espíritu abandonando mi cuerpo». Durante la noche ingresó en un nuevo viaje del espíritu, cabalgando en el viento, riendo gozosamente.
A nosotros, los vivos, nos dejó añorando terriblemente su vital coraje humano. También nos dejó páginas en blanco y la promesa de dos capítulos más de «diversiones y sorpresas» del libro que había comenzado a escribir sobre el Tao. Muchos de aquéllos con quienes discutió su obra o que nos reunimos con él durante el verano en que se dictaron los seminarios sobre taoísmo –mientras el Tao fluía– sabían que en los dos últimos capítulos de los siete que tendría, Alan deseaba mostrar hasta qué punto la antigua y eterna sabiduría china podía significar una medicina para las enfermedades de Occidente. Con todo, paradójicamente, no debe ser tomada como una medicina, como una «píldora» ingerida intelectualmente, sino que debe penetrar gozosamente la totalidad de nuestro ser y transformar así nuestras vidas individuales y, a través de ellas, nuestra sociedad. Elsa Gidlow, vieja amiga y vecina de Alan, solía discutir conmigo al respecto. Confirmó nuestras conversaciones en el siguiente párrafo:
Su visión consistía en que el hombre tecnológico, pretendiendo un dominio absoluto sobre la naturaleza (de la que tendía a verse separado) y sobre las costumbres de la sociedad humana, cayó en la trampa, esclavizándose a sí mismo. Todo dominio requiere aún más dominio, hasta que el «dominador» mismo cae en la trampa. Alan era partidario de las indicaciones que conlleva el consejo de Lao-tzu a los emperadores: «Gobernad una gran nación del mismo modo en que cocinaríais un pescado pequeño: ligeramente». Pero debe sobreentenderse que Alan nunca consideró el camino del Tao o el «fluir de la corriente» –aplicado a las cuestiones humanas– como un modo de vivir flojo, irresponsable e indiferente. El arroyo no sólo corre cuesta abajo. El agua, toda humedad, emana de la tierra, los arroyos, los ríos, el océano, hasta alcanzar el aire libre, como un «exhalar» y luego un «inhalar», hasta que la humedad vuelve a caer en forma de rocío, de lluvia; un ciclo maravilloso, una interacción viviente: nada dominando nada, sin jefes, todo ocurriendo como debe ser, tse jen.
Tal como habría comunicado el mismo Alan en los últimos capítulos de su libro, sus comprensiones sobre la necesidad de Occidente de una realización y una vida en el Camino del Tao, es algo que sólo podemos imaginar. Lo que sí sabemos es que esto lo transformó, dado que él se dejó penetrar de tal modo, que aquel reservado y algo rígido joven inglés, demasiado cerebral, se convirtió, en su madurez, en un extravertido, espontáneamente travieso, alegre sabio del mundo. Él pensaba que una asimilación general de la sabiduría profunda del taoísmo podría transformar a Occidente de modo similar. Este libro pretendía ser su contribución al proceso.
De modo que cuando todos me señalaron como la persona indicada para emprender la conclusión de este libro, comprendí que no debía tratar de imitar a Alan, ni pretender meterme en su mente, sino intentar mostrar –por haberlo conocido– a dónde había llegado. Mis primeros pensamientos fueron sentimentales y de agradecimiento. Comencé a revivir mis recuerdos de Alan Watts. Quería compartir con los lectores a Alan como totalidad, no sólo sus pensamientos y palabras. Escribí sobre nuestro primer encuentro, cuando danzamos en la playa de Santa Bárbara, y sobre la primera comida oriental que compartimos, cuando Alan hablaba más japonés que yo. Escribí sobre los acontecimientos y los momentos excitantes vividos en los seminarios que compartimos y que revelaron el Tao natural que había en Alan como maestro.
Recordé una víspera de Año Nuevo, cuando alentamos a un tambor ciego a llevar el ritmo de nuestro diálogo cursivo y caligráfico, y cómo todos captaron los movimientos salpicados por la tinta de nuestros pinceles y comenzaron a danzar espontáneamente con sus propios trazos corporales. Y en otra ocasión, Alan y yo guiamos a una muchacha ciega en el interior de nuestras mentes-cuerpos tocando y moviéndonos con ella de modo tal que gradualmente logró ver y sentir a través de sus visiones internas. Rememoré rituales y juegos que jugamos: bodas celebradas sin procedimientos rígidos sino con un verdadero espíritu de amor y unión; chanoyu o ceremonias de té con equipos que, sin bien improvisados, mantenían su reverente esencia.
