interimperialistas agravan el enojo de los pueblos: la revolución en Europa es una cuestión no de años, sino de meses.
Algunos testimonios indirectos echan luz sobre la personalidad de mi abuelo. Los padres de Colette tienen una extraordinaria admiración por él, es un poco su ídolo (“No estoy exagerando”, dice ella al ver un dejo de duda en mis ojos). Mates es muy carismático, es un excelente orador; por otra parte, es un marxista puro y duro. Misma campana por parte de la tía Reizl: sólo habla de su hermano en términos positivos, le profesa un respeto sin límites. A finales de los años noventa, Reizl le asegura a mi padre que Mates es el personaje clave de los hermanos, el equivalente masculino de la media hermana Gitla: lo que él dice se escucha con atención, se medita y, al final, se aprueba. Para todos, Mates encarna lo incorruptible, el jefe cuya rigidez doctrinaria se manifiesta tanto en su coraje como en su calidez humana.
No tengo razones para dudar de la sinceridad de aquel panegírico, pero Mates también es el único de los hermanos que no sobrevivió. Antes de la guerra, justamente, sus hermanos mayores se manejan con otro lenguaje. He aquí lo que Simje escribe a su familia en Polonia desde Buenos Aires, en 1933: “Mates, ya te dije que abandonaras tu trabajo de ‘técnico’, roza la imbecilidad. La policía te hará un juicio y te encarcelará, todo tiene un final. ¿Acaso entre [ilegible] no pueden encontrar a otra persona que no seas tú? Por lo tanto, te aconsejo que pares, ¿eh, entiendes?”. Y desde Chelm, donde intenta ahogar su pena de amor, Reizl ironiza: “¿Qué hacen Henya y Hershl? [...] Y tú, Mates, ¿cómo estás? ¿Estás trabajando para la humanidad, estás preparando un porvenir más luminoso?”.
Esas cartas, traducidas del ídish al polaco en abril de 1934 con motivo del juicio, también figuran en el enorme expediente judicial de mi abuelo. ¿Por qué diablos los investigadores se interesan por esa correspondencia familiar donde se habla del tiempo y donde uno le reprocha al otro con insistencia el no escribir lo suficiente? Porque prueba que hasta los hermanos del acusado estiman que este va demasiado lejos. En mi viaje a Buenos Aires, exhibo esas cartas a los hijos de Simje y Reizl, los primos de mi padre. ¿Será que sus padres, una vez en Argentina o en Chelm, abjuran del comunismo? “Para nada”, responde tranquilamente Benito, el hijo mayor de Simje: en Argentina, toda la familia es comunista, sin excepción. Las únicas discusiones –y ahí sí que nos sacamos los ojos– son entre “rojos” y “súper rojos”. A finales de los años cincuenta, cuando Benito es arrestado por luchar contra el gobierno militar, su padre se niega a visitarlo en la cárcel. Simje estima, también en este caso, que su hijo se ha pasado de la raya; debería haberse contentado con leer a Marx y a Gramsci, con tener su tarjeta de afiliación, con ir a las reuniones y donar dinero. La tía Reizl se considera una comunista pura y dura, y en esa misma década, cuando otros miembros de la familia se enriquecieron, incita a su marido, lustrador de muebles, a abrir un negocio propio, como Simje. Pero la experiencia fracasa al cabo de algunos años: ellos están llamados a ser proletarios, trabajadores de base, no patrones. Años más tarde, viene a visitarlos el hermanito Hershl, quien llena la casa con el sonido de sus lamentos: la vida en Bakú es horrible, las tiendas están vacías, etc. Reizl le arma una escena: la Unión Soviética es un buen país para vivir, donde todos son libres y felices, ¡afirmar lo contrario es mentir descaradamente! Estas cartas de 1934, llenas de advertencias y sarcasmo sobre el tema del “futuro luminoso”, reflejan la diferencia entre el comunismo de Simje y Reizl, proletarios y militantes fieles, y el de Mates, revolucionario profesional cuya carrera pronto se detendrá contra el muro de una cárcel.
Mi abuelo es, pues, el loquito de la familia y el líder del microcosmos judío comunista de Parczew: y es en ese pelirrojo que comienza a interesarse Idesa, la militante de la KZMP, la hermana del vendedor de kerosene de la calle Amplia. Después de la guerra, todos mis testigos oyeron hablar a sus padres del amor de Mates por esa tenebrosa belleza: “locamente enamorado”, “jamás se habrían separado”, etc. Pero en aquel entonces, Abram y Malka Fiszman, los padres de Colette, ignoran todo acerca de esa relación, pese a ser amigos cercanos de ambos. Incluso su casamiento, en 1937, los toma desprevenidos. Sorprendente, pero ¿por qué no? Los padres de Colette también flirtean en secreto. Un contemporáneo: “No vivíamos nuestras propias vidas, vivíamos la vida del Partido [...] Yo estaba casado con el Partido, mi vida personal debía esperar” (Schatz, 1991: 94). Si nos atenemos a este testimonio, ya de por sí es increíble que dos militantes hayan podido amarse. De hecho, numerosas parejas se forman a la sombra del Partido: al heroísmo le sienta bien el romanticismo, y la inminencia del peligro desafiado juntos, hombro contra hombro, hace latir al unísono el corazón de chicos y chicas.
