de los murgueros.
Peinando canas orgulloso luciré
la medalla de un auténtico decadente
con el anillo, el crucifijo y la cupé
saldré a la calle a festejar con toda mi gente.
¿Qué vas a hacer?
Madera, lonja, repica el tambor.
La llamada será eterna.
Ya vas a ver...
No hay fiesta si no hay piñata.
Nos vamos pa’ salome.
¿Qué vas a hacer?
Sobran agallas y corazón,
nuestra será la juerga ya vas a ver...
Estaremos juntos bailando... mientras aguanten los pies.
A los siete años y medio del asalto, “El Uruguayo” ganó la calle, quedó libre. El motivo: se aplicó un beneficio que les cabe a los extranjeros que cometen delitos en la Argentina. Con la mitad de la pena cumplida, los expulsan del país. Ya desde Uruguay, y haciendo uso sistemático de las redes sociales, Vitette se jactó de ser el gran ladrón del siglo, y prometió retirarse para siempre. Sus detractores le recalcaron que tan brillante no fue, porque cayó preso por dos errores de principiante. Por un lado, en pleno asalto, llamó a un canal de televisión para salir al aire y distraer a la policía. Los investigadores rastrearon ese celular y llegaron a la banda. Por otro lado, eternas disputas con la que era su mujer, Zulma Vera, motivaron que ella llamara de modo contínuo al sistema de rastreo satelital para ubicar la camioneta de Vitette cada vez que él se iba tras una discusión. Con “El Uruguayo” detenido, los fiscales siguieron por el sistema de rastreo satelital los movimientos de la camioneta del asaltante los tres meses previos al gran golpe, y la ubicaron en sitios clave como el banco y la zona donde la banda compró el gomón para fugarse.
De tanto promover el robo y jactarse de lo que había hecho, al Uruguayo lo demandaron por apología del delito, pero él, rápido de reflejos, presentó una contrademanda. Aunque parezca increíble, harta de que Vitette se jactara de sus proezas delictivas, una mujer convocó a través de las redes sociales a asaltar al Uruguayo. La respuesta no se hizo esperar, y Vitette dio un nuevo estiletazo, demandando a la “bocona”.
1 Ver “Las fábulas del caso Cabezas”.
El odontólogo Barreda y sus demonios
“Es un detenido más, aunque con un perfil bajo, tiene conducta muy buena y no ocasiona problemas. Está integrado a las actividades que se realizan en el penal, se la pasa estudiando Derecho en su celda. El detenido se levanta como todos los presos a las 6.30, estudia en su celda, come con los restantes internos y mira televisión”.
Por más que las autoridades de la Unidad Penal Nº 9 de La Plata se esforzaban en tratarlo como a uno más, sabían que el odontólogo Ricardo Barreda no era un detenido cualquiera. Fue uno de los presos más famosos de la Argentina, el hombre que llevó a los hechos una de las fantasías más oscuras de tantísimos maridos: ser libres a cualquier precio.
El 15 de noviembre de 1992 los vecinos de la ciudad de La Plata se conmovieron con la noticia: cuatro mujeres de una misma familia habían sido asesinadas a escopetazos en su casa de la calle 48. Gladys Mc Donald, de 57 años; sus hijas Cecilia, de 26 años, y Adriana, de 24, y su suegra, Elena Arreche, de 86. Ese domingo Ricardo Barreda bajó las escaleras de su casa y buscó a su mujer Gladys. La encontró en la cocina preparando el desayuno.
–Gladys, voy a pasar la caña en la entrada, el plumero en el techo porque está lleno de insectos atrapados que causan una muy mala impresión, sino voy a cortar y atar un poco las puntas de la parra que ya andan jorobando. Voy a sacar primero las telas de araña de la entrada, que es lo que más se ve –le anunció el dentista. Gladys Mc Donald lo miró y con una media sonrisa contestó, sin saber que su respuesta desataría los demonios de su marido:
–Anda a limpiar, que los trabajos de conchita son los que mejor te quedan, es para lo que más servís.
