Mary Robinette Kowal

El destino celeste


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de la estación. Al otro lado de la diminuta escotilla, la condensación congelada en la superficie de la nave espacial parecía un grupo de luciérnagas que revoloteaban al surgir de entre las sombras de la estación y entrar al abrigo de la luz del sol. La escarcha se arremolinó a nuestro alrededor y brilló sobre la tinta del espacio.

      No dejo de repetir que solo es rutina, pero es mágico. A nuestro alrededor, el imponente arco de la estación giraba en círculos vertiginosos. Si no hubiera estado amarrada, me habría inclinado hacia delante y presionado la cara contra la ventana.

      —¡Allí! —Helen señaló algo que quedaba justo fuera de nuestra vista ante nosotras—. La flota de Marte.

      La nave vibró y comenzó una rotación lenta hasta llegar a la posición para abandonar la órbita. Mientras tanto, la flota de tres naves diseñada para la primera expedición a Marte entró en nuestro campo de visión. Recortadas en el cielo de tinta negra, las dos naves de pasajeros y la nave de suministros destacaban como cilindros irregulares; las naves de pasajeros, largas y delgadas, estaban ceñidas con un anillo centrífugo, como la estación espacial. Alguien había comparado el anillo con un juguete para adultos, lo que me había demostrado dos cosas: la primera, que era más puritana de lo que pensaba y, la segunda, cómo sería ese artículo en particular y cómo funcionaba. Todavía no le había preguntado a Nathaniel al respecto, porque no estaba segura de si quería saber si él lo conocía.

      En cualquier caso, si carecías de experiencia en esos asuntos, las naves eran una visión inocente y hermosa.

      —A veces os tengo mucha envidia.

      —Qué va. —Helen se encogió de hombros—. Me pasaré toda la expedición haciendo cálculos.

      —¿Por qué crees que siento envidia? —Puse los ojos en blanco—. Yo no soy más que una conductora de autobús.

      —En la Luna.

      —Cierto. Y me encanta, pero no supone ningún desafío. —Podría haber entrado en la misión de Marte si hubiera querido, pero Nathaniel y yo habíamos empezado a hablar de niños—. He pensado en retirarme como piloto y, quizá, volver a trabajar como calculadora.

      Helen es la reina de los bufidos sarcásticos.

      —¿Y volver a pilotar el Cessna?

      —O preparar a los nuevos astronautas. Es que… —Me aburro—. Quiero centrarme en mi matrimonio.

      Helen me dedicó otro de sus bufidos patentados. Era, sin duda, una maestra de los ruiditos de incredulidad. Me salvé de verme aplastada por todo el peso de su desprecio cuando el capitán encendió los propulsores para salir de la órbita y el cohete tembló.

      Alguien gimió detrás de nosotras. Helen miró por encima del hombro y se inclinó hacia mí.

      —Verás cuando aterricemos.

      —Será su primer viaje de vuelta. —No miré atrás. La abuela siempre solía decir que, cuando alguien sentía vergüenza, mirarlo era lo más cruel que se podía hacer, y entendía lo que sentía. A pesar de toda mi formación, la realidad era muy distinta y el aterrizaje era la peor parte.

      Helen y yo charlamos durante la primera media hora y nos pusimos al día sobre la vida en el espacio. Después, un trozo de palomitas de maíz empezó a caer muy despacio del bolso de alguien. Ese primer signo de gravedad fue la señal de que ya habíamos bajado lo suficiente hacia la Tierra como para que la atmósfera nos frenase.

      Fuera comenzó el lento proceso de calentamiento hasta los 1 649 grados centígrados. Al otro lado de las ventanas, el aire empezaba a brillar con un color naranja mientras serpentinas de atmósfera sobrecalentada pasaban a nuestro lado en una estela de plasma. Resulta curioso lo tranquila que era esta parte del descenso. No había suficiente atmósfera como para causar vibraciones y nos convertíamos en una especie de planeador gigante, por lo que no se oía el ruido de los motores. No obstante, el silencio era todavía mayor entre los astronautas del interior de la nave, que miraban el espectáculo de la reentrada. Resulta imposible acostumbrarse.

