creíble, pero es imposible saber si se trata de él, ya que los homónimos abundan. Tauba es deportada a Wlodawa antes de ser asesinada en un campo cercano, quizá Sobibor. Lo sabemos por la tía Reizl, que lo supo por Yozef Stern, un vecino de Parczew exiliado a Canadá después de la guerra. Recién en 1945, con el restablecimiento de la comunicación postal, Simje y Reizl se enteran de la muerte de sus padres.
Israel Jablonka, relojero, cabalista él también, es hermano (o medio hermano) de Shloyme, es el hombre de los mil libros, cuya biblioteca desborda de maravillas. Su invalidez (“se dice que perdió una pierna a raíz de un pogromo”) lo obliga a caminar con un palo. Los niños quieren mucho a ese tío, y cuando él los visita, Simje y Mates se disfrazan con vestidos de sus hermanas y le hacen mil travesuras: el juego consiste en que el tío Israel finge tener miedo y se escapa rengueando. Siempre dice presente cuando se trata de aplaudir a alguna compañía itinerante que pasa por Parczew. Ese día, se frota el estómago: “Querido mío, hoy no comemos, ¡vamos al teatro!”.
Entre los demás hermanos de Shloyme, sólo puedo identificar con certeza a Yoyne, Jona en polaco, el self-made man de la familia, propietario de un comercio de telas y de una panadería en el cruce de las calles Ranas e Iglesia (en la guía profesional de 1929, figura un “J. Jablonka” en la sección “artículos de cocina”). Al principio de la guerra, Yoyne es miembro de la Judenrat de Parczew, en compañía de otros notables. Ese consejo, instrumento de los alemanes, ejecuta la voluntad de estos reuniendo fondos a partir de “multas”, abasteciendo a la Wehrmacht, haciendo limpiar las casas confiscadas y aplicando las medidas represivas: porte del brazalete blanco con la estrella de David, redadas para el trabajo forzoso, etc. En febrero de 1940, ese Judenrat se encarga de alimentar a los prisioneros de guerra judíos en tránsito hacia el campo de Biała Podlaska, más al norte, y de enterrar en el cementerio los 280 cadáveres abandonados al borde de la ruta (la inhumación dura dos días, ya que se debe cavar la tierra congelada con hacha) (Mandelkern, 1988: 13-16)12.
Cuenta el Yizker Bukh que, en junio de ese mismo año, Yoyne Jablonka recibe un correo de la administración de Lublin en el que se le ordena que ponga a su disposición la chatarra y las cosas viejas que se puedan recuperar en la ciudad. Los obreros que Yoyne recluta para ello reciben un permiso que los dispensa de cumplir con el trabajo obligatorio y el toque de queda. Pueden circular por las rutas, a pie o en carreta, hasta las nueve de la noche, privilegio considerable que les permite juntar un poco de comida. Una noche, Zonenshayn, uno de los cirujas afortunados, es despertado a golpes y llevado a la cancha de fútbol, detrás de la iglesia, donde ya hay decenas de hombres encerrados. Al alba, los SS los colocan en fila, los hacen hacer gimnasia ante los ojos de las mujeres y los niños amontonados detrás de las rejas. De pronto, llega el Judenrat, con Yoyne a la cabeza, quien se entrevista con los SS. Estos proclaman: “¡Que los cirujas salgan de las filas!”. Unos avanzan y son liberados. El director del aserradero de Polonka salva a sus obreros del mismo modo. Los demás son conducidos a la estación y cargados en vagones con destino a un campo de trabajo. Las mujeres se empujan para darles paquetes de comida, pero los alemanes las alejan con la culata de sus armas. “Los llantos de los niños y las crisis de angustia de las mujeres eran indescriptibles”, escribe Zonenshayn en el Yizker Bukh (¿volverá esta escena una y mil veces a su mente mientras observa a lo lejos las maniobras de un buque en la bahía de Haifa, donde rehízo su vida?). Interlocutor de los alemanes, engranaje de la máquina de muerte que acabará triturándolo, Yoyne Jablonka pertenece a esa “zona gris” donde las víctimas, esperando salvar otras vidas y quizá la propia, cooperan con los verdugos. ¡Paz a sus cenizas! Todos sus hijos murieron durante la guerra, excepto Shlomo, que partió in extremis a Palestina.
