Las actas de bautismo dan información sobre dónde estaba la madre cuando nacieron los hijos, porque en esa época en que los párvulos frecuentemente morían poco después de nacer, se solían bautizar el mismo día en que venían al mundo. Antonia fue bautizada en Orizaba (Veracruz), indicio de que a principios del matrimonio María Ignacia acompañaba a su esposo en sus encargos militares. Ya para 1800 se habían establecido en Tacuba, donde fue bautizado Agustín. Los otros niños se bautizaron en la Ciudad de México, probablemente porque la Güera habría ido a casa de sus padres para dar a luz. Pero, a pesar de tener acceso a los mejores cuidados médicos, no todos estos niños vivieron hasta la madurez: Agustín murió a los ocho meses y Guadalupe a los quince años, todavía una doncella soltera.
Estos registros también permiten vislumbrar parte de las redes sociales de la pareja. Para la mayor, Josefa, escogieron como madrina a la madre de la Güera; y para la segunda, Antonia, escogieron como padrinos a sus tíos, doña Bárbara Rodríguez de Velasco y su esposo don Silvestre Díaz de la Vega. Para los otros hijos buscaron padrinos más allá de la familia. Por ejemplo, los padrinos de Gerónimo fueron los mariscales de Castilla y marqueses de Ciria; y el padrino de Guadalupe fue el conde de Contramina. El padre de Villamil brillaba por su ausencia.
El enlace fue tormentoso y, como la pareja ventilaba sus conflictos públicamente, dejaron una rica huella documental. Sus peleas aparentemente eran alimentadas por los celos de Villamil, exacerbados por sus ausencias cuando se iba a atender los asuntos de sus distantes propiedades o servía con su regimiento en ciudades de provincia. El 21 de octubre de 1801 Villamil acusó a su esposa de adulterio con un francés, don Luis Ceret, y pidió la prisión o destierro de este; pero a los diez días retiró la acusación. Sin embargo, sus sospechas persistieron y el 4 de julio de 1802, al regresar de su Hacienda de Bojay y encontrarla fuera de casa hablando con los canónigos José Mariano Beristáin y Ramón Cardeña y Gallardo, le disparó su arma en un arrebato de furia —y en plena vista del conde de Contramina—. La pistola falló (más tarde Villamil afirmó que sólo había querido asustarla) y la Güera huyó de Tacuba a la casa de sus padres en la Ciudad de México. Esa misma noche se presentó con su padre ante el virrey Félix Berenguer de Marquina (que como capitán general tenía jurisdicción sobre los militares) para entablar una demanda criminal contra su marido por intento de asesinato.19
Villamil fue puesto en arresto domiciliario al día siguiente, liberado bajo fianza el 29 de agosto, e inmediatamente inició una demanda de divorcio eclesiástico —una separación de lecho y mesa, puesto que el divorcio absoluto no sería legal en México hasta el siglo xx—. En su petición denunció a su esposa como “adúltera sacrílega” sin especificar los nombres de sus presuntos amantes. Posteriormente los identificó como Beristáin, quien además de ser su compadre era canónigo de la Catedral de México y autor de la monumental Biblioteca hispano-americana septentrional; Cardeña, el sobrino de este y canónigo provisto de Guadalajara; e Ignacio Ramírez, clérigo presbítero del arzobispado de México.
El expediente de divorcio consta de casi cuatrocientas páginas, llenas de recriminaciones amargas y maniobras jurídicas obstruccionistas. La pareja peleó sobre dónde iba a vivir la Güera y quién se iba a quedar con los niños. Villamil también difundió el rumor de que ella estaba encinta, el cual un médico certificó ser falso; y se negó a pagar sus gastos durante el proceso, lo que dio origen a nuevas peticiones. Y el litigio se complicó por los conflictos jurisdicciona- les porque, aunque los asuntos matrimoniales tocaban a las autoridades eclesiásticas, los oficiales virreinales habían intervenido en este desde un principio.
