no hubiera aprovechado la oportunidad de probar el vino de la región cuando transportaba aviones durante la guerra lo había horrorizado.
Mi decisión de no moverme probó ser la correcta cuando la escotilla se abrió con un silbido por el cambio de presión. El rugido distante de los aviones de seguimiento T-38 retumbó dentro de la cabina. La luz del sol y el aire fresco entraron, acompañados del olor a caucho quemado, a tierra fresca y, casi imperceptible entre lo demás, a hierba recién cortada. Cerré los ojos porque me negaba a llorar por un poco de césped.
—¡Que nadie se mueva! —El seguro de un arma chasqueó, metal contra metal.
Mis ojos se abrieron por voluntad propia. Por la escotilla entraron seis hombres vestidos con ropas de camuflaje de cazador que nos apuntaban con rifles. Eran una mezcla de blancos, negros y otros tonos intermedios y llevaban diferentes tipos de máscaras para cubrirse las caras. Uno llevaba un pasamontañas que ocultaba todos sus rasgos excepto que era negro. Otro, que tenía la piel enrojecida por el sol, se cubría el rostro con un pañuelo, como un bandido de cómic. Un tercero llevaba una máscara de gas y los demás se escondían tras mascarillas de construcción.
¿Cómo habían burlado la seguridad de la CAI? Un segundo. Los aviones de seguimiento seguían dando vueltas. No sabía dónde había tenido que aterrizar el capitán, pero sospechaba que no estábamos en Kansas. No había rutinas ni protocolos para aquello.
A mi lado, Helen gruñó.
—¡Oye, tú, cállate! —Un hombre con pasamontañas, armado y con un acento muy marcado de Brooklyn atravesó el pasillo a zancadas para apuntar a Helen, que levantó la cabeza como un resorte y vomitó. Como la profesional que era, se las apañó para girarse y no mancharme, aunque la bilis le salpicó el muslo. Provocó una ola de arcadas por toda la cabina.
Tragué saliva con la mandíbula en tensión. ¿Quién me iba a decir que los años de lidiar con vómitos provocados por la ansiedad me serían de utilidad algún día? Aun así, tuve que esforzarme por mantener a raya el estrés y el peso de la gravedad mientras el hombre de Brooklyn cambiaba de objetivo con cada nuevo sonido. Detrás de la máscara, entrecerraba los ojos marrones con rabia.
—¿Están enfermos?
Detrás de mí, alguien más vomitó. Otro de los hombres dijo:
—¡No os quitéis las máscaras! No querréis pillarlo.
—Gérmenes espaciales.
Reírse no era la opción más inteligente, pero, sin quererlo, se me escapó un sonoro «¡ja!». Rebotó por la cabina y atrajo todas las miradas. Lo siento, pero ¿gérmenes espaciales? Parecía algo sacado de una radionovela.
—¿Te hace gracia? —El hombre de Brooklyn se acercó a mí y me puso la pistola en la sien. El frío metal se hundió en mi piel hasta presionar el hueso—. ¿Envenenar la Tierra te parece divertido?
—Por favor, no. No hagáis esto. —Leonard se inclinó hacia delante, lo que tensó las correas—. Sabéis lo que dirán. No…
—Cierra la boca. —El de Brooklyn apuntó a Leonard—. No me apetece escuchar al tío Tom. Tú eres parte del problema y hemos venido a ponerle fin.
—¡Oye! —El hombre de la máscara de gas avanzó con paso militar y el arma inclinada. Su voz resonaba como la de un sargento de instrucción a pesar de estar amortiguada detrás de un filtro—. Me da igual si están enfermos, se nos acaba el tiempo. No tendremos otra oportunidad como esta. ¡Joder! Eres la mujer astronauta.
Me había encontrado con admiradores muchas veces, pero no esperaba que me pasara a punta de pistola. No obstante, me daba una ligera idea de qué hacer a continuación.
Sabía cómo hablar con admiradores. A pesar de tener un arma en la sien, le sonreí. Tras las lentes de la máscara de gas, tenía los ojos de un color avellana fangoso, con una mota oscura en uno de ellos.
