importantes o significativas, del mismo modo que el director de un periódico selecciona «las noticias» entre una infinidad de acontecimientos.
El oído no puede detectar al mismo tiempo tantas variables como el ojo, ya que el sonido es una vibración más lenta que la luz. La escritura alfabética es una representación del sonido, considerando que el ideograma representa una visión y, más aún, representa directa mente al mundo, sin ser el símbolo de un sonido que es el nombre de la cosa. En cuanto a los nombres, el sonido «pájaro» no contiene nada que nos recuerde a un pájaro y, por alguna razón, nos parecerá infantil sustituirlo por nombres más directos como pío, gorjeo o trino.
Además de todas las ventajas utilitarias del ideograma, está también su belleza formal. No se trata de algo simple porque, a nuestros ojos, es exótico e ininteligible. Nadie aprecia la belleza de su escritura tanto como los chinos y los japoneses, aunque uno supone que su familiaridad con ella los vuelve indiferentes a todo salvo a su significado. Por el contrario, la práctica de la caligrafía es considerada en el Lejano Oriente como un arte, junto con la pintura y la escultura. Un pergamino escrito colgado en la habitación no es en modo alguno comparable a las admoniciones bíblicas impresas en letras góticas, enmarcadas y colgadas en la pared. Lo importante de este último es el mensaje que contiene, mientras que, en el primero, lo importante es la belleza visual y la expresión del carácter de quien escribe.
He practicado la caligrafía china durante muchos años y todavía no soy un maestro en ese arte, que podría describirse como la danza del pincel y la tinta sobre un papel absorbente. Como la tinta es fundamentalmente acuosa, la caligrafía china, controlando el fluir del agua con el pincel blando –distinto del pincel duro–, exige que acompañes el fluir. Si vacilas, sostienes el pincel mucho tiempo en un mismo lugar, te apuras o tratas de corregir lo que ya has escrito, los defectos se volverán demasiado obvios. Pero si lo haces bien, tienes al mismo tiempo la sensación de que el trabajo se está haciendo por su cuenta, de que el pincel está escribiendo por sí mismo: como un río que, siguiendo el curso de la menor resistencia, traza elegantes curvas. La belleza de la caligrafía china es, por tanto, la misma belleza que reconocemos en el movimiento del agua, en la espuma, el rocío, los remolinos y las olas, tanto como en las nubes, las llamas y los dibujos del humo bajo la luz del sol. Esta clase de belleza es denominada por los chinos como el fluir de li,6 un ideograma que se refiere originalmente a la textura del jade y la madera y que Needham traduce como «modelo orgánico», si bien se lo considera generalmente la «razón» o el «principio» de las cosas. Li es el modelo de conducta que tiene lugar cuando uno está de acuerdo con el Tao, el curso de la naturaleza. Los modelos de movimiento del aire son de la misma índole y así, el concepto chino de elegancia se expresa como feng-liu,7 el fluir del viento.
Este acompañar al viento o la corriente, además del modelo de inteligencia del organismo humano, constituye el arte de la navegación, el arte de mantener el viento en tus velas mientras giras en la dirección contraria. Buckminster Fuller ha sugerido que los marinos fueron los primeros grandes tecnólogos que estudiaron la importancia de las estrellas para la navegación, comprendieron que la Tierra es un globo, idearon un aparejo de poleas, dispositivo para izar las velas (y los arbotantes)y comprendieron los rudimentos de la meteorología. Asimismo, Thor Heyerdahl (1), en su expedición con la Kon-Tiki, reconstruyó la balsa más primitiva con el fin de comprobar hacia dónde lo llevarían los vientos y las corrientes del Pacífico desde Perú, y se asombró al descubrir que su acto de fe se veía honrado por la cooperación de la naturaleza. En la misma línea de pensamiento: precisamente porque es más inteligente navegar que remar, nuestra tecnología está seguramente mejor informada del uso de las mareas, los ríos y el sol para extraer energía, que del de los combustibles fósiles y el caprichoso poder de la fisión nuclear.
Del mismo modo que la escritura china está un paso más cerca de la naturaleza que la nuestra, así la antigua filosofía del Tao implica seguir con habilidad e inteligencia el curso, la corriente y la textura del fenómeno natural, considerando la vida humana como un rasgo integrante del proceso global y no como algo ajeno y opuesto a él. Si juzgamos esta filosofía teniendo en cuenta las necesidades y problemas mentales de la civilización moderna, dicha actitud nos sugerirá una postura ante el mundo que defenderá todos nuestros esfuerzos en pos de una tecnología ecológica. El desarrollo de tal tecnología no concierne a las técnicas mismas sino a la actitud psicológica de los técnicos.
Hasta el momento, la ciencia occidental ha puesto de relieve la actitud de la objetividad: una actitud fría, calculadora e imparcial de la cual se desprende que losfenómenos naturales, incluyendo el organismo humano, no son más que mecanismos. Pero, como la palabra misma indica, un universo de meros objetos es objetable. Nosotros nos sentimos justificados explotándolos sin piedad pero nos damos cuenta tardíamente de que el mal tratamiento del entorno es dañino para nosotros mismos, por la simple razón de que sujeto y objeto no pueden ser disociados y porque las circunstancias que nos rodean componen el proceso de un campo unificado, al que los chinos denominan Tao. A la larga, no nos queda otra alternativa más que trabajar en conjunto con este proceso mediante actitudes y métodos que pueden ser técnicamente tan eficaces como lo es el judo –el «bello Tao»– desde una perspectiva atlética. Como seres humanos, debemos arriesganos a confiar unos en otros con el objeto de lograr algún tipo de comunidad de trabajo y también debemos correr el riesgo de orientar nuestras velas de acuerdo con los vientos de la naturaleza, ya que nosotros mismos somos inseparables de este tipo de universo y no existe ningún otro que podamos habitar.
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