebro los comenzó a cantar asiduamente en el mes de Julio del año 2007.

      Estamos profundamente convencidos de las inmensas bendiciones espirituales que acompañarán al canto de los Salmos, tanto en la piedad personal y familiar, como en la adoración pública a nuestro Soberano Dios.

      SOLI DEO GLORIA

      Los Editores

      Como es algo bien requerido en la Cristiandad, y de lo más necesario, que cada fiel observe y mantenga la comunión de la Iglesia en el lugar donde vive, frecuentando las asambleas que se hacen tanto el Domingo como en los otros días, para honrar y servir a Dios; del mismo modo es conveniente y razonable, que todos conozcan y entiendan lo que se dice y hace en el templo, para recibir fruto y edificación. Porque nuestro Señor no ha instituido el orden que debemos tener, cuando nos congregamos en su nombre, tan sólo para entretener al mundo viendo y mirando; sino más bien ha querido que todo su pueblo tuviera provecho; como san Pablo atestigua, al ordenar que todo lo que se haga en la Iglesia, se relacione con la común edificación de todos; lo cual el siervo no ordenaría, si no fuera tal la intención de su Señor. Pero esto no puede hacerse sin que seamos instruidos para tener inteligencia de todo lo que ha sido ordenado para nuestra utilidad. Puesto que decir que podamos tener devoción, bien a las oraciones, bien a las ceremonias, sin entender nada de ellas, es una burla enorme, aunque se diga de manera corriente. Una buen afecto para con Dios no es algo muerto ni inexplicable, sino que es un movimiento vivo, procedente del Espíritu Santo, cuando el corazón es tocado rectamente, y el entendimiento iluminado. Y de hecho, si se pudiera ser edificado de estas cosas que se ven, sin conocer lo que ellas significan, San Pablo no prohibiría tan rigurosamente hablar en una lengua desconocida, y no utilizaría esta razón, a saber, que no hay ninguna edificación en ello, sino más bien allí donde hay doctrina. Por tanto, si queremos bien honrar las santas ordenanzas de nuestro Señor, las cuales usamos en la Iglesia, lo principal es saber lo que ellas contienen, lo que ellas quieren decir, y a qué propósito ellas tienden, a fin de que el uso sea útil y saludable, y por consiguiente dirigido rectamente.

      Mas hay tres cosas que nuestro Señor nos ha ordenado observar en nuestras asambleas espirituales, a saber, la predicación de su palabra, las oraciones públicas y solemnes, y la administración de sus sacramentos. Me abstengo de hablar de las predicaciones en este momento, puesto que no se trata ahora de esta cuestión. Acerca de las dos otras partes que restan, tenemos el mandamiento expreso del Espíritu Santo, de que las oraciones se hagan en lengua común y conocida al pueblo; y dice el Apóstol, que el pueblo no puede responder Amén, a la oración que está hecha en lengua extranjera. Mas, siendo así que, puesto que se hace en el nombre y la persona de todos, cada uno debe ser participante, ha sido una enorme desvergüenza la de aquellos que han introducido la lengua del latín para las iglesias, allí donde ella no era comúnmente entendida. Y no hay sutileza ni sofisma que pueda excusarlos, de que esta manera de hacer no sea perversa y desagradable a Dios. Porque no hay que presumir que le sea agradable lo que se hace directamente en contra de su voluntad y a pesar de Él. Mas no se le puede hacer mayor desprecio que el ir de esta manera en contra de su prohibición, y gloriarse en esta rebelión, como si fuera una cosa santa y muy loable.

