Ivan Jablonka

Historia de los abuelos que no tuve


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está dado por la declaración de un guardiacárceles: durante su detención en Parczew, Mates no dejó de alabar el sistema soviético, organizando con orgullo manifestaciones y huelgas de hambre (y prohibiendo rezar a sus pares judíos).34 El 20 de marzo de 1934, se ve privado de colchón durante dos días por “insubordinación constante”. En Lublin, algunos días después de la sentencia, solicita y obtiene del fiscal una entrevista con su hermana menor Henya, detenida en la misma cárcel. En Sieradz, su comportamiento es juzgado totalmente “deplorable”: el interno Jablonka “se solidarizó con otros comunistas”.35

      En la cárcel, los presos políticos logran sonsacarle a la administración el derecho a organizarse en komuna, agrupamiento dotado de ciertas ventajas: eximición de trabajar, paseos más largos, derecho a recibir visitas y encomiendas. Henya padece hambre, me cuenta su hija mientras me guía entre las tumbas del cementerio donde está enterrada su madre, en la ciudad de Hadera, al norte de Tel Aviv. En una foto de noviembre de 1936, unos meses antes de su liberación, se la ve enflaquecida, con un corte de pelo varonil, un poco fantasmagórica. En su segundo período de encarcelamiento, en 1939, se queda sin ropa de recambio. Su madre, Tauba “la paloma”, se las ingenia para conseguirle una muda. Las chicas de la komuna exigen que la comparta, pero Henya se niega rotundamente, en nombre de los sacrificios que eso le había costado a su madre: incumplimiento de la disciplina. Por lo demás, prima la solidaridad. Los detenidos, cuya escolaridad ha sido de lo más corta, se ayudan mutuamente a completar su formación. Juntos, se impregnan de los clásicos, se inician al darwinismo y a la economía marxista-leninista, meditan acerca de la historia revolucionaria francesa y rusa, perfeccionan su polaco, imaginan la sociedad socialista futura. A ese ritmo, Abram Fiszman aprende mucho más polaco que en diez años afuera (Colette está convencida de que Mates está con él).

      Considerando que un comunista tiene pocas probabilidades de escapar de la cárcel, esta es considerada como un riesgo a correr, una etapa, acaso también una prueba, un espaldarazo que permite entrar en carrera. Los condenados son los elegidos. La cárcel no los quiebra, al contrario, los endurece y refuerza aún más, si eso fuera posible, su determinación. Trasladado a Vilna, Hersh Mendel da ponencias a sus compañeros de celda sobre doctrina marxista, edita un manual en bielorruso y en ídish, festeja el aniversario de la Revolución de Octubre con guirnaldas y retratos de Lenin. Cuando la huelga de hambre se eterniza, la policía lleva a los internos al hospital para alimentarlos a la fuerza, vertiéndoles comida directamente en el estómago mediante un tubo: “A quien resista se le romperán los dientes” (Mendel, 1982: 261). Enseñanza mutua, estudio, deseo de aprender: la komuna tiene algo de yeshiva, aun si al lado de esos judíos también hay bielorrusos y ucranianos luchando contra la ocupación polaca. Fraternidad y ayuda recíproca, sin antisemitismo.

      Quisiera que la historia se detuviera aquí: mis abuelos son víctimas de la dictadura, son lesionados en su carne por estar habitados por la aspiración más noble que pueda existir, el amor por la humanidad. Su abnegación y su generosidad, que los condujeron a la cárcel con tantos otros, son admirables. Incluso Simje y Reizl, más moderados en apariencia, no abandonan su ideal al emigrar a esa Argentina donde todo era posible: al igual que ellos, sus hijos serán comunistas, se opondrán a las dictaduras. Mauricio, el hijo de Reizl, un hombrecito de 72 años bien musculoso y con un fino bigote blanco, se une a nosotros con su mujer para compartir un mate en el patio soleado. Enciendo mi computadora y comienza la entrevista. Mauricio es detenido una noche de octubre de 1974, en tiempos de gobierno legítimo, junto con cientos de militantes comunistas y peronistas de todo el país. Estado de urgencia. Prisión de Paraná. Prisión de máxima seguridad de Gualeguaychú. Nada de visitas, nada de cartas, nada de libros. Año 1976, dictadura de Videla. Represión, tortura, ejecuciones sumarias. Prisión Federal de Resistencia. Traslado en avión militar, maniatado al suelo, a la merced de militares que suelen lanzar a los presos al vacío. En total, cuatro años de cárcel, hasta el Mundial de fútbol, en 1978.

