Liliana Caruso

No somos ángeles


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      Pero la peor de las sospechas surgió con la declaración de la cuñada de José Luis Auge, uno de Los Horneros detenidos. Ella aseguró que en un cumpleaños familiar, meses después del crimen, la cámara fotográfica de Cabezas fue usada para retratar al cumpleañero.

      Entonces, ¿quién tiró la cámara de fotos al Canal de la Ruta 11? Nadie, aún, lo pudo responder. Pero en ese momento, no había persona que no hablara del fenómeno y del poder del alambre mágico. De todas formas y más allá de las suspicacias, el rabdomante se convirtió en un héroe. Néstor Vinelli y su alambre mágico tuvieron en Dolores su momento de gloria... aunque duró poco.

      Envalentonado con las mieles de Dolores, participó en la búsqueda de Micaela Ávila, una nena desaparecida en Córdoba. Esa vez no la encontró. También buscó a Bruno Gentiletti, un nene desaparecido en Rosario, y el resultado de su trabajo también fue negativo.

      Y así, tan rápido como se habían hecho famosos el rabdomante y su “Y”, así de rápido pasaron a la historia.

      Cuando la fiscal de juicios orales de San Isidro Gabriela Baigún pidió una condena de 36 años de prisión, el imputado y destinatario del pedido, Horacio Conzi, ni la miró. Estaba ocupado leyendo un libro sobre la vida y obra de Miguel Ángel.

      Para muchos esos gestos demostraban soberbia e impunidad, para otros, la cosa era más simple: Horacio Conzi estaba loco.

      La locura rondó siempre la vida de los hermanos Conzi. Hugo y Horacio eran dos comerciantes temidos en San Isidro, una exclusiva zona del norte del Conurbano bonaerense.

      Hicieron una gran fortuna con el negocio de las estaciones de servicio pero su máximo esplendor llegó cuando compraron un complejo de restaurante y gimnasio sobre la Avenida del Libertador.

      Dallas –así se llamaba– se convirtió rápidamente en el lugar de reunión obligado de ricos y famosos. Muchos de ellos desconocían las denuncias por actos de violencia que los hermanos Conzi tenían radicadas en la Justicia de San Isidro.

      Pero el apellido Conzi saltó a la tapa de los diarios de todo el país el 16 de enero de 2003.

      Según la denuncia, esa madrugada Horacio Conzi se subió a su camioneta 4 x 4 en el estacionamiento del restaurante Dallas y persiguió por la Avenida del Libertador a un remise.

      Unas quince cuadras después el remise frenó de golpe y recibió una ráfaga de catorce balazos. Uno de los pasajeros, Marcos Schenone, de 22 años, murió en el acto. Dos chicas, amigas de Marcos, y el remisero, resultaron heridos de bala en los brazos y las piernas.

      La camioneta y el agresor desaparecieron de la escena del crimen.

      Esa misma noche los fiscales Mario Kohan y Hernán Collantes, instructores de la investigación, supieron que Horacio Conzi era el hombre al que tenían que buscar.

      Esa noche empezó una cacería de película.

      Espías y pelucas

      –¡Mi hermano es inocente! –gritaba Hugo Conzi en cuanto programa de televisión quisiera escucharlo.

      Y conocedor de las leyes remataba:

      –Yo sé dónde está, pero como soy el hermano no tengo obligación de colaborar, me comprenden las generales de la ley.

      Los fiscales lo escuchaban en silencio. Hugo tenía razón. Pero esas declaraciones sonaban a desafío.

      El crimen de Marcos Schenone se había convertido en la noticia más importante del verano de 2003. La sociedad estaba indignada y Horacio Conzi, desde la clandestinidad, ponía en jaque no solo a la Policía sino también a los servicios de inteligencia de la Argentina.

      Los fiscales Kohan y Collantes no dormían y participaban personalmente en los allanamientos.

