Ivan Jablonka

Historia de los abuelos que no tuve


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nombre, que pronuncio a la polaca: parshef, me procura una leve embriaguez. Suena más exótico que nuestro patronímico, el pequeño manzano, ese arbusto sin misterio que crece en el fondo del jardín. Parczew, con sus letras de final de abecedario, su generosa sonoridad, su “w” que sube como el humo de una chimenea, su olor a arcilla, de ahí venimos.

      Mi padre nació en París durante la guerra, yo vivo en París desde siempre, pero me parece que estamos afectiva y visceralmente ligados a ese pueblo que uno tarda varios minutos en encontrar en el mapa, apenas un punto entre Lublin y Brest Litovsk, en los confines de Polonia, Ucrania y Bielorrusia.

      En 2003, en su viaje a Parczew, mi padre se saca una foto delante del cartel que indica la ciudad, en la banquina de una ruta, al costado de un prado. Con la mano apoyada sobre el cartel, sonríe, un poco crispado. A mí también me gustaría ir, apoyar la mano en el cartel y sonreír. Parczew tiene para mí un olor y una musicalidad, pero también un color: el verde. Un verde casi fluorescente, tirando al amarillo, que encandila las praderas de Chagall (quien era oriundo de Vitebsk, Bielorrusia). Parczew me exaspera las papilas como la pulpa de una manzana ácida, pero ese nombre también podría evocarme un verde más intenso, más vegetal, un violinista en equilibrio sobre un tejado, un par de bueyes tirando de un carro o una cabra echando vuelo en una nube de color granate.

      Voy a visitar a Colette, una amiga de la familia cuyos padres son oriundos de Parczew. Su periplo tiene lugar en el verano de 1978, poco antes de la elección de Juan Pablo II. Así como el Parczew de mis padres es más bien bonachón, el de Colette es inquietante, siniestro. Llueve a cántaros. Después de abrirse camino por el barro, Colette y su madre van a la casa de una pareja de viejos que les habían indicado. Una habitación de techo bajo, dos camas miniatura con colchas de croché, algunos bordados en las paredes, una comida pantagruélica. Los anfitriones no sólo se acuerdan perfectamente del abuelo de Colette, que vendía vísceras de animales, ¡sino que hablan muy bien de él! A las cuatro de la tarde, ya casi es de noche. Tras la destrucción de la guerra y los cuarenta años de ausencia, la madre de Colette no logra encontrar su antigua casa bajo esa luz antracita y las columnas de agua. En un momento, cree reconocer la de su familia política, así como la escuela polaca de ladrillos a donde iba de niña; luego, por la emoción, se pone a deambular dentro de un hoyo, medio llorando, conmovida. Le habla a su hija en polaco y a los locales en francés. Sin fuerzas, Colette y su madre se refugian en el auto, estacionado al lado de una plaza pasada por agua. De pronto, surge un borracho de la nada y golpea el capó: necesita un fósforo para encender un cigarrillo.

      Llega mi turno. En Varsovia, me reúno con Audrey, que prepara una tesis sobre la violencia antijudía después de la guerra y aceptó acompañarme como guía e intérprete. Conducimos durante dos horas por una autopista repleta de camiones. Después de Lublin, la ruta atraviesa bosques, divide el campo. Por todos lados aparecen depósitos, pabellones, talleres, zonas industriales, el hábitat se densifica y, de golpe, llegamos. Parczew, mi shtetl. Pero Parczew no se parece ni a los cuadros de Chagall ni al barrial donde Colette y su madre aterrizaron hace treinta años: por las calles asfaltadas, circulan autos Fiat y Volkswagen, los chalets recién pintados dan a la ciudad un aire austríaco, y las casonas medio demolidas, dispersas en medio de pastizales, apenas se notan. Audrey estaciona al lado de una plaza pública donde nos encontramos con Bernadetta, profesora de francés en Wlodawa, con quien intercambié algunos mails. En su breve introducción, la mujer nos anuncia el programa: primero, visita del antiguo cementerio judío, luego la antigua sinagoga, por último, un encuentro con Marek Golecki, hijo del único “justo” de Parczew. Bernadetta me entrega unas fotocopias con la historia de la aldea, unos artículos de prensa y un relato etnográfico destinado a las jóvenes generaciones, en el cual una anciana polaca recuerda a los judíos de Parczew.

      Delante de nosotros, se extiende el antiguo cementerio judío: es la plaza pública. Los abedules y las hayas proyectan su sombra sobre el césped, el lugar está surcado de pasillos donde cada tanto nos cruzamos con una pareja, una persona corriendo, una madre empujando un cochecito. Deambulo bajo el sol primaveral, con la nariz alta y el corazón contento: he alcanzado mi objetivo, con un pie liviano estoy pisando la tierra de mis ancestros. En un rincón del parque, Audrey y Bernadetta conversan frente a dos lápidas mientras esperan a que yo termine mi paseo. En la primera lápida, levemente inclinada y de mármol gris claro, hay un texto grabado que la municipalidad de Parczew dedica a los “soldados polacos prisioneros de guerra”, asesinados en 1940 por los alemanes. En la segunda, horizontal, de mármol gris oscuro y con la estrella de David, figura un epitafio bilingüe, en hebreo y en polaco, redactado por un judío belga: “Aquí están enterrados 280 soldados judíos del ejército polaco, fusilados en febrero de 1940 por los verdugos alemanes hitlerianos. Entre las víctimas, yace mi padre, Abraham Salomonowicz, nacido en 1898”. Unas dalias marchitas adornan la placa.

      Subimos otra vez a los autos para ir a la sinagoga, construida a finales del siglo xix para aliviar al antiguo templo de madera, hoy destruido. En ese edificio de color dorado, pintado hace poco, de un piso y agujereado con unas ventanas en forma de Tablas de la Ley, se lee una pancarta: “Ropa usada, importada de Inglaterra”. Al lado, un cartel anuncia descuentos del 50%. Bernadetta, en su precioso francés anticuado, se me adelanta: “No has de ofenderte”.

      ¡Por supuesto que no! Si bien los escasos documentos que poseo sobre mis abuelos mencionan Parczew (escrito “Parezew”, “Parczen” o “Poutcheff”), sé perfectamente que acá no tengo ningún derecho, no soy más que un turista. Subimos la escalera y llegamos a una gran sala llena de percheros, con cientos de vestidos, faldas, pantalones, camisas, remeras, tapados que una clientela femenina mira con atención. Los muros son grisáceos, del techo cuelgan unas luces de neón. De todo eso emana una impresión de viejo y destartalado, pero es una miseria limpia, rutilante, el suelo con agujeros parece encerado. Cuando el flash de mi cámara dispara, los dos hombres de la caja se dan vuelta bruscamente y me incineran con la mirada: no sé si tengo aspecto de judío, de occidental o de ambos, lo que es seguro es que no soy del lugar. Algunos de esos trapos, colgados de la cañería, se ven en la foto que saqué a hurtadillas al bajar furtivamente por la escalera: un vestido malva con cuello de strass, un vestido de novia, un déshabillé kaki con florcitas, un camisón con motivos anaranjados y azules.