La mayoría de los escritos en el largo expediente trataban del depósito —la residencia donde la corte internaba a las mujeres durante el procedimiento, tanto para ampararlas como para proteger al honor del marido—. El virrey había ordenado el depósito de la Güera en casa de su tío materno, don Luis Osorio, el 5 de julio de 1802, inmediatamente después de que ella presentara cargos penales contra el marido y antes de que comenzara el pleito de divorcio. Desde ese refugio ella solicitó que se le entregaran sus hijos. Como las madres normalmente recibían la custodia de los niños menores de tres años, ella se hubiera llevado a Guadalupe, de un año, y también “ha llegado a arrancar de mis brazos” (en las palabras de Villamil) a otra hija “que ni aun en la edad de lactancia estaba”, probablemente Antonia, de cinco años. Para esa fecha Josefa, de siete años, ya estaba inter- nada en el colegio de La Enseñanza a la que, siguiendo la costumbre de la época, asistió desde la edad de seis hasta los catorce años.20 Es posible que solamente el niño, Gerónimo de cuatro años, se haya quedado con el padre.
Villamil se quejó que, en vez de vivir con el debido recato, su esposa disfrutaba de excesiva libertad en la casa de su tío, y pidió que se le cambiara el depósito a un convento o colegio. La acusaba de recibir visitas, de presentarse “libremente” en las calles de San Francisco “y en la misma Santa Iglesia Catedral” con “traje indecente”; de pasarse “los días enteros” en compañía de uno de sus apoderados, el licenciado Juan Francisco Azcárate, quien había puesto allí su bufete; y hasta de convidar a un festín al que “lleva[ron] para divertirla a los cantores italianos” —alegatos que ella negó rotundamente—. [Figura 4]
Pero las autoridades eclesiásticas sí se las creyeron y decidieron acceder a la solicitud del marido. Cuando, en la mañana del 30 de septiembre, la Güera se enteró de que el provisor vicario había ordenado su remoción de la casa de su tío con una tropa de ocho a doce hombres, lo consideró tal emergencia que inmediatamente —y sin esperar a su apoderado— le escribió al virrey para que impidiera esa medida. Dicha carta, escrita de su puño y letra, es uno de los pocos ejemplos que tenemos de su voz directa. [Figura 5] Si bien no contiene la retórica elegante de los letrados, demuestra su educación y conocimiento de las formalidades que se usaban en la correspondencia de la época. También revela cómo se esparcían los rumores en la sociedad capitalina, y cómo ella se defendía usando sus conexiones con personajes importantes, entre ellos el virrey.
Exo. Sor.: Sé ciertamente que el lance está dispuesto para la noche de mañana; y es tan pública ya la resolución de Provisor que anoche se habló de ella en el baile de la Guevara [Micaela Guevara, hija del regente de la Real Audiencia], y en la que estamos, el Canónigo Madrid la contó al Marqués de San Román, refiriéndose al mismo Provisor que la ha esparcido; el Marqués se lo ha dicho a mi tío. Todo importa nada si V. E. me sostiene como ha hecho hasta aquí usando de sus bondades, pues indefectiblemente mañana se da el golpe.
Dios guarde a V.E. ms as pa amparo de su servidora Q. B. S. M.
Ma Ygnacia Rodrigz
Con esta breve petición la Güera pudo evitar lo que consideraba un asalto a su persona, pues el provisor desistió cuando le recordaron que había sido el virrey quien ordenó su depósito. E incluso se consultó al rey mismo sobre si la jurisdicción real o eclesiástica debía prevalecer en tales casos. La respuesta —que el juez eclesiástico tenía el derecho de decidir sobre los depósitos en pleitos matrimoniales— no llegó hasta agosto de 1803, cuando el litigio ya se había abandonado.21
Antes de que procediera el juicio el virrey hizo el clásico intento de conciliación, pero sus esfuerzos fueron en vano porque Villamil propuso condiciones demasiado severas para la reunión: que su esposa lo obedeciera en todo y desistiera de ver a sus padres, hermanas y demás personas “que han sido causa de estas desavenencias”. Por supuesto que la Güera las rechazó por inaceptables. Es más, uno de sus apoderados argumentó que estas condiciones “infames” comprobaban que Villamil “la ha tratado no como a compañera, sino como a sierva”.
Las dos partes presentaron testigos y, como había de esperarse, sus testimonios se contradecían. Los testigos de la Güera —nueve señores distinguidos, seis de ellos sacerdotes, dos militares, y el médico de la familia22— afirmaron que ella fue la víctima inocente de los celos, del mal genio y de la violencia del esposo. El cura párroco de Atitalaquia, el doctor don Alejandro García Jove, testificó que cuando la pareja viajó a la Hacienda de Bojay el año anterior, la madre de María Ignacia, “muy afligida por la