al mikvé al caer la noche, de lo contrario se expone a revelar los detalles de su vida íntima.
La finalidad del bod, el baño público, no es la purificación religiosa, sino la higiene corporal. Es el sauna del shtetl: una casona de madera revestida, con piso de parqué y un enorme horno a leña para calentar los ladrillos, los cuales se mojan con abundante agua: el vapor que se produce sube por el aire, los piojos revientan, se transpira tanto como se puede. “Es bueno, te da mucho calor” (ronronea la voz de Bernard). Los señores desnudos se cuentan chismes, mientras que bajo la supervisión del beder, un joven empleado les da golpes en la espalda con una escoba de ramas de abedul para favorecer la circulación de la sangre. La sesión se termina con un enjuague a baldazos de agua fría.
Mi familia de Argentina dice que Shloyme es guardián del mikvé, el “libro del recuerdo” dice que es beder.
A lo largo de varias semanas, me apasiono por este dilema donde parece flotar el alma de mi bisabuelo: ¿baño ritual o baño público? ¿Imperativos de la inmersión o placer del sauna? Durante mi viaje a Buenos Aires, en el tórrido calor de diciembre de 2010, sondeo la memoria de los hijos de Simje y Reizl para despejar toda duda. El hijo de Reizl menciona el complejo de su madre: cuando él le pregunta sobre la profesión de su padre, ella responde de manera evasiva. Un día, se sienta frente a ella:
–Dime, mamá, ¿tampoco es un ladrón, no?
–¿Un ganef? ¿Cómo se te ocurre?
Pero lo cierto es que Reizl tiene un poco de vergüenza del oficio de su padre. Les pregunto a los hijos de Simje y Reizl si están seguros de que se trata de un mikvé, como me escribieron por mail. “Sí, el baño ritual. Bah, el baño de vapor.” Esta respuesta me deja sumamente perplejo. En realidad, ambos baños a menudo están cerca. ¿Por qué? Porque uno no va sucio al mikvé. En una aldea como Parczew, probablemente estén en el mismo edificio.
El viejo Shloyme es muy religioso, me explica el hijo de Simje, solemne y dulce, con la espalda apoyada contra una de las columnas salomónicas que adornan el aparador de su living. “Habla poco”, agrega la hija de Simje tomando mate mientras yo anoto en la computadora. “Pero es cariñoso, afectuoso: expresa su amor mediante gestos, no palabras”. Es dueño de un gato que corre entre sus piernas cuando se va a la sinagoga por la mañana. Sus hijos son su única riqueza. Les cuenta historias, les enseña a jugar al ajedrez, les desliza algo de comer durante el ayuno de Yom Kipur. Simje, el mayor, heredó sus tefilin (cajitas que contienen fragmentos de la Torah, atadas a unas tiras de cuero) y también sus cualidades: cuando juega al ajedrez, pierde adrede para complacer a sus hijos y, de este modo, alentarlos. Tiene la costumbre de decir: “Cuando pierdo, gano, pues son mis hijos quienes ganan”. Simje murió de cáncer en Buenos Aires, en 1985. No lo conocí, como tampoco conocí a su hermana, la tía Reizl.
Cuentan en la familia que un día el baño es clausurado por falta de higiene. Mates contraviene la prohibición de abrir armando algo con ladrillos (¿desmonta el muro que bloquea el acceso? La historia no lo dice). Llega la policía, comprueba el delito y amenaza con llevarse a Shloyme. Mates se interpone: “El culpable soy yo, métanme en la cárcel”. Buen hijo, protector de los suyos, agrandado frente a la policía, así sería mi abuelo, y Reizl dice que es el más valiente de los cinco. Aparentemente, ni el padre ni el hijo se preocuparon; en todo caso, no por eso. La anécdota parece ser digna de creerse, ya que en el expediente judicial de mi abuelo, iniciado hacia 1933-1934, figura una carta en la cual un vecino aconseja amargamente a Shloyme pagar cierta suma, de lo contrario, su baño sería clausurado.
–¡Un clásico! –dice Bernard triunfante, sonriendo.
