embarazada y tuvo que volver a la Tierra antes de lo previsto. —Me encogí de hombros lo mejor que pude estando tumbada.
—Ya, lo había oído. —Suspiró—. Alguien tendrá que ser la primera en quedarse allí si queremos tener una colonia autosuficiente.
—¿Quién quiere que sus hijos sean sujetos de prueba? Ya se montó un buen alboroto cuando empezamos a criar conejos en la Luna. —Los activistas por los derechos de los animales se pusieron furiosos, aunque, citando a mi abuela, «un conejo siempre alimenta»—. Los conejos que trajimos de vuelta sufrieron muchísimo. ¿Quién querría condenar a sus hijos a no volver nunca a la Tierra?
—Tal como van las cosas, quizá no quieran volver.
Suspiré y me acerqué más a él. Eso era justo lo que Roy y sus amigos temían, que se produjera un éxodo de la Tierra que no los incluyera. Y tenían razón, alguien se quedaría atrás, ya fuera por recursos, por cuestiones políticas o por pura terquedad.
No parecía haber una respuesta correcta.
De entre todas las cosas que echaba de menos en el espacio, costaba creer que la reunión de personal de los lunes por la mañana fuera una de ellas. Para ser sincera, no era la reunión en sí lo que echaba de menos, sino la oportunidad de ponerme al día con amigos y colegas. Por no mencionar el café y los dónuts.
Una semana después de regresar a la Tierra, entré en la reunión sintiéndome mucho más segura al caminar. El estruendo de unas cuarenta personas que charlaban junto al café y los dónuts ya mencionados avivaron mis pasos. El cuerpo de astronautas se había vuelto enorme, así que aquello era solo uno de los departamentos, el de los astronautas pilotos. Éramos la «élite», lo que, en realidad, solo significaba que entrenábamos más y, lo que es más importante, que nos daban dónuts de mejor calidad.
Benkoski fue el primero en verme y gritó:
—¡La mujer astronauta ha aterrizado!
La élite no implica necesariamente dignidad. Debí de ponerme tan roja como una bengala. No era la única mujer de la habitación y, sin embargo, el dichoso apodo se me había quedado pegado. La gente me rodeó entre sonrisas y palmadas en la espalda.
Malouf me pasó una taza de café humeante.
—Estuviste increíble. Gérmenes espaciales, ¡ja!
—Helen es la que estuvo increíble. Lo de los gérmenes fue idea suya.
—Cierto. —Chocó su taza con la mía—. Pero a ella ya la he felicitado y tú eres la que se quedó en el cohete.
Clemons entró en la habitación, lo que me libró de ser el centro de atención, y todos nos apresuramos a una coger silla. Leonard y Helen habrían recibido un nivel de atención similar en su reunión del lunes con el equipo de Marte. Por otro lado, muchos iban en el cohete, así que quizá ya habían agotado el tema. Por mi parte, estaba feliz de que nos centráramos en el espacio.
Antes de sentarme, cogí un dónut. Me coloqué entre Sabiha e Imogene. Lo que fuera que Clemons estuviera diciendo no pasó del primer mordisco. ¿Sabes una cosa? No se puede freír en el espacio. Un dónut es un alimento banal hasta que lo observas de verdad. El glaseado había empezado a cristalizarse después de que el relleno esponjoso absorbiera la humedad del azúcar, lo que dejaba una cáscara dulce que se separaba al morderla para después revelar un interior delicado. Azúcar, levadura, mantequilla y Dios. Dios era parte de aquel dónut.
Imogene se inclinó y murmuró:
—¿Sabe Nathaniel que pones esa cara fuera del dormitorio?
Bufé y me atraganté. La reunión se detuvo mientras Clemons me fulminaba con la mirada y yo me aclaré la garganta. Roja como un tomate, tomé un sorbo de café y carraspeé.
—Lo siento. La gravedad.
