Mary Robinette Kowal

El destino celeste


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amor a que aspire tan alto? ¿Qué me hace ver aquello de que mi vista no se sacia? Cualquiera que sea la distancia que separa uno de otro los objetos, a menudo la naturaleza los aproxima como si fuesen idénticos y en un beso los reúne, sin reparar en diferencias. Las empresas extraordinarias parecen imposibles a los que, midiendo la dificultad material de las cosas, imaginan que lo que no ha sucedido no puede suceder. ¿Cuál es la mujer que, poniendo en juego todos los resortes para dar a conocer cuánto vale, no tiene fe en su amor? La enfermedad del rey… Mis proyectos pueden traicionar mis esperanzas, pero mis resoluciones son fijas y no fracasaré.

      Helena; A buen fin no hay mal principio,

      William Shakespeare

      Capítulo 1

       El director de la CAI advierte de las consecuencias de los recortes de presupuesto

      Por John W. Finney

      Boletín especial para The National Times

      

      16 de agosto de 1961 — Horace Clemons, director de la Coalición Aeroespacial Internacional, ha advertido hoy a las Naciones Unidas de que cualquier recorte al «ínfimo» presupuesto espacial haría imposible llevar a cabo un amartizaje tripulado en esta década. También ha informado de que extender el calendario del programa de Marte, aunque fuera mínimamente, aumentaría el coste de la primera expedición a Marte, que ahora se estima en veinte mil millones de dólares. Ha explicado que, como consecuencia del recorte de seiscientos millones de dólares realizado por el Congreso de los Estados Unidos en el presupuesto de este año, la CAI ha tenido que sacrificar el «seguro» que se había incorporado al programa «para cubrir problemas técnicos impredecibles o irresolubles» y retrasar algunas expediciones experimentales cruciales de la nave Cygnus.

      ¿Recuerdas dónde estabas cuando la sonda Friendship amartizó? Yo me preparaba para volver de la Luna. Llevaba en la nave Artemisa tres meses de rotación para trasladar a geólogos de la diminuta colonia a diversos puntos de estudio.

      Aunque a todos se nos consideraba astronautas, solo unos pocos éramos también pilotos o, dicho de otra manera, conductores de autobús glorificados.

      Los otros doscientos «ciudadanos» iban y venían según su especialidad. Solo había unos cincuenta residentes «permanentes» en los búnkeres subterráneos a los que llamábamos hogar.

      Junto con la mitad de la población de la base, avancé a saltitos por el tubo de hámster subterráneo que llamábamos Baker Street de camino a Midtown. Dada la falta de atmósfera para protegernos de los rayos cósmicos que llegan a la Luna, habíamos levantado una capa de la superficie lunar y enterrado los tubos en el regolito. Visualmente, el exterior de la base parecía un castillo de arena en ruinas. El interior estaba formado en su mayoría por goma lisa, salpicado por algunos patios de luces, soportes de aluminio y puertas presurizadas.

      Una de las puertas se abrió con un siseo y Nicole la atravesó, con el tirador en la mano. Después, la empujó para cerrar con fuerza.

      Separé las piernas para cortar el impulso al aterrizar en el último saltito. Le habían asignado un puesto allí en la última rotación y me alegraba muchísimo de verla.

      —Creía que estabas en la Tierra. —Igual que yo, vestía un traje de presión ligero y llevaba el casco de seguridad recubierto de goma atado a la cintura, como una máscara antigás de la guerra. No servía de mucho, pero, si uno de los tubos se rompía, nos daría diez minutos de oxígeno para llegar a un lugar seguro.

      —Sí, pero no me iba a perder el primer amartizaje de la sonda.

      En ese momento, hacía de copiloto del pequeño transbordador que viajaba de la base a la plataforma orbital Lunetta de la CAI. Era apenas un autobús espacial, pero todas las grandes naves, como la que iba de Lunetta a la Tierra, de clase Solaris, las pilotaban hombres; no digo que me molestase. Le di una palmadita al bolso de viaje que me colgaba del hombro.

