Silvia Marina Arrom

La Güera Rodríguez


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de haberla muchas veces bañado en su sangre”. Uno de sus confesores, el vicario Francisco Manuel Arévalo, también aseguró haberla visto “muchas veces […] bañada en sangre y acardenalado el rostro.” García Jove añadió que “más de una vez” había visto “a la afligida señora […] llorar su deplorable situación.” Y esta los había consultado sobre cómo sobrellevar su situación difícil.

      Ocho de estos señores declararon sobre “el buen porte, acrisolada conducta y cristiano proceder” de la joven esposa. Solamente uno, el cura Juan Francisco Domínguez, que había conocido a la pareja por muchos años, pensaba que ella podría haber dado algún motivo a las discordias porque trataba con demasiada familiaridad a personas extrañas y se vestía con “profanidad”. Pero él también aseguró que ella nunca había violado “el sagrado fuero de su tálamo” conyugal, y que siempre quiso dar satisfacción a su marido. De esto dio ejemplo García Jove, quien manifestó “que vino muy mala doña María Ignacia a su hacienda, sólo por complacer a su marido, con riesgo quizá de la vida, pues según después supe, caminó como diez y ocho leguas desangrándose.” Y cuando la mujer enferma decidió “irse a bañar a […] una vertiente de agua muy benéfica, distante poco más de una legua de su hacienda”, el marido no la quiso acompañar —señal de su total indiferencia—, de modo que una señora del pueblo cercano se compadeció y la acompañó para asistirla.

      Dichos testigos concordaron en que siempre fue Villamil quien iniciaba las riñas. El teniente coronel don Mariano Soto Carrillo, amigo cercano de ambos cónyuges, explicó que Villamil se dejó dominar por la pasión de los celos “pues luego que se vio al lado de una joven a quien la naturaleza adornó con muchas gracias, contó por enemigos a cuantos la veían”. Añadió que había “poca consonancia entre los pensamientos y las acciones de Villamil,” porque “le vi retirarse a Tacuba para que su mujer no tratase a nadie y a poco tiempo promover unos bailes a que convidó a las gentes principales de México”, y también solía “formar tertulias de tresillo en su casa, conducir a su mujer al frente de un ejercicio acantonado, y procurar siempre un modo de vestir poco análogo al deseo de no inspirar una pasión”. Después se ponía furioso por la atención que ella atraía y hasta llegó a decir “que temía porque su mujer era una prostituta”. De modo que “doña María Ignacia ha tenido que oponer la mayor resistencia para libertarse de una multitud de pretendientes que han venido a su presencia engañados por las falsas quejas de su marido”. De hecho, las pasiones del marido fueron tan “desordenadas” que, según ella le contó al párroco García Jove, si Villamil la veía rezar, le preguntaba: “¿Qué estarás haciendo? Pidiendo contra mí, ¿no?” Por lo tanto, cuando ella buscaba consolarse con la religión, solamente servía “para exacerbar su ánimo”. [Figura 6]

      A pesar de sus sufrimientos, la Güera no dejó al marido —aunque varios amigos le recomendaron que pidiera “el remedio” del divorcio—. Es más, el vicario Arévalo alabó su “genio dócil” y su “prudencia” porque siempre procuró evitar, y después callar, los malos tratos y falta de alimentos que padeció por “evitar pesadumbres a sus padres y deshonor a su marido”. Pero su paciencia se acabó cuando Villamil amenazó su vida: según expuso Soto Carrillo, “viendo que vive por solo la contingencia de que no dio fuego una pistola, teme y resiste su unión por conservar su vida”. Aun así, fue el marido, y no ella, quien inició la demanda, porque si bien ella había recurrido a varios sacerdotes conocidos y, en última instancia, a las autoridades civiles para que la protegieran, no estaba dispuesta a dar el paso vergonzoso de pedir el divorcio.

      Los testigos de Villamil pintaron otro cuadro, pero a pesar de ser cuatro sirvientes, un dependiente y un escribano del pueblo —“siendo los más […] de última esfera” y por lo tanto susceptibles a que los presionaran, según el abogado de la Güera— tampoco confirmaron el adulterio, solamente que la Güera era muy sociable y le gustaba divertirse. Ella continuaba asistiendo a fiestas y recibiendo visitas durante las ausencias de su marido. No solo convidaba a su hermanita, “la niña Vicentina”, sino que recibía visitas de los canónigos Beristáin y Cardeña, y del clérigo Ramírez; y Beristáin y Ramírez en alguna ocasión se quedaron a pasar la noche. También asistió a unos festines en la Casa de la Cabeza de Beristáin; en esa ocasión su cocinera guisó y envió la comida; y el miércoles de la pascua del Espíritu Santo se fue con el doctor Beristáin en su cupé a San Agustín de las Cuevas (contra las órdenes del marido, según este alegó posteriormente) y regresaron de madrugada. En una larga carta a su compadre, Beristáin confirmó estos hechos y explicó que eran de público conocimiento y solamente probaban su estrecha amistad con la familia. El teniente Juan de Roa, asistente de Villamil, declaró que había oído decir que doña María Ignacia “es amiga de bailes, diversiones a deshoras de la noche y que la vayan cortejando”. Pero a pesar de que vivía con la familia, él tampoco había visto ningún comportamiento ilícito. La cocinera, la viuda mestiza Juana Marcelina Campos, la consideraba “una mujer abandonada”, pero únicamente porque “no tiene cuidado de que sus criadas frecuenten los sacramentos”. Solamente la costurera, la doncella castiza María Marcelina Salinas, declaró que tenía muy buen concepto de su ama.

      A fin de cuentas, Villamil no pudo probar sus cargos. Aun sus propios parientes, amigos y colegas tomaron la partida de su esposa (y seguirían siendo amigos de ella por toda la vida, según documentos posteriores). Los largos autos del caso más bien sugieren que él inició el divorcio para vengarse de ella por haberle puesto una demanda criminal. El hecho de que entablara el pleito inmediatamente después de ser liberado del arresto domiciliario y de que en su primer escrito no diera los nombres de los supuestos amantes de la esposa es bastante sospechoso. Las condiciones que propuso para reunirse con la esposa también demuestran que su preocupación primordial era salvar su honor y reputación, porque (además de exigir su obediencia total) ofreció desistir en su demanda si los Rodríguez, los Uluapa y el conde de Contramina prometieran no hablar más del asunto y si las autoridades hicieran saber “en la orden de la Plaza” que “no ha estado, ni está infamado su honor por nada de lo que se ha vociferado”. Beye Cisneros tenía otra teoría: que Villamil había inventado sus cargos “para cubrir con el velo de los celos” las golpizas que le daba. De hecho, la preponderancia de evidencia apunta a la inocencia de la Güera e indica que ella era una esposa sufrida y maltratada y, en cambio, él —como lo describen algunos testigos— era un hombre “intrépido”, “vano”, y “violento” que se había hecho “odioso respecto de las gentes sensatas” de México.