de la cabina del piloto para el recorrido en tierra y comprobé que el indicador de presión delta estuviera a 4,9 antes de abrir. Siempre existía la posibilidad de que no hubiera ninguna nave al otro lado, aunque estuviéramos en el puerto correcto—. Un aterrizaje vertical facilitará mucho las cosas al volver a casa.
—No será tan suave como en la Luna. —Se encogió de hombros—. A mí me gusta el planeador, la verdad. Hay más visibilidad en la aproximación, pero en Brasil no se depende tanto del clima y los huracanes empeoran cada vez más. Por otro lado, no me importa pasar unos días de más en órbita hasta encontrar un hueco.
—Ya, pero eso es porque le tienes pánico a la aclimatación a la gravedad. —Me agaché para entrar en el reducido compartimento para pilotos. La débil gravedad artificial de la sección rotativa de Lunetta era un tercio de la de la Tierra, igual que la de Marte, y servía de transición para la gente que volvía de la Luna—. Espero que haga buen tiempo cuando aterricemos. Qué ganas tengo de llegar a casa.
—Pues no haber llegado tarde.
Le saqué la lengua entre risas y nos centramos en la comprobación previa al vuelo. Una de las ventajas de despegar desde la Luna es que hay muchas menos variables que en la Tierra. Dada la falta de atmósfera, no había que lidiar con el clima ni con el viento ni con nada más que no fuera un poco de gravedad.
El compartimento de pasajeros detrás de nosotros tenía espacio para veinte personas. En la mayoría de los trayectos iba lleno de especialistas que volvían a la Tierra después de finalizar el proyecto por el que habían venido en primer lugar. La bodega de carga también solía ir llena de equipaje, de experimentos científicos y de algunos artículos de exportación. Por ejemplo, una de las geólogas tallaba roca lunar y sus esculturas se vendían por cantidades asombrosas en la Tierra. Las «colchas lunares» de Myrtle, hechas de tela reciclada, también se vendían lo bastante bien como para financiar la universidad de sus tres hijos. El éxito de las artes en el espacio era sorprendente. Incluso yo me había animado a hacer una especie de esculturas de papel fabricadas con tarjetas perforadas antiguas, pero no me había atrevido todavía a ponerlas a la venta.
Hasta las personas de la Tierra a las que no les gustaba el programa espacial se emocionaban por todo lo que llegara de la Luna. Después de romantizar un lugar durante milenios en los mitos y las leyendas, costaba un poco que esa fascinación desapareciera.
Grissom y yo habíamos volado juntos lo suficiente como para que la comprobación previa fuera algo rutinario. No es que nos saltásemos ningún paso. Por muy rutinario que fuese y a pesar de la ausencia de condiciones climáticas, nos sentábamos en lo que era, básicamente, una bomba.
Es curioso cómo llegas a acostumbrarte a cualquier cosa. Dos horas después, terminamos con la lista de verificación y todos los pasajeros ya estaban amarrados a sus asientos. Grissom me miró y asintió.
—Pongámonos en marcha.
Los motores despertaron con un susurro casi imperceptible en el silencio de la superficie sin aire de la Luna. Despegamos y, al acelerar, sentí el peso de nuevo, como si la Luna tirase de mí para retenerme. A nuestros pies, cráteres grises y marrones se desprendían, arrastrados por las llamas del cohete.
Decía que, al final, te acostumbras a cualquier cosa. Quizá era mentira.
Cuando llegamos a la órbita baja de la Tierra y nos acoplamos a la estación orbital, era una astronauta piloto; aunque fuera sentada en el asiento del copiloto y me encargase sobre todo de los cálculos de navegación, era una parte fundamental del proceso. Grissom y yo entregamos la nave a los nuevos pilotos que iban a reemplazarnos y empezarían una estancia de tres meses en la Luna, y entraron en la cabina.