El ritmo de sus vidas está marcado por las reuniones secretas, la distribución de panfletos, la fabricación de banderolas llamadas “transparentes”, las fiestas: aniversario de la muerte de “las tres L”, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y Lenin (16 al 21 de enero), levantamiento de la Comuna de París (18 de marzo), Día Internacional de la Juventud (3 de septiembre) y, desde luego, aniversario de la Revolución de Octubre (7 de noviembre) –todas ellas son maneras de celebrar la unión del proletariado más allá de las fronteras, dentro de la gran tradición de Luxemburgo y Trotski (Schatz, 1991:106-107). El 1 de mayo, Día del Trabajador, es un caso aparte, ya que esa fiesta legal también era celebrada por el Bund y el Partido Socialista Polaco. Un informe de policía relata, en la sección “Sindicatos Judíos”, el desarrollo del 1 de mayo de 1933 en Parczew. A partir de las 9:30, unos cincuenta miembros del Sindicato de los Oficios de la Indumentaria y del Sindicato de los Oficios del Cuero desfilan, a la ida, por las calles 11 de Noviembre, Varsovia y Mariscal Pilsudski y, a la vuelta, por la calle de la Iglesia, hasta el local sindical. Los manifestantes enarbolan banderolas rojas y cantan sus himnos, “Martillo”, “Primero de Mayo”, “Hija de carpinteros”. No hay disturbios al orden público. En ambos sindicatos, concluye el informe, la influencia comunista se eleva al 10%.10
Como he dicho, este informe figura en la sección “Sindicatos Judíos”: “Proletarios de todos los países, ¡únanse!”, ¿el mandamiento estará grabado en las tablas de Moisés? Es cierto que Trotski se llama Bronstein y que Zinoviev nació con el apellido Apfelbaum. En la KZMP, las Juventudes Comunistas, la mitad de los adherentes son judíos. Esto es lo que dice Moshe Garbarz, de Varsovia: “A los ojos de la policía, ‘judío’ equivalía a ‘revolucionario’ y, de hecho, en mi barrio, eso era casi exacto” (Garbarz, 1983: 26-29). Y Max Dinkes, originario de Przemysl, en Galitzia: “En nuestra ciudad, jamás conocí a un comunista no judío” (Wolfshaut Dinkes, 1983: 21). Al igual que los bolcheviques de Rusia, que defienden a los judíos y denuncian los pogromos, el KPP combate el antisemitismo, esa ideología reaccionaria que sirve para dividir al proletariado. El Bund habla el mismo lenguaje, pero se dirige a los judíos, mientras que el KPP es un partido multiétnico, abierto tanto a los católicos como a los judíos, a los bielorrusos como a los ucranianos (los proletarios no tienen patria). En razón del antisemitismo de las demás formaciones polacas, los jóvenes prendados de justicia y deseosos de emanciparse de su identidad judía no tienen otra opción que entrar en el Partido, donde se asimilan rápido: el comunismo es para ellos la única cara de la libertad. De hecho, si muchos comunistas son judíos –y no a la inversa, puesto que en la entreguerras sólo el 0,2% de los judíos optan por el comunismo–, es porque han dejado de sentirse judíos (Mishkinsky, 1989: 56-74; Korzec, 1980: 112; Gross, 2010).
Al inicio de mi investigación, el compromiso de mis abuelos me resulta natural, de una evidencia que no apela comentario alguno. Pero en realidad, este implica una ruptura no sólo con la legalidad, sino con los valores familiares. En el siglo xix, el mortal se condena al entregarse a los poderes oscuros; en 1920, al convertirse en un revolucionario ateo. Piensen en Israel Issar Goldwasser y en Nakhman Yozef Shouh, ex estudiantes de la yeshiva: después de la Gran Guerra, regresan a Parczew siendo no creyentes, divulgan sus ideas marxistas en la casa de estudios, llenan la biblioteca de libros impuros en detrimento del talmudista Mendel Rubinstein, cuya cólera está narrada en el Yizker Bukh: “Envenenan los cerebros de las jóvenes devotas y adeptas al jasidismo; y añadiendo maldad a la maldad, hablan de modernizar el jeder”. ¡Cómo se atreven a meterse con los niños! ¿Cuál es el pecado de esos corderitos? Reb Mendel se esparce por todo Parczew, y al día siguiente, día de shabat, antes de abrir el arca santa para leer la perícopa de la semana, el rabino pronuncia un anatema contra los