José Manuel Ramírez Galván

V-2. La venganza de Hitler


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decano de los diarios europeos) y, más adelante, en La Vanguardia. Desde finales de los años cincuenta son varios cientos los artículos que firmó de tema naval (en los mencionados diarios y en otras publicaciones). También actuó como corresponsal naval de publicaciones europeas, tales como Almanacco Navale y otros de las mismas características. Para la Empresa Nacional Bazán de Construcciones Navales Militares, s. a., escribió La Construcción Naval Española, 1730-1980, El Arma Submarina Española y La Aeronáutica en la Armada, obra esta última que no pudo completar como consecuencia de su fallecimiento en febrero de 1985, y que en 1987 terminó su hijo. José Manuel Ramírez Galván aprendió ese «oficio» como consecuencia de ser hijo de un hombre muy apreciado en el ámbito del periodismo especializado y, como no podía ser de otra forma, a petición de Bazán escribió para ellos La Aeronáutica en la Armada. El Reto de los 90 que fue publicado a finales de 1988. A partir de entonces su interés se decantó hacia temas aéreos, creando para sí y en la medida de sus posibilidades un archivo-biblioteca de esta temática, y dentro de ella una importante sección dedicada a la conquista del Espacio.

      El volumen que ahora el lector tiene en sus manos es fruto de esos conocimientos. Es un libro que va dedicado a quienes se ocupan, como lectores interesados, por los hechos de la segunda guerra mundial.

      Hay que agradecer al autor y a su editor el interés por escribir y publicar esta obra, que como veremos abarca unos hechos bélicos y el principio de la astronáutica. Quienes acudimos a los anaqueles de las más importantes librerías españolas en busca de publicaciones referidas a la segunda guerra mundial, casi siempre encontramos lo que nos interesa, pero raramente de autores españoles. ¿Es, por el contrario, un problema de quienes nos dedicamos a escribir sobre esta temática? ¿Es, en cambio, un problema de los editores? Mi experiencia me hace decir que la solución está en manos de los editores que en muchas ocasiones prefieren comprar los derechos, traducir y editar obras inglesas, norteamericanas, etc. (no siempre de autores conocidos o de venta asegurada). No quiero perder la ocasión de invitar a los editores para que imiten a editorial Melusina y que lo que ha ocurrido en esta ocasión con José Manuel Ramírez Galván no sea una flor de primavera. Felicidades a ambos, y que cunda el ejemplo.

      pedro redón

      Periodista especializado en temas de Defensa

      El desarrollo de una idea

      Hace mil años nació un invento destinado a cambiar el mundo. Sin embargo, el mundo tuvo que esperar nueve siglos antes de darse cuenta de ello. Cuando los chinos apretujaron en un pequeño cilindro de papel una mezcla de salitre, azufre y carbón y le añadieron una mecha para prenderle fuego, lo hicieron con la intención de divertirse con el ruido y los colores de una brillante explosión. No podían imaginarse que un día algo parecido serviría para llevar al hombre al Espacio. Hasta ese momento, el hombre había soñado con volar hacia las estrellas de mil y una maneras diferentes, pero nunca a bordo de un cohete. Antes de que los chinos construyeran el primero de esos ingenios, se idearon medios de transporte a base de alas de cera o incluso de un carro tirado por San Juan el Evangelista en persona. Después de la aparición del cohete, a nadie se le ocurrió que podría usarse como medio para viajar por el Espacio, incluso con mejores resultados que los frascos llenos de rocío de Cyrano de Bergerac, o los gansos de Domingo González, el veloz mensajero español de la obra de Francis Goodwin. Es cierto que Cyrano de Bergerac los describe y usa en una de sus novelas, incluso su uso por etapas para alcanzar mayores velocidades y altitudes, pero una abeja no hace colmena y su idea pasó totalmente inadvertida.

      Siglo tras siglo, la humanidad y la ciencia maduraban y, por fin, alguien hizo abrir los ojos a los demás. Fue un maestro de una pequeña escuela de un pueblo cercano a Moscú, Konstantin Eduardovitch Tsiolkovsky, el que vio la luz. Y esa luz iluminó el camino a seguir por otras personas de todo el mundo. Tsiolkovsky fue el primero en sugerir que un cohete propulsado por combustible líquido, en lugar de la milenaria pólvora, podría dar la energía suficiente como para acelerar y alejarse de la Tierra. También habló de cohetes por etapas, de estaciones espaciales, de tripulantes haciendo reparaciones en órbita, de colaboración internacional y de muchas otras cosas. Pero se quedó en la teoría. Y para muchos una teoría poco creíble, además. ¿Cómo podía alguien sugerir que un cohete podía funcionar en el Espacio si allí no hay aire sobre el que desplazarse? Menuda tontería.