—Debe de gustarte Mr. Wizard.
—A mi hija le encanta. —Se le suavizó la mirada un instante, pero sacudió la cabeza y cuadró los hombros—. Eso no importa. Aunque… —Llamó la atención del hombre de Brooklyn con unos golpecitos en el brazo—. Ella nos servirá. Le prestarán atención.
—¿No queríamos a los pilotos?
—Pero no podemos llegar hasta ellos, ¿verdad? La puta escotilla está sellada. Ella es una celebridad. Un tesoro nacional. Nos harán…
Se oyeron sirenas en la distancia que se acercaban cada vez más. El de Brooklyn se puso rígido y se volvió hacia la entrada.
—Mierda. Han llegado muy rápido.
—¿Qué esperabas, idiota? —Mi admirador extendió la mano y me agarró del brazo para sacarme del asiento sin desatar antes las correas de los hombros.
—¿Me permites? —Levanté las manos con cuidado para que pudiera verlas—. Hay muchas hebillas.
Gruñó y retrocedió para dejarme espacio. Me peleé con las correas de los hombros con dedos torpes. La gravedad de la Tierra tiraba de mí y hasta las correas daban la sensación de pesar mil kilos. Daba igual el tiempo que pasara en el gimnasio de la Luna, la primera semana en la Tierra siempre era un infierno. Mientras tanto, las sirenas se acercaban.
Desde su asiento, Leonard habló:
—No uséis a una mujer blanca como rehén. Por favor, sabéis lo que pasará.
Mi admirador dudó un segundo, pero al final negó con la cabeza.
—Si usamos a un negrata, les dará igual. Pero ¿la mujer astronauta? Así nos harán caso.
Cuando me liberé de la segunda correa, mi admirador me agarró otra vez del brazo y me obligó a levantarme. Apoyé todo el peso en él y así el asiento que tenía delante mientras mi cerebro trataba de averiguar qué hacer con todo el peso extra. Me esforcé por mantenerme en pie mientras la cabina daba vueltas a mi alrededor. Vomitar me parecía un buen plan.
—Está… —A Helen se le trabó la voz detrás de mí, pero lo volvió a intentar—. Estará mareada. Caminad despacio si no quieres que te vomite encima.
Tenía el estómago vacío porque evitaba comer antes de los viajes. Aun así, me quedé quieta para intentar orientarme.
—¿Qué queréis que haga?
—Te pondrás en la puerta y les transmitirás nuestras exigencias. —El de Brooklyn me empujó por el pasillo y me tambaleé mientras mis pies se arrastraban por la gravedad.
Mi admirador me agarró antes de que me cayera.
—Haz lo que digamos y nadie saldrá herido.
—Sí, claro. —Empezaba a respirar con dificultad, no sé si por el esfuerzo o por el miedo. Quizá un poco por ambos. Me apoyé en mi admirador para avanzar hasta la escotilla del cohete.
Los demás pasajeros ya se habían despertado. Antes conocía a todos los miembros del cuerpo de astronautas, pero ahora reconocía a la mitad, y algunos solo me resultaban vagamente familiares. Al menos sabía que Helen, Leonard y Malouf saldrían del apuro. Junto a la puerta, Cecil Marlowe, del departamento de ingeniería, se peleaba con las correas como si tuviera intención de levantarse. Ruby Donaldson parecía una niña con sus coletas rubias, pero había sido médico en el frente durante la guerra.
¿Qué estarían haciendo los pilotos en la cabina delantera? Suponía que estaban conscientes y al tanto de lo que pasaba o, al menos, de que alguien que no pertenecía al equipo de rescate había subido a bordo. Había un intercomunicador en la parte trasera, pero no había cámaras. Si estuviera en su lugar, escucharía para tratar de obtener más información. También informaría al Control de Misión.
Me aclaré la garganta.
—Y vosotros seis, ¿qué queréis que diga?
El de Brooklyn me detuvo al final del pasillo.
—Diles