Mary Robinette Kowal

El destino celeste


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benéficas, como había hecho mi madre. Todo ello sería importante, pero en una esfera muy pequeña y reducida. Las matemáticas, pilotar y el espacio serían puertas cerradas.

      —Rayos.

      Nathaniel resopló. Se inclinó hacia delante y me puso una mano en el brazo.

      —¿Serías feliz?

      Deseaba ambas cosas. ¿Por qué no podía tenerlas? Pero tenía razón. No quería renunciar a los vuelos espaciales. Sí, era una conductora de autobús glorificada, pero era un trabajo de una belleza que no existía en la Tierra. Lo de Marte seguía sin estar claro, pero…

      —No. —Busqué otra tarjeta perforada para no tener que mirarlo a la cara al admitir mi egoísmo—. Quiero tener hijos, pero la vida que deseo no sería justa para ellos. Si no es Marte, será otra cosa la que absorba mi atención y mi tiempo.

      Cogió aire como si quisiera decir algo, pero contuvo la respiración. No lo presioné para que me dijera lo que había decidido callarse y, en su lugar, me concentré en mi manualidad. Digo esto, pero mientras el pájaro tomaba forma bajo mis dedos, era evidente que yo respondía a su silencio, porque coloqué tarjetas perforadas para crear un huevo entre las garras del águila. No obstante, mientras el pájaro tomaba forma bajo mis dedos, fue como si respondiera a su silencio, porque coloqué las tarjetas para crear un huevo entre las garras del águila.

      La silla crujió cuando se dejó caer hacia atrás.

      —De acuerdo. Los niños quedan fuera de la ecuación. Eso simplifica las cosas. ¿Quieres ir?

      —No lo sé. —Tres años. Tres años separada de aquel hombre que me entendía tan bien que no me cuestionaba ni intentaba convencerme de que me equivocaba. A diferencia de en el espacio, aquí mis lágrimas caían, y el águila en mis manos se volvió borrosa.

      Nathaniel me la quitó con cariño y me abrazó. En retrospectiva, supongo que el águila había respondido a todas sus preguntas.

      Estaba volando, pero volvía la cabeza hacia un lado, como si mirase hacia atrás por encima del hombro. Tenía un huevo entre las garras. El simbolismo era un poco brusco, pero claro.

      Incluso después de hablar con Nathaniel, seguía inquieta y no tenía ni idea de qué respuesta darle a Clemons. Como mi marido todavía tenía trabajo, fingí estar bien y él me lo permitió, aunque que no se lo creyó. Salí al pasillo para volver al ala de astronautas y me detuve.

      No tenía nada que hacer porque Clemons me había despejado la agenda para que me pusiera al día con Marte. Asumió que diría «sí». Podría adoptar una postura benevolente y pensar que su objetivo era darme espacio para que tomase una decisión, pero no tenía sentido ignorar las experiencias anteriores.

      Acuné la nueva águila de tarjetas perforadas en una mano y me dirigí al ala de los astronautas para coger mi bolso. Si no tenía nada que hacer, sería mejor irme. Quizá pasaría por una librería, me iría a casa y hundiría los dedos de los pies en la nueva alfombra.

      De camino al despacho, me encontré con Jacira y Parker, que salían con Betty, quien había pasado de ser astronauta a relaciones públicas. A medida que el cuerpo de astronautas crecía, los trabajos se especializaron y Clemons reconoció que tenía más sentido usar a Betty como relaciones públicas que como piloto. Se la veía más feliz así y hacía entrevistas en la Tierra y en el espacio. Saludé a Parker con un gesto seco de la cabeza, pero él me sonrió. Nunca me había fiado de esa sonrisa.

      —York, vamos a la entrada a firmar algunos autógrafos. ¿Quieres venir?

      Sabía que odiaba firmar autógrafos. A Betty se le iluminó el rostro y se balanceó sobre los dedos de los pies. Detrás de ella, Jacira me dirigió una mirada y juntó las manos en gesto

      de súplica. Era difícil decirle que no cuando parecía un cachorrillo desesperado.

      —Claro. Dadme un minuto para ir a por el bolso. —Pasé por delante de ellos para entrar en mi pequeño despacho y lo cogí del escritorio. Con cuidado, metí el águila dentro para llevarla a casa.

      Cuando volví, Parker tenía las manos en las caderas y levantaba la barbilla.

      —No lo hiciste.

      —Mach quatro. Honesto. —Jacira levantó las manos—. Você pode verificar os logs do computador da minha trajetória, mas isso vai mudar a maneira como viajamos.

      Parker frunció el ceño y sus cejas se juntaron en una línea mientras articulaba una palabra. Después, asintió con decisión y dijo:

       —De que maneira?

      Levanté una ceja.

      —¿Ahora hablas portugués?

      —Lo intento. —Se encogió de hombros y giramos la esquina en dirección a la entrada del edificio—. Pensé que me sería útil con los miembros brasileños del equipo de Marte. Ahora en serio, ¿Mach cuatro?

      —Sí. —Jacira asintió.

      —¿Habláis del Tiberius-47? —Me colgué el bolso del codo y me sentí bastante celosa de que Jacira hubiera probado esa maravilla.

      —Es una belleza. —Hizo una pausa mientras Parker nos abría la puerta principal—. Estamos probando la eficacia de los arcos parabólicos para recorrer el planeta con un menor consumo de combustible.

      Parker nos siguió afuera y dejó que la pesada puerta de cristal y metal se cerrase a nuestras espaldas.

      —¿En qué clase de pista puedes aterrizar a esa velocidad?

      —Necesité toda la longitud de la… Mierda. —Jacira suspiró y negó con la cabeza—. La niña de la granja Williams ha vuelto.

      Tardé unos segundos en recordar qué era «la granja Williams». Un cohete había caído en la granja y matado a la mayoría de los habitantes. Jacira miraba a una niña con trenzas castañas, vestida con un mono andrajoso, que estaba entre un grupo de niños de aspecto similar.

      La había visto antes, pero de esa forma en que ves a la misma gente a diario sin fijarte demasiado. Incluso entonces, cuando Jacira la señaló, no destacaba entre la multitud. Al mirarla, nada en ella indicaba que hubiera vivido una tragedia. Pobre niña.

      Betty se giró y nos dirigió una sonrisa deslumbrante, como si no pasara nada.

      —Tendremos que tratarla con cuidado. Alguno de los periodistas de fuera la habrá traído como complemento para…

      Me separé del grupo y me acerqué a la verja. No soportaba oírla hablar así de una niña cuya familia había muerto, como si fuera una herramienta. Era una cría. «Tratarla con cuidado», y una porra. Crucé las puertas y me abrí paso entre la multitud de periodistas y su séquito. Todos me gritaban.

      —¡Doctora York! ¿Qué querían los asaltantes?

      —¡Elma! ¿Pasó miedo?

      —¿Los gérmenes espaciales son peligrosos?

      A aquellas alturas, tenía práctica en ignorar las preguntas, así que seguí adelante y dejé que se apartaran de mi camino. Me acerqué a la chica Williams. Ella levantó la cabecita para mirarme.

      Su voz se elevó con el tono agudo de los niños.

      —¿Todavía va a ir a Marte?

      Asentí con la cabeza, aunque nunca había formado parte de la misión.

      —Quizá tú también vayas algún día. ¿Cómo te llamas?

      —Dorothy. —Jugueteó con una de sus trenzas. Mientras tanto, a nuestro alrededor, los cámaras nos fotografiaban. Alguien nos grababa, pero por mí podían irse al cuerno; me daban igual. Dorothy ladeó la cabeza, como si lo considerase.

      —¿Tendrá hijos en Marte?

      La franqueza de los niños. Se me encogió el pecho, como si sus palabras me hubieran