      En cuanto a los Sacramentos, si contemplamos bien su naturaleza, conoceremos que es una costumbre perversa celebrarlos de manera que el pueblo no tenga nada más que la visión de ellos, sin la exposición de los misterios que contienen. Puesto que si son palabras visibles (como las nombra san Agustín), no sólo debe haber un espectáculo exterior, sino que la doctrina se conjunte con él para dar inteligencia. Y así nuestro Señor bien ha demostrado esto al instituirlas, puesto que dice que son testimonios de la alianza que él ha hecho con nosotros, y que ha confirmado con su muerte. Por tanto, es bien necesario que, para darles lugar, sepamos y conozcamos lo que se dice; de otra manera sería en vano que nuestro Señor abriera la boca para hablar, si no hubiera oídos para escuchar. Bien que no hay necesidad de hacer una larga disputa de todo esto. Puesto que cuando la cosa será juzgada de manera reposada, no habrá quien no confiese que es una pura farsa el entretener al pueblo en las señales cuya significación no le haya sido expuesta. Por lo cual es fácil ver que se profanan los Sacramentos de Jesucristo, cuando se administran de manera que el pueblo no comprende las palabras que se dicen. Y de hecho, se ven las supersticiones que han salido de ello. Ya que comúnmente se estima que la consagración, tanto del agua del Bautismo, como del pan y del vino en la Cena de nuestro Señor, son como una especie de encantamiento, es decir, cuando se ha soplado y pronunciado con la boca las palabras, por las cuales las criaturas insensibles sienten la virtud, aunque los hombres no entiendan nada. Pero la verdadera consagración es la que se hace por la palabra de fe, cuando ella declara y recibe, como dice san Agustín; lo cual está expresamente comprendido en las palabras de Jesucristo. Puesto que no dice del pan que sea hecho su cuerpo; sino que dirige la palabra a la compañía de los fieles, al decir, Tomad, comed etc. Si queremos, pues, celebrar bien el Sacramento, debemos tener la doctrina, por la cual nos sea declarado todo lo que es significado. Yo sé bien que esto parece bastante extraño a quienes no están acostumbrados, como ocurre en todas las cosas que son nuevas, pero es bien razonable, si somos discípulos de Jesucristo, que prefiramos su institución antes que nuestra costumbre. Y no nos debe parecer nuevo lo que él ha instituido desde el principio.

      Si esto todavía no puede entrar en el entendimiento de todos, debemos orar a Dios para que Él quiera iluminar los ignorantes, para hacer entender cuán más sabio es Él que todos los hombres de la tierra, a fin de que aprendan a no quedarse tan sólo en su propio sentido, ni a la sabiduría loca y enrabiada de sus guías, que son ciegos. Sin embargo, para el uso de nuestra Iglesia, nos ha parecido bien publicar como un formulario de las oraciones y de los sacramentos, a fin de que cada uno reconozca lo que oye decir y hacer en la asamblea cristiana, bien que este libro no aprovechará tan sólo al pueblo de esta Iglesia, sino también a todos aquellos que desean saber de qué forma deben tener y seguir los fieles, cuando se congregan en el nombre de Jesucristo.

      Hemos recogido, pues, en un sumario la manera de celebrar los Sacramentos y santificar el Matrimonio; de manera parecida con las oraciones, y alabanzas que usamos. Hablaremos después de los Sacramentos. En cuanto a las oraciones públicas, las hay de dos tipos: unas se hacen de palabra y otras con un canto. Y esto no es un invento de hace poco tiempo. Porque desde los mismos orígenes de la Iglesia ha sido así, como aparece en los libros de historia. E incluso san Pablo no habla sólo de orar de boca, sino también de cantar. Y a la verdad, sabemos por experiencia que el canto tiene una gran fuerza y virtud de conmover e inflamar el corazón de los hombres, para invocar y alabar a Dios con un celo más vehemente y ardiente. Siempre se tiene que vigilar que el canto no sea ligero ni voluble; sino que tenga peso y majestad (como dice s. Agustín) y de esta manera, que haya una gran diferencia entre la música que se hace para alegrar a los hombres a la mesa y en su casa; y los Salmos que se cantan en la Iglesia, en la presencia de Dios y de los ángeles.

      Cuando se quiera juzgar rectamente acerca de