a ella, la recorrió de los pies a la cabeza con la mirada y dijo al final:
—Supongo que tienes razón. ¿Sabes? Ese vestido era de la abuela de Axel.
—¿Te molesta que me lo haya puesto? —preguntó Tara preocupada.
—En realidad te queda muy bien. A Sarah le habría gustado verte con él. Y es verdad, lo único que ahora me importa es probar esa tarta. Me han dicho que es de chocolate. Así que, ¡vamos a por ella!
Y así lo hicieron. Algunos en coche, pero otros muchos caminando a pesar de la nieve.
Axel se acercó a Tara y la levantó en brazos.
—¿No te enfriarás con esos zapatos? —musitó.
Tara posó las manos en sus hombros. La felicidad burbujeaba dentro de ella, dispuesta a estallar en cualquier momento.
—Va a hacer falta un milagro para que puedas llevarnos al bebé y a mí hasta el granero.
—Tú y el bebé sois los únicos milagros que necesito —respondió Axel, y fundió los labios con los de Tara en un largo beso.
Después, continuó caminando con ella en brazos a través de la nieve.
Tara echó la cabeza hacia atrás, dejando que la nieve bañara su rostro. Aquél era su lugar, pensó. Estar en los brazos del hombre que amaba.
Alzó de nuevo la cabeza, para disfrutar de la vista del rostro de Axel y vio un hombre tras ellos.
Con una sonrisa, presionó la mejilla contra el hombro de Axel.
—Amor mío —susurró—, creo que es posible que esta noche disfrutemos de más de un milagro.
Si te ha gustado este libro, también te gustará esta apasionante historia que te atrapará desde la primera hasta la última página.
Capítulo 1
ALGO sacó a Easton Springhill de un sueño profundo.
Se giró y miró el despertador, que marcaba las cuatro y veintiséis minutos de la madrugada. Las cortinas del dormitorio estaban abiertas, como siempre, porque le gustaba ver el paisaje de las cumbres nevadas cuando abría los ojos; pero en ese momento solo alcanzó a ver las estrellas en el cielo.
Suspiró y se volvió a tumbar. Sabía que ya no se podría dormir; además, se debía levantar de todas formas en poco más de una hora.
Odiaba despertarse antes de que sonara el despertador. Sobre todo cuando tenía la sensación de haber salido de un sueño maravilloso. Apenas recordaba unas cuantas imágenes, un eco vago; pero sabía que había soñado con él.
Se tumbó de lado y pensó que despertarse había sido lo mejor. Cuando Cisco entraba en sus sueños, ella se pasaba el resto del día en un estado extraño, suspendido. En parte, por la euforia de haber gozado de su compañía, aunque fuera en el mundo de su subconsciente; y en parte, por la depresión de despertar a otra jornada de duro trabajo en su rancho de Idaho. Sola, como siempre.
Sacudió la cabeza, molesta por la deriva de sus pensamientos, y se recordó que tenía una buena vida. Adoraba el rancho, adoraba a sus amigos y adoraba a sus sobrinos.
Lamentablemente, le faltaba lo que había deseado siempre desde su adolescencia.
Se sentó en la cama y se preguntó qué la habría despertado. Jack y Suzy, sus pastores escoceses, estaban ladrando en el exterior; pero eso no significaba nada; seguramente ladraban a un ternero o a algún roedor que había cometido el error de meterse en su territorio.
En cualquier caso, ya no podría conciliar el sueño. Sería mejor que aprovechara la situación para levantarse y trabajar un poco antes de afrontar las tareas diarias. Por desgracia, la contabilidad del rancho Winder siempre la estaba esperando.
Ya se había levantado y estaba buscando la bata cuando oyó un ruido que hizo eco en el interior de la casa, tan grande como vacía.
Se quedó helada y se preguntó qué diablos sería. Le había parecido una mezcla de chillido y aullido.
Un segundo después, oyó un golpe seco seguido de un tintineo, como si uno de sus tazones de plástico se hubiera caído de uno de los armarios.
Asustada y nerviosa, lamentó que los perros estuvieran en el exterior. Siempre permitía que el viejo Chester se quedara dentro de la casa, pero el pobre animal había fallecido durante el invierno.
Se puso unas zapatillas, se cerró la bata sobre la camiseta que llevaba y alcanzó el rifle preferido de su tío Guff, que siempre había insistido en que lo tuviera debajo de la cama, por si acaso.
Easton vivía sola en un rancho y a casi dos kilómetros del vecino más cercano. En tales circunstancias, solo una idiota habría despreciado la conveniencia de ser precavida. Y ella no era una idiota; al menos, en lo tocante a esos asuntos. Tenía la suerte de haber crecido con tres primos muy protectores.
Abrió un cajón de la mesita de noche, alcanzó dos cartuchos y los metió en la recámara. A continuación, alcanzó el teléfono móvil y se lo metió en el bolsillo, aunque no tenía intención de llamar a la policía sin comprobar antes lo que pasaba. Trace Bowman se reiría de ella si lo molestaba a esas horas porque un conejo se había metido en la cocina.
Salió del dormitorio y se maldijo a sí misma por haberse quedado en el piso de arriba después de la muerte de Jo. Habría sido más conveniente que se mudara a una de las habitaciones del piso bajo, pero se empeñó en mantener sus rutinas y en permanecer en el mismo lugar donde dormía desde los dieciséis años, cuando sus padres fallecieron.
Caminó hacia la escalera. Casi había llegado a ella cuando volvió a oír el ruido y se le erizó el vello de la nuca.
Definitivamente, no era un conejo. Sonaba más bien como un puma.
Pensó que eso explicaría los ladridos de los perros y recordó que había visto huellas de puma el día anterior; pero estaban más allá de los pastos del norte, al otro lado de la verja de su propiedad.
Además, no tenía sentido. Aunque hubiera cometido la estupidez de dejar una ventana abierta, ningún puma se metería en una casa; los grandes felinos eran animales solitarios que evitaban acercarse a los seres humanos.
Pensó que en eso se parecían a Cisco.
Cuando llegó al piso inferior, se le había acelerado el pulso. Se negaba a creer que un puma estuviera en la cocina de su casa. Supuso que, a pesar de sus precauciones habituales, habría dejado la ventana abierta; de ser así, cabía la posibilidad de que la brisa de mayo hubiera movido las cortinas y de que estas hubieran tirado la loción de manos y el jabón que tenía en el alféizar.
Era una tesis razonable, pero tenía un defecto: no explicaba el aullido.
Justo entonces, vio que en la cocina había luz. Sin embargo, nunca dejaba las luces encendidas. Y los pumas no se dedicaban a pulsar interruptores.
Ya había llegado a la conclusión de que no se trataba de un felino cuando oyó otro ruido, seguido por una maldición en voz baja.
Era un animal, sí; pero un animal racional.
Se apretó contra la pared del pasillo y dudó. No sabía si entrar en su despacho, echar el cerrojo y llamar a la policía o entrar en la cocina y apuntar al intruso hasta que las autoridades se presentaran en la casa.
Al