Liliana Caruso

No somos ángeles


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      Como periodistas de policiales recorremos día a día el camino hacia la verdad, nos chocamos con lo imposible y nos ilusionamos con lo improbable.

      Ese recorrido no es en soledad. Los avatares de una investigación criminal generan códigos de confianza entre las partes, entre lo que todo el mundo conoce como las fuentes, y muchas veces hemos sido depositarios de secretos, de traiciones y, por qué no, de lágrimas.

      Fuimos testigos de situaciones inéditas. Espiamos por la cerradura de puertas más que cerradas. Miramos de reojo expedientes que aprendimos a memorizar y hasta leer al revés. Atesoramos en cuadernos gastados (como los periodistas de antaño) miles de palabras que no queríamos olvidar. Porque tal vez sabíamos que en esas palabras estaba la esencia misma de un caso policial.

      Esa es nuestra “posta”. La “posta” que no está escrita en ningún lado, la “posta” que no fue dicha por distintos motivos. La “posta” que solo pueden tener “los privilegiados” que estuvimos en el lugar del crimen, con frío, calor, lluvia, con los pies en el barro y hasta en el jardín florido de algún country tristemente famoso.

      En ese camino lleno de bares, oficinas, juzgados, comisarías, institutos penales y cárceles fue que nos dimos cuenta que a veces les creímos a los “malos” y desconfiamos de los “buenos”. Nos dimos cuenta que el maniqueísmo no existe. Entendimos que las cosas más extrañas e insólitas a menudo están relacionadas, no con los grandes delitos, sino con los mas pequeños.

      Muchas veces nos encontramos riendo. ¿Y de qué nos reímos? Nos lo preguntamos varias noches y tratamos de encontrar respuestas entre copas eternas.

      Un médico forense –que nunca se hizo famoso– contestó la pregunta del millón: “Con los chistes exorcizamos la verdad, esa verdad que nos queda en las retinas por más tiempo que el olor de la muerte”.

      Con esta respuesta aprendimos a reírnos ya sin culpa. Pero antes tuvimos que asumir que siendo periodistas de policiales nunca vamos a dar una buena noticia y nunca nos van a invitar a ágapes glamorosos. Tampoco recibimos regalos para el día del periodista. Es cierto, no hay obligación. Pero en esos días clave nadie nos puede quitar, por ejemplo, el abrazo o el saludo de los familiares de muchas víctimas agradeciendo que estemos, simplemente ahí, acompañando, escuchando, publicando una línea de texto. Y eso le da sentido a muchas cosas.

      Ya era hora de que nuestros cuadernos ajados vieran la luz. Ya era hora de sumar gente a esas tertulias deliciosas de anécdotas y curiosidades. Algunas que sorprenden, otras emocionan, otras que terminan siendo desopilantes. Pero todas reales, aun las más inverosímiles.

      Para los hebreos, los ángeles son seres espirituales, no corporales, de diferente naturaleza que los seres humanos. ¡Qué alejados están ellos de todos nosotros! No hay ángeles ni en las cárceles, ni en los juzgados, ni en las comisarías, ni en los estudios jurídicos, ni en las redacciones. No hay ángeles ni dentro ni fuera de la ley. Y esa es la razón principalísima de este libro: mostrar todo lo humanamente visceral que hay detrás de cada caso policial que conmueve a la opinión pública.

      Nuestra “posta” es terrenal. Sorprende. Indigna. Divierte. Una montaña rusa emocional.

      C. E. S.

      El túnel de los millones

      Sans violence, sans des armes, sans haine.

      Sin violencia, sin armas, sin odio. Escrito en las paredes, este mensaje logró conmover a la Policía francesa. El hecho tuvo lugar durante el fin de semana del 17 al 19 de julio de 1976. ¿El lugar? El Banco Société Générale de Niza, en la lujosa Costa Azul francesa.

      El “poeta y escritor” no había sido otro que Albert Spaggiari, un ex paracaidista militar francés integrante de una organización terrorista de ultraderecha.