Alan Watts era un animador filosófico. Un entertainer. Y él lo sabía. Aspiraba, por encima de todo, a alcanzar el bienestar propio y de su audiencia. Por lo general, disipaba la habitual seriedad académica y llevaba su respetuoso saber a planos nuevos y más elevados de alegre jovialidad, estimulando así un proceso de creatividad natural.
Y sin embargo, todos estos recuerdos pertenecen al pasado. ¿Qué le ocurre a Alan ahora? ¿Cuáles son sus comunes y continuas «diversiones y sorpresas»?
La víspera de Año Nuevo de 1974 –durante el cuadragésimo noveno día del Bardo Joumey de Alan (el concepto tibetano y chino que designa el período intermedio entre la muerte y el renacimiento) y sólo unos pocos días antes de que él cumpliera cincuenta y ocho años– tuve un extraño sueño en el que tiempo, espacio y gente se yuxtaponían. Transcurría en China, creo, durante una sesión de canto con los monjes para celebrar el Bardo de mi padre. A continuación, el lugar se transformaba en la biblioteca circular de Alan, donde él mismo dirigía el servicio, hablando en chino con la voz de mi padre. Yo tocaba la flauta, pero el sonido era el de un gong mezclado con las vibraciones de los woodblock de madera. Después, Alan se convertía en mi padre y hablaba un idioma irreconocible, aunque perfectamente inteligible. La profunda y resonante voz se convertía gradualmente en el sonido de la flauta de bambú que yo tocaba, interpretando el movimiento de sus labios. Mi visión se acercó a la oscuridad moviendo el vacío entre los labios, penetrando en una cámara de sonido y arremolinándose con colores y luces, más y más profundamente en la calma del sonido continuo del bambú. Me desperté sin saber quién era, cuándo ni dónde estaba. Poco después me encontraba sobrevolando el cielo (¿era en avión?) rumbo a la biblioteca de Alan, el mediodía de Año Nuevo.
Por primera vez desde su muerte, en el mes de noviembre, sentí que me hallaba realmente cerca de él. Sentado en el suelo, del otro lado de la ventana ante la cual reposaban las cenizas de Alan, en el altar, dejé que los sonidos de mi flauta de bambú resonaran sobre el valle y las colinas.
Era un día claro y hermoso. Me calcé los zapatos de montaña de Jano, me eché una manta arrollada al cuello, tomé el bastón tibetano de Alan y bajé por el pequeño sendero internándome en la profundidad del bosque. El sonido del bambú llevaba todo lo que había en mi interior a Alan, todo lo que es eterno cuerpo-espíritu. Cuando regresé por el mismo sendero, exactamente antes de alcanzar la cima, una flor semejante a una orquídea se abrió en todo su esplendor ante mis pies. Le pregunté: «¿Qué es el Tao cotidiano?». La orquídea, Lan –la segunda sílaba del nombre de Alan en chino–, me respondió: «Nada especial, realmente».
Nosotros no oímos a la naturaleza jactarse de serlo, ni al agua manteniendo una conferencia sobre la técnica del fluir: semejante retórica sería un esfuerzo inútil aplicado sobre aquéllos que no sabrían qué hacer con tales datos. El hombre del Tao vive en el Tao como el pez en el agua. Si intentamos enseñarle al pez que el agua está físicamente compuesta por dos partes, una de hidrógeno y otra de oxígeno, éste se ahogará de risa.
Durante los meses pasados, después de esforzarme por llenar las páginas vacías de este libro para terminar arrojando todos mis intentos al cesto de los papeles, repentinamente recordé una mañana vivida durante un seminario en Chicago. Alan estaba extrañamente cansado y ligeramente mareado cuando le fue planteada la pregunta «super-intelectual-más-grande-de-la-vida». Transcurrieron algunos instantes. Durante ese tiempo, dos de los que habíamos estado con Alan la noche anterior y en las primeras horas de ese día supimos con seguridad que Alan se decidiría, simplemente, por dormir una corta siesta mientras todos suponían –y luego descartaban– que se había concentrado en una profunda meditación, pensando en la pregunta. Cuando finalmente volvió en sí y se dio cuenta de que la había olvidado por completo, actuó con gran diplomacia y elocuencia al sugerir la respuesta «aún-más-super-intelectual-más-grande-quela-más-grande-de-la-vida», con la que nos deslumbró. Todavía puedo oír a Alan riendo: cada vez que me encuentro inmerso en mis pensamientos, recurro a él. En todos nuestros diálogos espirituales, la respuesta de Alan fue, simple y consecuentemente, «Ha Ha Ha Ha Ha Ho Ho Ho Ho Ho Hahahahahahahahaha ha...». Riamos juntos, de todo corazón, todos los seres humanos del Tao, para decir,