Como si aquello tuviera sentido, Clemons asintió y continuó. Era curioso que el director de la CAI nunca hubiera estado en el espacio. Tenía una válvula cardíaca defectuosa, por lo que era probable que no sobreviviera al despegue. Pensé en Roy y en sus amigos y en que el espacio solo sería para un cierto porcentaje de la población. Mucha gente se quedaría atrás por pura necesidad. Sería como un programa de eugenesia autoseleccionado. Era horrible y, francamente, nunca se me había ocurrido hasta entonces.
Pero ¿qué opción teníamos? Sí, intentábamos reparar el efecto invernadero en la medida de lo posible, pero, para cuando supiéramos si esos esfuerzos habían fracasado o no, sería demasiado tarde para establecer colonias. Suspiré otra vez, dejé el dónut y abrí la carpeta para ojear los documentos y comprobar cuál era mi misión.
Clemons siguió hablando, repasando la agenda y explicando sus tareas a cada grupo. Empecé a fruncir el ceño a medida que pasaba las páginas y, cuando llegué a la última, creí que me iba a explotar la cabeza. Mi nombre no aparecía en ninguna parte.
Una de mis responsabilidades cuando estaba en la Tierra era ayudar con la formación de los colonos lunares. Todos los astronautas se turnaban para hacerlo. A cada «tipo» de colono se le asignaban un par de astronautas que les explicaban todo lo necesario para sobrevivir en la Luna. Esperaba que me asignaran un nuevo tipo, pero…
—York. Buen trabajo con los terraprimeristas. Vamos a concederles a usted y a los demás astronautas que iban en ese vuelo una semana de descanso para que traten con la prensa. —No era la recompensa que él creía que era. Clemons dio una calada al puro y cerró la agenda—. Eso es todo. A trabajar. York, quédese un momento.
Asentí con una sonrisa, aunque un gemido se me atascó en la garganta. Odiaba las ruedas de prensa. Sabiha me dio una palmadita compasiva en el hombro.
—Dile que necesito tu ayuda en la preparación del simulacro del autobús lunar.
—Gracias. —Empujé la silla hacia atrás y me levanté para acercarme a Clemons—. No creo que me libre tan fácilmente.
—Vale la pena intentarlo. Además, es cierto.
Me reí. Me costaba creerlo. Sabiha acumulaba muchas más horas de vuelo que yo, pero le agradecía la intención de encargarme algo lejos de la atención pública. Recogí la carpeta y me acerqué a la mesa de delante.
—¿Quería verme, señor?
—Sí. —Exhaló el humo de su omnipresente puro y se formaron algunas nubes alrededor de su rostro que me recordaron al agua en gravedad cero—. ¡Malouf! Cierre la puerta al salir.
Mierda. Sonaba a que estaba en problemas. «2, 3, 5, 7, 11…». Seguro que no era nada.
—York, ha impresionado a mucha gente con la situación de los rehenes. —Clemons bajó el puro—. A mucha gente. Los tipos de relaciones públicas están ansiosos por echarle el guante para entrevistarla. ¿Está dispuesta? No quiero obligarla si todavía necesita tiempo para aclimatarse.
—Gracias, señor. —Ningún astronauta ni piloto que se precie reconocería una debilidad por voluntad propia. Por mucho que odiase lidiar con la prensa, era consciente del valor que tenía para el programa espacial—. Estaré encantada de ayudar.
—Perfecto. —Vació la ceniza del puro en el cenicero de cristal de la mesa—. Esta es la cuestión. El programa espacial se enfrenta a ciertas dificultades y los hombres que la tomaron como rehén son la prueba de ello. Quienes no entienden la importancia del programa presionan al Gobierno para que nos retire los fondos.
—Soy consciente de algunas de las inquietudes.
Asintió.
—Por eso necesitamos buena publicidad. Alguien a quien la gente admire. Usted. —Suspiró—. ¿Recuerda cuando hace años me dijo que debíamos incluir a las mujeres en el programa espacial para demostrar al público que era seguro?
¿Adónde pretendía llegar? Nunca lo había visto tan preocupado.
—Sí, señor.
—Tenía razón. Estaba