      El capitán inclinó la nave para iniciar la primera de una serie de largas curvas en forma de s con el fin de reducir la velocidad. Las fuerzas g nos asaltaron y me aplastaron en el asiento. Eran solo dos g, pero, después de pasar meses a un dieciseisavo, sentía como si me enterrasen en el barro.

      Las fuerzas g siguieron aumentando y me clavaron al asiento. Esperé a que el capitán nos sacara de la curva y cambiase la dirección hacia la siguiente parte de la s, pero la rotación continuó. Aquello no era rutinario.

      Pero, atrapada en el compartimento de pasajeros, no había nada que pudiera hacer.

      Capítulo 2

       La Cygnus 14 se desvía del rumbo debido a un error o a un fallo del sistema

      Por Steven Lee Myers

      Kansas City (Kansas), 20 de agosto de 1961 — Una de las naves espaciales de clase Cygnus que transportaba astronautas de la estación espacial Lunetta de la Coalición Aeroespacial Internacional de regreso a la Tierra aterrizó hoy a unos 420 kilómetros de su objetivo previsto, según fuentes oficiales, a causa de un fallo técnico o a un error del piloto durante el descenso. La nave es una variante de las que se utilizan desde el inicio del programa, pero este modelo en particular era una versión nueva que hacía su primer viaje con cohetes y sistemas de control modificados pensados para facilitar el descenso y el aterrizaje.

      Los brazos me pesaban dos mil kilos y un caballo se sentaba sobre mi pecho, daba coces a las paredes y las hacía retumbar. Abrí los ojos con esfuerzo para ver por qué nadie lo ahuyentaba y me encontré con un campo gris de regolito. No era la Luna. No. Era la silla de delante. Giré la cabeza con un gruñido, pero me detuve cuando las náuseas me revolvieron el estómago.

      En algún momento, la fuerza g había aumentado lo suficiente como para que me desmayase. No sé cómo el capitán se las había arreglado para aterrizar el cohete ni qué había fallado, pero, milagrosamente, habíamos sobrevivido.

      Los golpes continuaron, aunque el caballo solo era, en realidad, el peso de mi cuerpo sometido a la gravedad de la Tierra por primera vez en tres meses. El aire apestaba a vómito y orina. Despacio, giré la cabeza para comprobar el panel de telemetría de soporte vital. Los parámetros eran los normales de la Tierra, pero, hasta que abrieran la puerta, estaríamos encerrados en una lata hermética y había que seguir los protocolos.

      Después me volví para asegurarme de que Helen estaba bien. Seguía inconsciente, lo que no era sorprendente, pero, por lo demás, parecía ilesa.

      Cerré los ojos y respiré por la boca poco a poco mientras esperábamos a que el equipo de rescate subiera a bordo. Se estaban tomando su tiempo. Por otra parte, no sabía cuánto tiempo llevábamos allí ni con qué otros problemas tendrían que lidiar. Quizá una de las ruedas de aterrizaje se había incendiado o algo parecido.

      Después de una cantidad de tiempo vergonzosa, por fin me di cuenta de que los golpes provenían de la escotilla. Estaría atascada. A pesar de que mi educación sureña me empujaba a levantarme e intentar ayudar, los años de formación como astronauta me recordaron la lista de verificación reglamentaria.

      ¿Olor a humo? No. ¿Oxígeno? Confirmado. ¿Heridos? Yo estaba bien y Helen también; abrí los ojos y, con cuidado, me volví en el asiento para observar la cabina. Los demás pasajeros estaban pálidos o verdosos, pero nadie parecía sufrir nada más grave que un poco de angustia. Crucé la mirada con un hombre negro al otro lado del pasillo que tenía la nariz rota. Era uno de los geólogos del equipo de Marte; no recordaba su nombre.

      —¿Deberíamos ayudar con la puerta?

      Evité negar con la cabeza.

      —Tienen las herramientas. Estamos a salvo, así que dejemos que hagan su trabajo.

      Asintió y se puso de color verde. Tragó y