Mary Robinette Kowal

El destino celeste


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pensado que Nathaniel y yo estaríamos entre los primeros colonos de la Luna, pero, después de establecer la base Artemisa, la agencia se había centrado en la colonización de Marte, y él había tenido que quedarse en la Tierra para dirigir la planificación.

      Marte era el protagonista de todas las conversaciones en la CAI. Las calculadoras mientras trabajaban en sus ecuaciones, las chicas que transcribían las líneas de código interminables en las tarjetas perforadas, las señoras de la cafetería que servían puré de patatas y guisantes verdes, Nathaniel con sus cálculos; todo el mundo hablaba de Marte.

      En la Luna pasaba lo mismo. Al otro lado de Midtown habían erigido en una especie de podio una pantalla de televisión gigante de cuarenta y ocho pulgadas que habían sacado del centro de lanzamiento. Daba la sensación de que la mitad de la colonia estaba allí, apiñada alrededor del aparato.

      Los Hilliard se habían traído una manta y lo que parecía un pícnic. No eran los únicos que trataban de convertir aquello en una velada social. Los Chan, los Bhatrami y los Ramírez también se habían acomodado en el suelo cerca del podio. Todavía no había niños, pero, por lo demás, casi parecía una ciudad de verdad.

      Myrtle también había extendido una manta y le hizo señas a Eugene. Él sonrió y le devolvió el saludo.

      —Ahí está. ¿Os unís a nosotros, señoras? Hay sitio de sobra.

      —¡Gracias! Será un placer.

      Lo seguí hasta la manta, que parecía compuesta de uniformes viejos, y me senté junto a Eugene y Myrtle. Se había cortado el pelo de su moño habitual en un estilo más adecuado para la Luna, sobre todo porque la laca en espray no era un producto que abundase en el espacio. Eugene y ella se habían ofrecido como voluntarios para formar parte de los residentes permanentes. Los echaba mucho de menos cuando volvía a la Tierra.

      —¡Eh! —gritó alguien para hacerse oír por encima de los murmullos—. Ya empieza.

      Me puse de rodillas para mirar por encima de las cabezas de la gente que teníamos delante. La imagen granulada en blanco y negro mostraba una emisión del Control de Misión en Kansas, aunque llegaba con un retraso de 1,3 segundos. Estudié la pantalla en busca de Nathaniel. Me encantaba mi trabajo, pero pasar meses separada de mi marido era duro. A veces, dejarlo y volver a ser calculadora me parecía una idea de lo más atractiva.

      En la retransmisión, Basira trabajaba en las ecuaciones mientras el teletipo escupía una página tras otra. Trazó una gruesa línea debajo de un número y levantó la cabeza.

      —La huella doppler indica que la separación en dos etapas se ha completado.

      Se me aceleró el corazón; eso significaba que la sonda estaba a punto de entrar en la atmósfera marciana. O que ya había entrado. Era curioso, todos los números que recibía de Marte eran de hacía veinte minutos. La misión ya había triunfado o había fracasado.

      Veinte minutos. Miré el reloj. ¿Cuánto tiempo me quedaba antes de ir al hangar? La voz de Nathaniel salió del televisor y contuve la respiración con anhelo.

      —Entrada en la atmósfera en tres, dos, uno… Velocidad de 117 000 kilómetros. La distancia hasta el punto de amartizaje es de 703 kilómetros. Se espera que el paracaídas se despliegue en cinco segundos. Cuatro, tres, dos, uno, cero. Esperando confirmación.

      Toda la cúpula contuvo la respiración y solo se oía el zumbido bajo y constante de los ventiladores que removían el aire. Me incliné hacia la pantalla, como si así fuera a distinguir los números que salían del teletipo o a ayudar a Basira con los cálculos. Aunque, para ser sincera, llevaba cuatro años fuera del departamento de informática y sin hacer nada más complicado que mecánica orbital básica.