La insalubridad sirve como pretexto para cerrar los establecimientos judíos. En la Polonia que surge tras la Primera Guerra Mundial, las minorías nacionales sufren todo tipo de incordios: las escuelas judías tienen problemas de seguridad, los lugares de culto son demasiado exiguos, los escalones del mikvé son resbaladizos, etc. Luego, como sucede a menudo con Bernard, la conversación se desvía. En la entrada de las sinagogas, se erige un tonel donde los fieles deben lavarse tres veces cada mano; pero el agua sucia vuelve a caer en el tonel y en el piso, de modo que la gente prefiere entrar directamente en el templo, sin acercarse al charco de barro. En Lituania, a finales del siglo xix, las cabras defecan en plena calle y husmean en las parvas de basura. Estas digresiones sugieren que la policía de Parczew quizá no castigara injustamente. Pero un episodio del Yizker Bukh confirma la primera intuición de Bernard: después de la Primera Guerra Mundial, el edificio que alberga la casa de estudios y el mikvé es confiscado, y los polacos instalan allí las oficinas administrativas del joven Estado: policía, tribunal, etc. La casa de estudios se transforma en destilería de aguardiente y el baño sirve para suministrar agua, lo cual no impide que los judíos vayan a rezar a escondidas (Zonenshayn, 1977: 17-28). En conclusión, parece que el viejo Shloyme sí es víctima del antisemitismo de la administración polaca (ni hablar del vecino, que en mucho se asemeja a un chantajista).
Cuando no se ocupa del baño y de sus hijos, Shloyme estudia. Fragmento del Yizker Bukh:
La ciudad gozaba de una gran reputación en toda la provincia e incluso más allá, en razón de sus estudiantes talmudistas, sus sabios y su grupo de cabalistas. Entre ellos, figuraban reb Mendel Rubinstein hijo de Velvel, reb Israel Jablonka el relojero, reb Benyamin-Bria Beytel el fabricante de polainas, reb Israel Tendlarz el fabricante de polainas, reb Moyshe-Ver el profesor, reb Godel Rabinovitch y reb Shloyme Jablonka el guardián del baño, cuya fama era grande. En casa de reb Israel Jablonka, había una gran biblioteca con miles de tomos. A él se le enviaba cada libro que se imprimía en Polonia (Leybl, 1977).
Con ese reb pegado a su nombre, el “maestro” Shloyme Jablonka parece ser una figura en el pueblo, su piedad y erudición compensan de alguna manera su pobreza, sobre todo si su sauna-mikvé, pese a todos sus defectos, lo hace entrar en la esfera de lo sagrado, al igual que las ayudas del rabino Epstein (quien procede a la legitimación de Henya en 1935), los miembros de la Chevra Kedischa encargados de los ritos mortuorios, el matarife ritual, el chantre de la sinagoga, o el shul-klaper, quien todas las mañanas, a las seis, golpea las ventanas para llamar a los hombres a rezar. Imagino a Shloyme como un anciano con una aureola de luz, al mejor estilo Rembrandt, pero quizá es sordo y apesta.
Hoy en día, la cábala genera fantasías en un montón de gente, por ejemplo, la cantante Madonna. Me agrada pensar que la estrella planetaria quedaría impresionada frente a esos sabios solemnemente inclinados sobre sus libracos en una sala del fondo de la sinagoga, o en una choza a la luz de la vela, esos iniciados a los que en el shtetl llaman “gente de Khen”, hombres de la sabiduría oculta, que intentan revelar los secretos del universo. Para la ceremonia, los judíos se atan el tefilin al brazo dándole siete vueltas. ¿Por qué siete? Para los cabalistas, cada vuelta corresponde a una virtud heredada de Dios y encarnada en cada uno de los siete patriarcas de Israel: la bondad de Abraham, la sumisión de Isaac, la eternidad de Moisés, el respeto por toda criatura de Aarón, la paz de David, etc. El estudio del Zohar, el libro mayor de la cábala, está permitido después de los cuarenta años de edad, y siempre y cuando ya se conozca de memoria la Torah, la Guemará y los Profetas. Amantes de los símbolos y las metáforas, esos místicos son incansables a la hora de interpretar el Zohar, a fin de sumirse en estratos cada vez más profundos, cada vez más alejados de lo común, y acceder a la carcasa espiritual del universo (Scholem, 1998: 333 y sigs. ).
Shloyme se peina la barba, se coloca su gorra de piel antes de ir al templo, estudia en la mesa mientras que todo el mundo duerme, progresa en el conocimiento de Dios y, al final, esa noche de misterios se lo llevó para siempre, ya que de ese hombre pobre y devoto, padre de nueve hijos, casado dos veces, guardián del agua, exégeta de los textos sagrados, que desprecia los bienes materiales y las cámaras de fotos, sólo nos queda una conjetura en mi cerebro y unos tefilin de cuero viejo, gastado, pero aún flexible, en el cajón de un mueble de Buenos Aires; ni una firma al pie de un acta del registro civil, pues Shloyme prefiere declararse iletrado que escribir en otro idioma que no sea hebreo.
Nadie sabe cómo terminó. En la familia, unos afirman que muere de tifus siendo muy mayor, antes de la guerra, otros que fue asfixiado en un cámara de gas en Treblinka, con toda la comunidad judía de Parczew, y yo leo en el Yizker Bukh que