en peligro, a menos que nos hayamos establecido en otros planetas. El programa espacial es para la gente de la Tierra.
—Por favor. Esto ya lo hemos visto antes. El espacio será para las élites, mientras que los demás nos quedaremos atrás.
Negué con la cabeza.
—No. No será así.
—Mira a tu alrededor.
Lo hice y giré la cabeza con mucho cuidado para no agravar las náuseas. Los captores se habían dispersado. Dos de ellos se encontraban en la parte de atrás de la cabina, tres estaban en la puerta y mi admirador se había quedado a mi lado. Los pasajeros tenían un color gris verdoso, aunque no sabría decir si se debía a la gravedad o a la situación. A ambas, probablemente. Helen tenía las manos dobladas sobre el regazo y la misma expresión seria que cuando jugaba al ajedrez o hacía cálculos. Leonard escondía las manos en las axilas y se mordía el labio inferior mientras nos miraba. A Ruby Donaldson le temblaba la rodilla derecha y Vanderbilt DeBeer se mordía la cutícula del pulgar.
—Vale. Todo el mundo tiene muy mala pinta.
—Vuelve a mirar. ¿Cuántos se parecen a mí?
Observé a Leonard, al otro lado del pasillo, y él me dedicó una mueca. De verdad, algún día me daré cuenta antes de esas cosas. En un cohete lleno de astronautas, había un hombre negro, una mujer taiwanesa y treinta personas blancas. O veintinueve blancas y una judía, según cómo se me contase.
—No puedo decir que te equivocas…
—Pero vas a intentarlo de todas formas. —Agitó el arma en la mano.
—Son las primeras etapas del programa. —La gente tenía una idea glamurosa del programa espacial por culpa de series como Buck Rogers en el siglo xxv, que no se parecían en nada a la realidad—. Vivo en la Luna seis meses al año. No tenemos agua corriente. Duermo en un saco de dormir. No hay alcohol. —Al menos, nada digerible—. Toda la comida está enlatada y un error podría matar a la colonia entera. Ahora mismo, se necesita una combinación muy específica de habilidades para ir al espacio. Estoy bastante segura de que todas las personas que están aquí tienen un máster o un doctorado.
Mi admirador se inclinó y entrecerró los ojos detrás de la máscara de gas.
—Y asumes que los negros no los tienen.
Al otro lado del pasillo, Leonard se aclaró la garganta.
—Está claro que algunos sí. —Se calló cuando mi admirador se volvió a mirarlo.
Sacudió la cabeza y gruñó.
—A ver qué tienes que decir, tío Tom.
Leonard puso los ojos en blanco.
—Los tipos de títulos que buscan requieren algo más que trabajo duro. Se necesita dinero y conexiones. Todo esto me parece una soberana estupidez, pero estoy de acuerdo con el motivo por el que lo hacéis.
Las naves espaciales tienen una característica esencial: son herméticas. Incluso con la escotilla abierta al aire húmedo de la Tierra, apenas había corriente. Era agosto y estábamos en el sur. ¿Recuerdas que la gente había vomitado por todas partes a causa del descenso?
Después de cuatro horas de espera, el calor y el olor empeoraron. En circunstancias normales, a estas alturas ya estaríamos flotando en camas de agua en el centro de aclimatación de la CAI. En vez de eso, debíamos permanecer sentados en posición vertical mientras sufríamos la gravedad de la Tierra en una habitación sofocante impregnada del hedor de los desechos humanos.
Helen se inclinó hacia delante y me puso la mano en la pierna; luego me dio golpecitos con el dedo índice. Era una mujer brillante. Código morse. Apoyé la mano en la suya como si nos consoláramos la una a la otra y le di un golpecito afirmativo.
Con una cadena de golpes largos y cortos, deletreó: «Usa el miedo a los gérmenes».
Le di unos golpecitos en el dorso de su mano para preguntar: «¿Cómo?».
«Me hago la muerta. —Hizo una pausa y me miró de reojo—. Tú habla».
Por raro que parezca, sabía que se le daba muy bien hacerse la muerta. En la formación para ser astronautas hay una cosa llamada «simulador de muerte» donde representamos lo que sucede cuando un astronauta muere. Por lo general, el astronauta que saca la tarjeta de «muerto» se sienta a un lado durante el resto de la simulación, pero Helen había representado la escena de su muerte, adornada con unos estertores alarmantes, y luego se había quedado tirada en una postura de lo más espeluznante.
No me cabía duda de que funcionaría, pero era imposible que el presidente viniera, y no había forma de saber cuál sería la reacción de aquellos hombres si no lo hacía. Me enderecé para buscar a mi admirador. Se llamaba Roy, de lo que me había enterado porque el de Brooklyn le había preguntado dónde estaba el baño.
Probablemente Roy fuera la única persona que se encontraba cómoda en la nave gracias a la máscara de gas. Levanté la mano para llamar su atención y, gracias al cielo, se acercó.
—He pensado en vuestras exigencias y quisiera sugerir algo.
—Me muero por oírlo.
En uno de los actos más heroicos que he visto jamás, Helen se inclinó hacia delante, sacudió la cabeza con violencia y vomitó sobre los zapatos de Roy. Reprodujo todos los movimientos que solemos evitar al volver a la Tierra para no vomitar en una rápida secuencia con una precisión brillante.
Roy retrocedió a trompicones y chocó con el asiento de Leonard. Incluso detrás de la máscara de gas, torció el gesto con repulsión.
Los demás captores se pusieron en alerta al instante y levantaron las armas para apuntarnos mientras trataban de identificar el problema. Helen levantó una mano temblorosa y gimió.
—Gérmenes espaciales —dijo entre toses.
Después, se desplomó sobre mi regazo. Aunque sabía lo que iba a hacer, retrocedí con auténtica sorpresa. Le puse la mano en la garganta para comprobarle el pulso, que latía firme y acelerado. Miré a Roy e hice lo posible porque me creyera.
—Está bastante mal.
Detrás de Roy, Leonard se inclinó hacia delante en el asiento.
—¿Creéis que alguien os va a escuchar si dejáis morir a una nave llena de astronautas? ¿Creéis que el doctor King apoyará vuestra causa?
Sin apartar la mano del cuello de Helen, supliqué:
—Por favor. Como muestra de buena fe, dejad que las personas más enfermas salgan del cohete.
—¿Quieres que renunciemos a lo único que tenemos para negociar?
—Un acto de compasión, como dejar que quienes no se encuentran bien reciban la atención médica que necesitan, ayudaría a que os escuchasen. —No parecía dispuesto a ceder. Ni siquiera un poco—. Yo me quedaré como intermediaria.
Entonces, Dawn Sabados, de comunicaciones, vomitó y uno de los hombres de piel clara que llevaba bandana perdió la compostura. Sacudió la cabeza y miró a Roy.
—Venga. Antes de que nos contagiemos todos.
A salvo tras la máscara de gas, Roy se volvió para mirar a sus compañeros. El de Brooklyn se pinzaba la nariz con una mano, incluso por encima del pasamontañas. La apartó lo necesario para hablar:
—Hazlo.
—De acuerdo. —Me agarró por los brazos—. Tendrás que explicarles lo que pasa.
Me quité a Helen del regazo. Se quedó igual de «muerta» que en el simulacro y dejó caer un brazo al suelo. Roy me ayudó a incorporarme. La habitación empezó a balancearse y a volverse gris a mi alrededor. Me agarré a algo, creo que al respaldo del asiento, hasta que me sentí lo bastante firme como para arrastrarme por el pasillo.
Antes