      Este hombre, retirado de la milicia, se fue a vivir a la bonita ciudad de Niza.

      Nadie imaginó que ese cuarentón, dueño de un negocio de fotografía, planeaba por las noches el robo más espectacular de la historia de Francia.

      No lo hizo solo, un grupo de amigos con la misma preparación militar que Monsieur Spaggiari colaboró con la tarea más sucia. Literalmente sucia. Se sumergieron en las alcantarillas pestilentes de la ciudad y cavaron un túnel de más de ocho metros de largo que los dejó justo debajo de la entidad financiera. Durante tres días y tres noches vivieron en ese lugar, como si fueran ratas.

      Esperaron hasta el fin de semana feriado por los festejos de la toma de la Bastilla. Perforaron el tabique reforzado del piso y entraron al banco. Con un soplete y todo el tiempo del mundo abrieron las 337 cajas de seguridad. Se llevaron todo: joyas, oro y dólares, muchos dólares. El botín fue valuado entre 7 y 10 millones.

      La Sûreté Française (servicio de inteligencia) investigó con ahínco y finalmente dos meses después del espectacular golpe, detuvo a Spaggiari cuando regresaba de unas “merecidas” vacaciones. Pero la sorpresa mayor estaba por llegar.

      Con un impresionante operativo de seguridad el famoso ladrón fue trasladado a los Tribunales. Llegaba el momento de estar frente al juez. Se sentó y contó, no sin orgullo, los detalles del robo que tenía en vilo a toda Europa.

      Terminado el relato, Albert Spaggiari corrió y se tiró por la ventana del despacho del juez. Abajo, una camioneta acondicionada con un colchón lo esperaba para llevarlo derecho a la libertad, ese divino tesoro que no volvería a perder.

      Nada se supo de él hasta el 10 de junio de 1989. Nada menos que veinte años después del robo que conmocionó a los franceses.

      Spaggiari apareció muerto en la puerta de la casa de su mamá. Nadie investigó el crimen. Del botín, ni noticias.

      Durante sus años de clandestinidad hasta se dio el lujo de publicar un libro. El gran robo de Niza fue best-seller durante el verano europeo. El final del libro es la última burla del ladrón que pasó a la historia:

      “Ellos prevén lo posible. Pero no la astucia”.

      De Niza a Buenos Aires

      Albert Spaggiari nunca imaginó que un grupo de ladrones en Argentina iba a “homenajearlo” con un robo tan audaz como aquel que jamás se olvidó en la exquisita Niza.

      Seguramente el francés nunca escuchó hablar de José Julián Zallo Echeverría, el “poeta” que, según la investigación, escribió en una hoja en blanco el mensaje que indignó a la Policía bonaerense.

      En un barrio de ricachones, sin armas y sin rencores, es solo plata y no amores.

      El 13 de enero de 2006 será recordado por muchos investigadores como el día más vergonzoso de sus carreras, pero otros lo recordarán como el día en que se llevó a cabo el robo más audaz e inteligente de la historia del crimen argentino: el robo al Banco Río de Acassuso, en la Zona Norte de la provincia de Buenos Aires.

      Ese robo en el que una banda de ladrones tomó durante horas a clientes y empleados como rehenes, solo como excusa para vaciar las cajas de seguridad.

      Ese robo en el que los ladrones tuvieron en vilo a los mejores policías, haciéndoles creer que se iban a entregar después de comer una pizza.

      Ese robo que duró nueve horas aunque los ladrones solo estuvieron cinco dentro del banco. El resto del tiempo, los rehenes –dispersos en las distintas salas– permanecieron solos, asistiendo a la huida de los delincuentes, aunque sin saberlo.

      Ese robo en el que los ladrones se escaparon por las alcantarillas con una millonada, sin herir a nadie, sin disparar una sola bala.

      Ese robo brillante, ese robo maldito.

      Según la investigación llevada a cabo por los fiscales de San Isidro Jorge Apolo, Duilio Cámpora, Eduardo Vaiani y Fabián Brahim, la banda estuvo compuesta por Rubén Alberto “Beto” de la