      Los investigadores sospechaban que alguien estaba ayudando a Conzi a permanecer prófugo. Alguien poderoso. Pero la confirmación la tuvieron en la provincia de Corrientes, más precisamente en la ciudad de Mercedes.

      El dato era certero. Horacio Conzi estaba en una estancia “camuflado” con un grupo de turistas extranjeros que participaban de un tour de caza.

      El lugar quedaba en medio de los esteros del Iberá y formaba parte de un complejo turístico. Uno de los socios era el polista Martín Barrantes, ex marido de la modelo Carolina “Pampita” Ardohain.

      Los fiscales llegaron al lugar en un avión del Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires. Todo estaba listo. La idea era allanar la cabaña donde el grupo de turistas descansaba.

      A las cuatro de la madrugada y en medio de un calor húmedo y sofocante, la Policía entró de golpe.

      –¡Manos arriba! ¡Policía! –gritaron.

      Los turistas sorprendidos y adormilados no entendían nada y llegaron a balbucear algunas palabras.

      –What is this? What are you looking for?

      En ese momento el desconcierto llegó a las filas policiales.

      –Son todos gringos. Yo algo de inglés hablo –aseguró un policía que inmediatamente se lució ante sus camaradas:

      –¡Police, somos Police!

      El fiscal Mario Kohan se dio cuenta en el acto que Horacio Conzi no estaba dentro del grupo. Salió de la cabaña furioso, un baqueano lo siguió y le confesó.

      –Doctor, hace diez minutos en una balsa un hombre cruzó el pantano. Me parece que sabía que ustedes estaban por llegar.

      Nunca se supo si el hombre de la balsa fue Horacio Conzi. Hoy los fiscales creen que sí.

      Inteligencia y Contrainteligencia

      Después del fracaso en Corrientes, los investigadores empezaron a sospechar que algún agente de Inteligencia que decía colaborar en la búsqueda de Horacio Conzi, en realidad alertaba al prófugo para burlar a la Justicia.

      Esas sospechas llegaron a oídos de la SIDE y empezó a trabajar el departamento de Contrainteligencia.

      Cuando los fiscales se enteraron, creyeron que estaban viendo un capítulo del Superagente 86, pero la realidad a veces supera a la ficción.

      Una tarde de verano, cerca de las 17, el fiscal Collantes recibió una llamada a su teléfono celular. Una voz masculina lo invitaba a él y al fiscal Kohan a una reunión “secreta”.

      Ambos aceptaron y minutos después un auto Ford Falcon color verde los pasó a buscar por los Tribunales de San Isidro.

      Subieron al auto, a las pocas cuadras los celulares misteriosamente se quedaron sin señal. Los funcionarios judiciales se miraron sorprendidos. El chofer de traje negro y anteojos oscuros se negaba a decir cuál era el destino final. Alegaba “cuestiones de seguridad”.

      Media hora más tarde, ya en Capital Federal, doblaron por la calle Estados Unidos y el chofer moduló por su handy:

      –Objetivo en arribo.

      Sobre esa misma calle un portón se abrió de par en par. El auto con los dos fiscales adentro estacionó en un lugar amplio y luminoso. Un hombre que dijo llamarse Rodríguez los estaba esperando:

      –Bienvenidos, esto es Contrainteligencia. Nosotros los vamos a ayudar a encontrar a Conzi. Adelante, por favor.

      Acompañados por Rodríguez, los fiscales llegaron al segundo piso del edificio. Entraron a un gran salón oval con cinco puertas. En el medio, una mesa larga con sillas. En una de las paredes más de cincuenta televisores mostraban imágenes de diferentes puntos de la ciudad.

      En la pared de enfrente, mapas de Capital Federal con anotaciones en clave.

      La búsqueda de Horacio Conzi estaba encaminada, según informó Rodríguez a los fiscales, estaban escuchando las conversaciones de todos los amigos y allegados a los hermanos. Pero Rodríguez tenía un as es la manga: