actuar durante el shabat (Peretz, 1989). Los religiosos son como la “gata pía”, cuyo fétido aliento hace perecer al canario: sofocan a todo el mundo (Peretz, 1974: 51-54). Shloyme Jablonka, con su mikvé-baño de vapor donde se comentan las últimas novedades, parece un poco más tolerante que la media. Sanciona la modernidad, pero cuando sus hijas salen del peluquero con un corte tipo masculino, finge no darse cuenta. Las deja asistir a la escuela polaca, pero limita las ambiciones de sus hermanos al estudio de los textos sagrados. Esa es la atmósfera donde crecen mis abuelos: mojigatería por un lado, antisemitismo por el otro. A los 20 años, esta existencia les resulta intolerable. Pronto, un sentimiento de revuelta los oprime, los consume, quieren derribar todo: el comunismo será su tabla de salvación.
Marek conduce por el bosque de Parczew. Los árboles desfilan con los kilómetros, un tanto difusos. Cuando un habitante de ciudad como yo imagina un paseo por el monte, ve mariposas, alfombras de jacintos, senderos, pájaros que trinan alegremente. Pero el bosque de Parczew no está vivo. Su verde es oscuro, casi negro. Los pinos silenciosos, cuyas copas sólo dejan pasar rayos de luz cortantes como estalactitas, saturan el espacio sin brindar ningún punto de referencia. Los estanques y los claros están rodeados de maleza. Al pie de los troncos hace frío, algo te oprime, se oye un susurro allá arriba, alzas la cabeza para ver un trozo de cielo y de pronto entiendes que el bosque te ha capturado y que sólo él respira. Pero acaso estoy demasiado obsesionado por las persecuciones del invierno de 1943, los ladridos de los pastores alemanes, el pánico, los búnkers dinamitados, los cadáveres en un recodo del camino. Alguien descubre el escondite. Todo el mundo se dispersa por el monte. Feygue Chtchoupak corre con su hija Myriam, la última que le queda. Hace dos días que no comen, pero hay que escapar, escapar sin darse vuelta. Ladridos. Los asesinos están llegando. Correr. Correr más rápido. Se acercan. En un minuto, estarán allí. “Myriam –ordena Feygue–, para. Acuéstate”. La madre arranca matas de pasto, los tira sobre su hija inmóvil y se acuesta a su lado. Los asesinos llegan con los perros. No moverse. No respirar. Párpados cerrados contra la tierra. Están ahí. Pasaron de largo. Milagro (Chtchoupak, 1977: 293-300).
Marek nos lleva a la base del monumento oficial, una superposición de lápidas de cemento de tres metros de alto, a las que se llega a través de una escalera de ladrillos que tienen como telón de fondo un crucifijo: “A la memoria de los partisanos polacos y soviéticos, 1942-1944”. El viento sopla más fuerte, los árboles oscilan y comienza a llover. Primero unas gotas, luego se desata una tormenta en toda la región. Más allá del bosque, pasturas, aserraderos, fábricas de alquitrán, lagunas, campos de cereales aún verdes, molinos de agua y viento, otros bosques que sobrevuelo cual gavilán. Abarco con la mirada la llanura de Podlachie, una de las más fértiles del país. En el siglo xix, el bosque de Parczew es un reducto de bandoleros, pero también ofrece recursos a los indigentes, quienes compran al guardia forestal un permiso para juntar moras, frambuesas, grosellas, hongos que luego venden a las familias ricas. Esas frambuesas y esos hongos salvarán algunas vidas durante la guerra.
Al caer el día, llegamos a la posada y haras de Makoszka, al borde del bosque. En ese casco antiguo, que también data del siglo xix, nos vamos deslizando por las baldosas de sala en sala, envueltos y como lentificados por el terciopelo de los tapices murales y el pulido de las viejas vigas, al que responde el brillo mate de los atizadores y las arañas de bronce. A un lado, una coqueta montura sobre un caballete, unos caballos tártaros en miniatura; al otro lado, un juego de té de porcelana, expuesto en una mesita; más allá, cuernos de ciervo, plumas de faisán, fusiles de culata esculpida, cananas, cartucheras. Una escalera conduce a los cuartos, cerrados por pesadas puertas de roble. Para la cena, la anfitriona nos sirve una especie de tentempié con pan negro, ensalada, mermeladas y té dulce, que comemos solos en la punta de una mesa que corre hasta una chimenea larga como la entrada de una mina. A las 19 horas, empieza la velada. En el living de abajo, Audrey me traduce los documentos que me dio Bernadetta, luego leo un capítulo de su tesis al costado del hogar, mientras que la lluvia cae sin cesar, humedeciendo la tierra alrededor del casco y los boxes donde los caballos comen alimento seco. Del bosque sube un olor a humus. Estoy bien.
Mates es un artesano del cuero, más precisamente un talabartero, rimer en ídish, rymarz en polaco. En los años setenta, Hershl, que ahora es “el tío de Bakú” al igual que Reizl se desdibujó detrás de la figura de “la tía”, visita a mi padre: “Tu padre hacía correas para caballos”. Los documentos oficiales lo confirman. Mates fabrica arneses, riendas, bozales, cinchas, pero también –términos que nadie conoce y me gusta enumerar– estriberas, bridones, rodilleras, bajadores. Esta antífona arranca con la adolescencia, a mediados de los años veinte, pues el trabajo llega pronto a su vida. Después del jeder, el padre de Colette es aprendiz de sastre a los 12 años. Mates empieza a la misma edad, con seguridad, en una talabartería de Parczew. Habilidad manual e intuición del mejor cuero, limpieza en el taller y orden en las herramientas, tales son las nociones de base para el aprendiz talabartero. Su arte es de una complejidad prodigiosa: “El aprendiz –dice un manual de los años veinte–, primero aprenderá a fijar sus agujas al hilo, a usar las pinzas para coser, a sostener el punzón, luego a coser hundiendo el punzón bien recto, sin retorcerse, y a pasar la aguja” (Leurot, 1984: 4). El punzón sirve para agujerear el cuero; después uno corta, ensambla, cose, rellena, engrasa y da brillo a los ganchos de cobre. Horas de concentración y paciencia para alcanzar la perfección. Sobre su banco, Mates reproduce, secularizados, los ritos de su padre, que para la oración de la mañana da siete vueltas de correa alrededor de su bíceps, en sentido inverso a las agujas del reloj, pasa una segunda correa sobre su frente, en la raíz del cabello, ajusta las cajas que contienen un trozo de la Torah y termina colocándose unos ganchos sobre la muñeca, la mano y los dedos, o, quizá, controla día tras día que el agua del mikvé sea pura y esté inmóvil, que el tapón esté en su lugar y que el agua de lluvia caiga directamente en la pileta por la gotera, libre de toda impureza.
Mates tiene un auténtico oficio, pero la abundancia de talabarteros en Parczew, la crisis económica y el antisemitismo no deben facilitarle sus comienzos en la vida profesional. En virtud de una ley de 1927, los artesanos deben contar con un certificado de aptitud, el cual se obtiene tras haberse formado en una escuela. Como los derechos de inscripción son costosos, como la pasantía debe realizarse con un talabartero autorizado y como el examen final es en polaco, la ley permite eliminar a los candidatos judíos (Ertel, 1982: 187-189). En esa época, Mates tiene 18 y trabaja el cuero desde hace ya varios años. Es un simple obrero. ¿Por qué esta suposición? Porque ningún documento o testimonio indica que posee un puesto, y también porque frecuenta asiduamente el Sindicato de los Oficios del Cuero y las Juventudes Comunistas. Concluyo que trabaja para un patrón (C. Engelman, U. Engelman, D. Goldberg, A. Pilczer, J. Sokolowski o S. Solarz, según la guía profesional de 1929), a menos que esté desocupado. En cualquier caso, se ubica en lo más bajo de la escala social, justo antes de los indigentes. Es una pena por él, pues me parece evidente que a un talabartero que trabaja por su cuenta no ha de faltarle trabajo. Todo el mundo circula en carreta o en carro, los campesinos labran con caballos de tiro, y todos esos arneses y riendas se desgastan, se rompen: después de la fabricación, viene el servicio posventa. Por eso, los talabarteros de Parczew son tan prósperos como hoy en día los mecánicos de Châtillon-sur-Seine, siempre y cuando no coloquen en la entrada del negocio una estaca prohibiendo la entrada de cristianos.
Idesa es una belleza, todos los testimonios concuerdan. En total, tenemos seis fotos de ella, lo cual no está nada mal: un retrato de cuerpo entero, de niña y flacucha, donde está vestida de falda y mocasines, fija como un Pierrot lunar bajo la luz de un proyector de estudio, con la mano afectuosamente apoyada sobre el hombro de su madre, Ruchla Korenbaum; una foto donde está en compañía de un desconocido, un hombre mayor que ella, delante de un árbol, en medio de un pastizal; algunas fotos carnet donde lleva corsés y sacos de cuello en punta (debían de estar de moda). En una foto de grupo de la juventud de Parczew, Idesa resplandece en la plenitud de sus 17 años (estaríamos en los inicios de los años treinta). Su mirada es tan negra y profunda como su cabellera. En el hueco posterior de su cuello, alrededor de las cejas, en los pómulos, sobre el pliegue de los labios carnosos, las sombras destacan la blancura aterciopelada de su piel. Las trenzas marrones que caen a ambos lados de la raya acarician sus mejillas rellenas, recién salidas de la adolescencia, y su garganta es delicadamente realzada por un pañuelo