Quisiera acercar simbólicamente a otros viejos a mi árbol genealógico, como si fueran sus raíces más nudosas: el abuelo de Feygue Chtchoupak, vendedor de pescado, feliz de aportar la dote cuando la chica era pobre y de distribuir arenque para el shabat cuando los vecinos no tenían demasiado dinero; Rakhmiel el talabartero, a quien los comerciantes veneran porque les abre su casa y pone a su disposición una estufa donde calentarse mientras les cuentan historias a los niños, quienes se colocan en círculo alrededor de ellos, antes de quedarse dormidos sobre un fardo, tarareando Shema Israel (Engelman, 1977: 109-112); el “apóstata pío” de Parczew, ese anciano ochentón, especie de loco de barba larga que una foto de 1927 inmortaliza fumando un día de shabat (con el consentimiento de los rabinos, pues eso le alivia el asma)13. El alma de esos viejos judíos migró, creo, al hombre que ha logrado revivir esta civilización para mí, Bernard, mi traductor de ídish, con su collar de barba, sus canas cortadas al ras, sus ojos chispeantes como brasas, profesor de matemática en otra vida, hoy docente en una universidad parisina y pilar de la sinagoga de Boulogne. Si tanto afecto le tengo, no es únicamente porque me tradujo hora tras hora, semana tras semana, con suma paciencia, la literatura un tanto convencional del Yizker Bukh de Parczew; también es porque encarna la sagacidad, la volubilidad, la erudición y la travesura judías, y porque la única vez que sus ojos llenos de lágrimas gotearon delante de mí no fue cuando Zonenshayn rememora con felicidad los últimos días pasados con su hijita de 5 años antes de que la enviaran a la cámara de gas, ni cuando la última hija de Feygue Chtchoupak erra en el bosque en pleno invierno durante tres días y tres noches, ni cuando Rachel Gottesdiner recuerda la belleza y alegría de sus compañeras de colegio, asesinadas en la flor de la edad, sino cuando se entera de que Israel Jablonka, relojero apasionado por la cábala, recibe cientos de libros de toda Polonia: “¡Hasta en un pueblucho como Parczew había semejante amor por el estudio!”.
Todas estas escenas se adaptan perfectamente al decorado del shtetl: vieja sinagoga pintoresca, vereda de madera, casas oblicuas con vigas carcomidas, asociaciones de ayuda, panaderías, sastres, vendedoras de fruta y verdura, cementerio donde los ancestros de toda esta gente duermen desde el siglo xvi. Parczew y sus eruditos, Parczew y sus hassidim de corazón puro, gente sencilla y buena, cálida, siempre dispuesta a compartir su pitanza. Carcajadas, paseos el día de shabat por el bosque de Yashinke. Escuchen esta canción en ídish, que hace revivir las casuchas de paja, los ríos, los pinos, “mi shtetl, mi pequeño hogar donde tenía tantos sueños bonitos”. Pero no quiero dar una imagen demasiado idílica de Parczew. La nostalgia y las canciones jamás describen el retraso, el conservadurismo, la carcasa que suponen las prohibiciones religiosas, la inanidad de las supersticiones, la hipocresía, la microsociedad donde se chusmea, donde se espía, la mediocridad aceptada como una voluntad del Todopoderoso, el embotamiento general. “Las prohibiciones religiosas eran respetadas escrupulosamente”, escribe la polaca en su etnografía, “e incluso los judíos educados, como los médicos y los dentistas, debían seguirlas como muestra de consideración por lo que pensaban sus correligionarios” (Seroka, circa 1990).
–¿Sabe usted que reb Berl no vino a rezar esta tarde?
–Oy, ¿qué está diciendo?
–Absolutamente, ¡prefirió dormir!
La noche del shabat, no se puede encender la luz antes de que se haga de noche. Si no, todo el mundo se da cuenta y eso provoca un escándalo.
–¡Mira la casa de Yente! No enciendas hasta que ella no haya encendido.
Una multitud delante de la sinagoga:
–¡Hubo un pogromo en Pinsk!
–Ayunemos y oremos.
Un padre a su hijo, enfundado en su traje negro:
–¡No corras! ¡No silbes! ¡No leas a Tolstoi! El teatro y el cine es bitul-zman [tiempo perdido].
Vean a Parczew con sus casas ruinosas, sus calles embarradas, sus comadres. Vean ese shtetl donde I. L. Peretz llega a finales del siglo xix, entre los gallos, los terneros, los mojigatos con gorro de piel, los encorvados, los niños que chapotean en el charco con los gansos, los enfermos postrados sin nadie que los asista, los escolares pegados a su Talmud, las jóvenes con peluca y todos esos rostros “cansados, verdosos, pálidos”, esos hombres “tan desprovistos de virilidad, brutos, errando cual zombis” (Peretz, 2007: 114-115). ¡Qué buena vacuna contra el romanticismo a la Sholem Asch!14 A principios de siglo, las cosas empiezan a cambiar. En su obra Encadenados delante del templo, que cuenta la condena a la picota de un joven enamorado de una hija de ricos,