      —Después de esto, me voy directa al cohete Lunetta.

      —Dale recuerdos a una ducha caliente de mi parte. —Avanzamos a saltitos por Baker Street—. ¿Crees que veremos marcianos?

      —Lo dudo. Parece tan yermo como la Luna, al menos en las fotos orbitales. —Llegamos al final de Baker Street. El indicador de presión delta del panel junto a la puerta indicaba una presión lunar normal de 4,9 psi, así que empujé la manivela para abrirla—. Nathaniel dice que, si hay marcianos, se arranca los colmillos.

      —Qué gráfico. Por cierto, ¿qué tal está?

      —Bien. —Abrí la puerta—. Me habla mucho de lanzamientos de cohetes.

      Nicole se rio mientras se deslizaba por la esclusa entre Baker Street y Midtown.

      —Sois como unos recién casados.

      —¡Nunca estoy en casa!

      —Deberías traértelo de visita. —Me guiñó un ojo—. Ahora podemos tener habitaciones privadas.

      —Lo sé. El senador y tú deberíais tener en cuenta lo bien que los conductos de aire transportan el sonido.

      Empecé a cerrar la escotilla.

      —¡Sujeta la puerta! —Eugene Lindholm se acercaba a nosotras por Baker Street con largas zancadas. Si nunca has visto a nadie moverse en un ambiente de escasa gravedad, imagina la combinación de la elegancia de un bebé que da saltitos con el avance rápido de un guepardo.

      Abrí más la puerta. No controló bien el movimiento y se dio en la cabeza con el marco al pasar.

      —¿Estás bien? —Nicole lo sujetó por el brazo para ayudarlo a estabilizarse.

      —Gracias. —Apoyó una mano en el techo mientras recuperaba el equilibrio. En la otra, sujetaba un fajo de papeles.

      Nicole me miró antes de atravesar la puerta de Midtown. Asentí y cerré la entrada a Baker Street, pero no abrió el siguiente acceso.

      —Oye, Eugene. Ya que vuelas con Parker, no pasaría nada si se te cayeran por accidente. —Señalé los papeles que llevaba.

      El hombre sonrió.

      —Si buscas la lista de turnos, siento decepcionarte. Solo son recortes de recetas para Myrtle.

      —Porras.

      Abrió la escotilla y nos dirigimos a Midtown.

      La diferencia de presión arrastró un olor poco común en la Luna, a marga y a verde, junto con el suave aroma del agua. El centro de la colonia era una amplia cúpula abierta que permitía la entrada de luz filtrada que alimentaba las plantas que crecían en el interior. Era la primera estructura permanente.

      Las áreas cercanas a las paredes habían sido divididas en alojamientos residenciales. A veces deseaba dormir todavía allí, pero las nuevas estancias de los pilotos se encontraban junto a los puertos, lo que resultaba más conveniente. Se habían construido otros cubículos para oficinas y un restaurante. También había una barbería, una tienda de segunda mano y un «museo de arte».

      En el centro había un pequeño «parque». No era mucho más grande que un par de camas matrimoniales atravesado por un camino, pero era verde.

      ¿Qué habíamos plantado en ese suelo acondicionado con sumo cuidado? Dientes de león. Al parecer, si se preparan de la forma correcta, son sabrosos y nutritivos. Otro gran favorito era el higo chumbo, que tiene unas flores hermosas que se convierten en vainas de semillas dulces y unas hojas planas que se pueden asar u hornear. Por lo visto, muchos de los hierbajos de la naturaleza se adaptaban bien a crecer en suelos con escasos nutrientes.

      —Toma ya. —Eugene se palmeó el muslo—. Los dientes de león han florecido. Myrtle lleva un tiempo amenazando con preparar vino de diente de león.

      —Más