      Por suerte, alguien se encargaría de demostrarlo. Un contemporáneo suyo, pero del otro lado del océano, el norteamericano Robert Hutchings Goddard, fue el primero en demostrar que un cohete podía funcionar no sólo bien sino mucho mejor en el vacío del Espacio que en la atmósfera terrestre. Eso lo consiguió en 1912, simplemente midiendo el empuje de un cohete de combustible sólido en el interior de una cámara en la que se había hecho el vacío. Tras esta demostración, se dedicó a ponerlo en práctica y a ello consagró los años siguientes. El 16 de marzo de 1926, Goddard lanzó el primer cohete propulsado por combustible líquido de la historia. Voló sólo dos segundos y medio en los que alcanzó una altitud de doce metros, suficiente como para asegurarse un lugar destacado en los libros de historia. Ahora las cosas empezaban a ir más deprisa. En Europa, el rumano Hermann Oberth también teorizó sobre el Espacio y los cohetes, igual que Tsiolkovsky. Pero a diferencia del ruso que era autodidacta, con el mérito y las limitaciones que ello supone, Oberth era un más completo y mejor matemático. A pesar de ello, sus razonamientos y cálculos no bastaron para convencer a la gran mayoría de mentes científicas, pero sí que motivaron lo suficiente al número justo de mentes exploradoras y soñadoras que acabaron fundando la mejor asociación de aficionados a la naciente astronáutica que ha existido jamás. Y fueron estos hombres los que, unas pocas décadas después, lograron llevar al hombre a la Luna. No obstante, antes de que llegara ese momento tendrían que aprender muchas cosas y desarrollar no sólo nuevos motores y nuevos cohetes, sino también tomar decisiones duras y controvertidas, sufrir desilusiones y, lo peor de todo, combatir en la guerra más cruel, despiadada y sanguinaria que haya visto la humanidad. De ese camino hablaremos ahora, el que llevó a desarrollar el primer misil balístico de la historia y que, de manera casi paralela, llevó a cumplir el más ansiado sueño del hombre: volar a las estrellas.

      Robert Goddard, el hombre que lo hizo posible, fotografiado antes del histórico vuelo de su cohete, en marzo de 1926 (usaf).

      De los considerados casi unánimemente como «los padres de la astronáutica», Hermann Oberth fue el que más influyó en toda una generación de jóvenes ingenieros y soñadores que trabajaron mucho y duro para hacer realidad el sueño de viajar al Espacio. Oberth nació en la ciudad transilvana de Hermannstadt, entonces parte del Imperio austro-húngaro, el 26 de junio de 1894. De niño leía mucha ciencia-ficción pero sus estudios iniciales se encaminaron hacia la medicina, carrera que debió interrumpir al iniciarse la primera guerra mundial. Destinado como sanitario de la marina austríaca, se dio cuenta de que curar heridas no era lo que más le gustaba y en 1919, terminada la guerra, se dedicó a estudiar matemáticas, física, química y astronomía en varias universidades. Al cabo de tres años de hincar los codos presentó en la universidad de Heidelberg una tesis doctoral que resultó rechazada por inverosímil. Esa misma tesis se publicó al año siguiente convirtiéndose en el primer libro que trató de manera científica el tema de la propulsión de los cohetes y la navegación por el Espacio. En ese folleto, más que libro, titulado Die rakete zu den Planetenräumen (El cohete hacia los espacios interplanetarios), exponía con detalle su cohete «modell b», capaz de explorar la alta atmósfera y que, según afirmaba, con un motor de empuje suficiente podría dar vueltas a la Tierra. La mayoría de los pocos científicos que lo leyeron ridiculizaron el libro porque carecía de suficientes conocimientos técnicos. Precisamente ese punto, el que muchas partes del libro no fueran técnicas sino especulativas, fue lo que atrajo la atención de los «no científicos», captando la imaginación de muchos jóvenes y algunos no tan jóvenes. Entre 1924 y 1938, dio clases de matemáticas y física en el Instituto Alemán de la ciudad de Medias, aunque siempre usando como ejemplos y punto de partida de sus problemas en clase la navegación espacial. Durante esos años entró en contacto con los grandes nombres de la astronáutica y publicó su segunda gran obra, Wege zur Raumschiffhart (La ruta