Al salir de Lunetta, solo era una pasajera terrestre más que salía de la órbita. Hasta el momento, la Coalición Aeroespacial Internacional no había contratado a ninguna mujer como piloto para los grandes cohetes orbitales. No existía una política oficial que nos prohibiera pilotarlos, pero, cuando preguntaba, siempre recibía como respuesta que querían aprovechar mi experiencia «donde era más valiosa». Dado que las mujeres habían entrado en el cuerpo de astronautas gracias a nuestras habilidades como calculadoras, era complicado conseguir que nos dejasen ocupar otros puestos.
Entré flotando en el compartimento de los pasajeros junto con el resto de los habitantes de la Tierra. Aunque Lunetta tenía gravedad artificial en el anillo exterior giratorio, el centro permanecía estático para facilitar el acoplamiento. Facilitaba y dificultaba al mismo tiempo manejar el equipaje. No pesaba nada, pero se alejaba flotando si no se ataba bien. Guardé la bolsa en el pequeño compartimento debajo del asiento y ajusté las correas de sujeción antes de cerrar la puertecilla.
—¡Elma! —Por el pasillo se acercaba Helen Carmouche, antes Liu. Llevaba el pelo oscuro recogido en una cola de caballo y las puntas flotaban sobre su cabeza.
—No sabía que estarías en este cohete. —Con una sonrisa, me impulsé para abrazarla y casi me pasé de la raya. Me había acostumbrado a contar al menos con la microgravedad de la Luna; por suerte, Helen enganchó un pie en un riel como una profesional de la gravedad cero y me atrapó.
¿Recuerdas lo que dije de que al final te acostumbras a cualquier cosa? Aquella situación no me resultó diferente a haberla encontrado en un tranvía o un tren.
—Tengo que volver para realizar una formación en la Tierra. —Miró el asiento a mi lado—. ¿Puedo?
—¡Por supuesto! —Me elevé para dejarla pasar por debajo de mí—. ¿Qué tal está Reynard?
Se rio mientras guardaba el bolso en el compartimento del equipaje.
—Dice que ha repintado la sala de estar. Me da miedo ver qué ha hecho.
Me acerqué más al «techo» para dejar pasar a los demás pasajeros.
—¿Por la elección del color o por la falta de habilidad?
—Dos palabras: rojo marciano. ¿Cómo va a saberlo?
—Sacudió la cabeza y se colocó las correas con facilidad—. Todavía no hay fotos de la superficie.
—Podría ser peor. Gris regolito, por ejemplo.
—Algo neutro sería mejor. —Cerró la escotilla del compartimento del equipaje con un clic—. ¿Qué tal Nathaniel?
Suspiré sin querer. Se me escapó.
—¿Bien?
Se tensó y se agarró al asiento.
—Eso no suena bien.
—No, de verdad, está bien. Todo va bien. —Me impulsé hasta el asiento y empecé a abrocharme. Mientras ponía las correas de los hombros en su sitio, sentía los ojos de Helen clavados en mí—. Es duro pasar tanto tiempo separados. Ya sabes cómo es.
Se sentó a mi lado y me dio una palmadita en la mano.
—Al menos, nosotras volvemos a casa.
—Perdona, no debería quejarme por una separación de tres meses. —Helen estaba en el equipo de la misión a Marte, así que había pasado catorce meses de formación y, cuando la expedición partiera el próximo año, Reynard y ella estarían separados otros tres años—. No sé cómo lo haces.
—Creo que sería más duro si llevásemos más tiempo casados. —Me guiñó el ojo—. Así, alargamos la etapa de luna de miel. Ya me entiendes. Cuando vuelvo a casa…
—¿Lanzáis cohetes?
—Desplegamos todos los propulsores.
Los altavoces crujieron sobre nuestras cabezas.
—Damas y caballeros, les habla el capitán Cleary. Saldremos de la estación en unos instantes y deberíamos estar de vuelta en la Tierra en la base de Kansas en una hora.
Rutina. Había hecho el viaje entre la Tierra y la Luna una docena de veces. Con cada vuelo, el procedimiento se perfeccionaba un poco más. Se volvía