      Un día, Reizl va a Gualeguaychú. Le dicen que no se autorizan visitas. Responde que va a esperar, que ha decidido ver a su hijo –Reizl, que cuarenta años antes había ido a visitar a Mates a la cárcel de Lublin; Reizl, la desesperada de Chelm que se hubiera convertido en una loca de la Plaza de Mayo si su hijo hubiera sido empujado del avión. Finalmente, la autorizan a hablarle diez minutos. Le pregunto a Mauricio si cuando uno está en el calabozo, lejos de los suyos, lejos de todo, se pone a dudar. No, jamás: uno está seguro de sus ideas, uno sabe que el comunismo es la mejor elección posible, uno no cambia ni un ápice. Un revolucionario no duda, no tiene miedo. La revolución no es una idea romántica, es tu vida. Mucha gente ha optado por lo mismo. Uno no se considera un héroe. Uno actúa y ya.

      Benito, el hijo de Simje, me pasea por Buenos Aires. Visitamos el cementerio de la Recoleta, donde está enterrada Evita Perón, la madona de los pobres: “Todos los reaccionarios de Argentina están acá”, suspira Benito barriendo con la mano los pretenciosos edículos. Si el tío Simje no dedica su vida a la revolución como Mates, enseña a sus hijos a ser buenos comunistas, les habla todo el día de la Revolución de Octubre, de las Brigadas Internacionales, del Ejército Rojo, del Sputnik. Benito se siente comunista desde siempre, “nació comunista”. Juventudes comunistas a los 15 años. Tres períodos de cárcel: cuatro meses en 1956 por haber criticado al gobierno militar, un mes en 1958 por actividad subversiva, cuatro meses en 1969 por propaganda antigubernamental. Curso de marxismo-leninismo en Moscú.

      A menudo, de regreso de la Unión Soviética, Benito hace escala en París. Un día, a finales de los años ochenta, llega a nuestra casa completamente deprimido:

      –Los profesores dicen que el comunismo está terminado. Son los estudiantes de América del Sur quienes defienden al comunismo contra sus profesores. En el Comité Central, ya nadie cree en él. Dicen que los ideales del comunismo se concretan mejor en los países capitalistas. Dicen que la Unión Soviética ha perdido la batalla científica y tecnológica.

      Benito le pregunta a mi padre si eso es cierto. Mi padre asiente. Benito calla. Ha dedicado toda su existencia, su energía, sus momentos de ocio, sus fines de semana al comunismo, durante cuarenta años. ¿Existe la posibilidad de que se haya equivocado? Mi padre también militó en los años cincuenta, y mucho después de la invasión de Checoslovaquia en 1968. Creo que su militancia duró hasta la elección de Mitterrand. “Era mi familia, dice, mi religión”.

      Benito, su hermana y yo estamos sentados en la terraza de un café chic de la Recoleta, bajo la sombra de un ombú gigante. Benito me interroga sobre Francia, sobre Sarkozy: “¿Cuándo va a hacer la revolución la gente?”. Le respondo que el tema de mi libro son los héroes del siglo xx, aquellos que dieron su vida por cambiar al hombre y a la sociedad. Benito me pregunta quién hará la revolución hoy, quién destruirá el “capitalismo reaccionario” y cambiará la vida. Apoyo mi mano sobre su hombro. Benito se exalta: “¡Pero no se puede vivir sin utopías! ¡Todo el mundo necesita tener esperanzas!”. ¿Mi abuelo también me habría dicho, con más de 80 años, “la idea es buena, la aplicación ha sido mala”? ¿Habría invocado sin cesar la “revolución”, embriagándose ante el poder de la palabra?