El odio le empezó a salir por los ojos al odontólogo que por primera vez se reveló y ahí nomás gritó:
–El “conchita” no va a limpiar nada, el “conchita” va a atar la parra.
El odontólogo dio la media vuelta y fue a un armario a buscar un casco que había comprado para trabajar en el jardín. En el armario el casco no estaba solo. También había una escopeta Víctor Sarrasqueta calibre 16,5. Algún tipo de orden interna hizo que Barreda deje olvidado el casco y diera cuenta de la escopeta. Entonces la cargó con los cartuchos que estaban guardados en una caja de cartón.
Con ese aire cansino que lo caracterizaba, el odontólogo volvió a la cocina. Su hija menor Adriana desayunaba junto a su madre Gladys.
Sin mediar palabra disparó varias veces contra su mujer
–¡Mami, este está loco! –gritó horrorizada Adriana. Nunca imaginó que su turno estaba cerca. Ella iba a ser su próxima víctima.
Barreda se quedo atónito mirando la escena que él mismo había provocado: los dos cuerpos desangrándose. Un grito estremecedor lo sacó del letargo. Su suegra Elena Arreche había bajado hasta la cocina alertada por los gritos y los disparos. Barreda giró y la mató de un balazo certero.
De manera inesperada Cecilia, la otra hija de Barreda, se abalanzó sobre el cadáver de su abuela.
–¡Qué hiciste hijo de puta! –Fueron sus últimas palabras.
La cacería había terminado.
Ricardo Barreda, el odontólogo y el padre de familia, se puso a limpiar la sangre de la escena del crimen. Levantó los cartuchos, los acomodó en una caja y los escondió en el baúl de su propio auto. Y se dispuso a pasar su domingo en “libertad”. Aunque sería su último domingo libre.
Fue al cementerio donde estaban enterrados sus padres. Y terminó la tarde en un hotel alojamiento con una “amiga” y vecina.
Cuando volvió a su casa ya era de noche. Los cuatro cadáveres seguían en los mismos lugares donde habían encontrado la muerte.
Llamó a la Policía y trató de convencer a las autoridades de que sus mujeres habían sido víctimas de un robo. El ardid duró poco. Terminó confesando haber sido el autor de la masacre porque en su casa “lo maltrataban”.
En 1995 fue condenado a reclusión perpetua en un fallo que resultó dividido ya que los magistrados Eduardo Hotel y Luis Soria (h) lo declararon “imputable”, mientras que la jueza María Clelia Rosentock lo encontró “inimputable” en sus actos.
“Si las circunstancias se volvieran a dar, yo actuaría de la misma manera. No podría haber evitado lo sucedido, estaba bajo un cuadro de degradación y humillación”, dijo Barreda en ese momento, aunque luego se arrepintió en declaraciones periodísticas.
Barreda dixit
En la cárcel, Barreda conoció por carta a quien terminó siendo su nueva mujer: Berta “Pochi” André. En 2008 le concedieron la prisión domiciliaria, que fue a cumplir a la casa de ella, en el barrio de Belgrano. A los pocos años, lo descubrieron violando el beneficio cuando salió a la calle, sin autorización judicial, con el pretexto de que tenía que tomarse la presión en una farmacia. Por unos días le quitaron el beneficio y volvió a la cárcel de Gorina, cerca de La Plata, donde había pasado largo rato de su condena. En marzo de 2011, le dieron la libertad condicional. Lo primero que hizo al salir fue pedirle a su defensor que le consiguiera entradas para ver al club de sus amores, Estudiantes de La Plata. El festejo fue en una parrilla de San Telmo. Enfrente, en otro restaurante, cenaba Bono, el cantante de U2. Los fotógrafos y camarógrafos dividían sus flashes y planos para registrar la imagen surrealista. De un lado, saboreaba un “cacho” de carne argentina uno de los músicos más famosos del mundo; del otro, brindaba con un vinito el homicida múltiple más controvertido