      —Paracaídas confirmado. Lo hemos detectado.

      Alguien gritó con alegría en la cúpula. Todavía no habíamos amartizado, pero quedaba muy poco. Me aferré con los dedos a una esquina de la colcha, como si pudiera guiar la sonda desde allí.

      —A la espera de confirmación de la nave de que se ha producido la ignición del cohete de frenado.

      De nuevo, Nathaniel hablaba de un suceso que había ocurrido veinte minutos atrás y yo lo escuchaba con 1,3 segundos de retraso. Los caprichos de la vida en el espacio.

      —En este momento, ya debería haber tocado tierra.

      Dios, por favor, que tenga razón. Si la sonda no consigue amartizar, la misión a Marte se interrumpiría de inmediato. Miré el reloj. Ya debería haber anunciado la confirmación del amartizaje, pero los segundos seguían pasando.

      —Un momento. Estamos esperando la confirmación de la Red de Espacio Profundo y de la estación repetidora de Lunetta.

      Nathaniel ya no salía en pantalla, pero me lo imaginaba de pie frente a su mesa, apretando el lápiz con tanta fuerza que estaría a punto de partirse en dos.

      Se oyó un pitido.

      A mi lado, Nicole jadeó.

      —¿Qué es eso?

      El pitido se repitió y Control de Misión estalló en vítores. La voz de Nathaniel se alzó para hacerse oír por encima del estruendo.

      —Damas y caballeros, lo que oyen es la señal de confirmación de la sonda de Marte. Esta es la primera transmisión desde otro planeta. Confirmado. La sonda Friendship ha amartizado, lo que allana el camino para una misión tripulada.

      Me puse en pie de un salto, todos lo hicimos, y me olvidé de la gravedad. Celebré el triunfo de la sonda y del equipo que había planeado la misión mientras reía y flotaba con torpeza por el aire.

      —Llegas tarde.

      Grissom me fulminó con la mirada cuando entré en la sala de pilotos del puerto. Tenía la maleta de viaje apoyada en el banco y bebía un café envasado.

      Miré el reloj de la pared.

      —Por treinta segundos.

      —Sigue siendo tarde.

      Tenía razón, pero no había nadie más para darse cuenta de ello y quedaban dos horas para el lanzamiento.

      —Y tú sigues siendo feo.

      —Ja. Supuse que estabas viendo el amartizaje.

      Me pasó los planes de vuelo para que los revisáramos mientras caminábamos hacia la nave. Grissom se quejaba mucho, pero era igual de adicto al espacio que yo.

      Asentí y hojeé las páginas de tiempos y tasas de combustión, inclinación y velocidad. Habíamos pasado tres días preparando el trayecto a Lunetta durante los cuales no habíamos tenido mucho más que hacer que vigilar los indicadores. Por Dios, si incluso el aumento lento de presión de la psi de la base lunar a la psi estándar de Lunetta estaba automatizado.

      —Todavía no hay nada que ver, pero quería… no lo sé. Quería estar allí.

      Grimssom gruñó.

      —Ya. Yo hice lo mismo en el alunizaje.

      El silencio se instaló entre los dos durante unos segundos con el recordatorio de que yo había participado en esa misión hacía tres años. Me había convertido en una especie de celebridad, lo cual era parte del motivo por el que disfrutaba de la vida en la Luna un poquito más que de la vida en la Tierra. No tenía que lidiar con admiradores. Al menos, por lo general.

      —¿Lo has visto? El amartizaje, digo.

      —No. Lo he escuchado en la radio. —Se encogió de hombros cuando llegamos al pasillo que conducía a la nave—. He pasado un rato con mi chica antes de salir. Me mandan al puerto espacial de Brasil durante un mes para entrenar en la nueva nave.

      —¿La de clase Polaris? —Silbé cuando asintió—. Envidia confirmada.

      Resopló.

      —Me costará una semana mantenerme en pie, con todo