Ivan Jablonka

Historia de los abuelos que no tuve


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partisanos, abandonaron la ciudad luego del pogromo del 5 de febrero de 1946. Pero como su padre fue nombrado “Justo entre las Naciones” por haber salvado a judíos, Marek es mal visto en la ciudad. Mientras tomamos un refresco, nos cuenta que en los años setenta su establo sucumbe a un sospechoso incendio; cuando acude al alcalde para pedir una eventual indemnización, este le responde que más bien debería pedir ayuda a sus “amigos judíos”3. Al regalarle una botella de oporto que le traigo de Francia, temo causarle aún más problemas (otro amigo judío), pero Marek no le tiene miedo al qué dirán y tampoco es que lo tratan cual paria, como comprobamos a lo largo de nuestro paseo por Parczew: se detiene en casa de los vecinos para hablar de mecánica, de mangueras, etc.

      Los padres se llaman Shloyme y Tauba, y no sólo no están casados, sino que sus hijos son reconocidos de forma tardía. Hershl es inscripto en el registro rabínico sólo a finales de los años veinte, supuestamente “en razón del inicio de la Guerra Mundial”. De igual modo, el acta de nacimiento de Henya se establece en 1935, con un retraso de 18 años, que esta vez se explican “por motivos familiares”. Huele a patriarca un tanto negligente, que ordena sus asuntos al final de una vida complicada, al reconocer a su última hija. En el acta de matrimonio de mis abuelos, Tauba, con más de 60 años, finalmente es calificada de “esposa Jablonka”: todo se puso en orden. Pero como los hijos de Shloyme Jablonka y Tauba llevan el apellido del padre desde su más temprana edad, es obvio que su filiación es de notoriedad pública (lo mismo sucede con mi abuela).

      Los Jablonka son cinco hijos, si exceptuamos al bebé que murió de pequeño: Simje y Reizl, los mayores, futuros emigrantes argentinos; Mates, mi abuelo, el hermano admirado; y los dos últimos, Hershl y Henya, futuros emigrantes soviéticos. Pero la seguidilla de nacimientos, de 1904 a 1917, comienza mucho antes: al cruzar las fichas disponibles en línea en la página web de Yad Vashem, descubro que el viejo Shloyme tiene dos hijos y una hija de una primera unión, todos asesinados junto con sus familias en 1942. La información fue comunicada a Yad Vashem por Hershl y Henya, un poco dubitativos en cuanto a las fechas de nacimiento y a la ortografía de los nombres de sus medio hermanos. Desde Buenos Aires, el hijo de Simje me confirma la existencia de esos primogénitos, e incluso agrega que la media hermana, Gitla, es minusválida porque siendo bebé se cayó de una mesa.

      La complejidad de esas familias ensambladas, no siempre muy estables, medianamente legítimas, me recuerda el diálogo entre un pobre diablo y el escritor I. L. Peretz, a finales del siglo xix, cuando este último está recabando datos sobre la población judía rusa, a pedido de un filántropo. Peretz realiza la entrevista:

      –¿Cuántos hijos?

      Ahí, necesitó un momento de reflexión. Y se puso a contar con los dedos. De su primera mujer, los míos: uno, dos, tres; de su segunda mujer... Pero esa cuenta lo aburre.

      –Nu, pongamos seis.

      –”Pongamos” no corresponde. Tengo que saberlo de manera precisa. […]

      El hombre vuelve a contar con los dedos. Para llegar esta vez a un total de –¡alabado sea Dios!– tres hijos más que hace un rato.

      –Nueve hijos. ¡Quiera el Eterno que sean de sólida constitución y que se conserven en buena salud! (Peretz, 2007: 92).

      Mates, mi abuelo, tiene 5 años cuando estalla la Primera Guerra Mundial. Luego de los primeros reveses rusos, los alemanes invaden Parczew en 1915, y algunas fotos de época, disponibles en la base de datos sztetl.org, muestran un desfile de carretas cubiertas con lonas y soldados atravesando la aldea, a pie o a caballo, con fusil en bandolera, casco en punta y equipo completo a la espalda, ante los ojos de viejos judíos preocupados y niños risueños. Comparada con la siguiente ocupación, esta inspira casi simpatía, pero de todos modos da lugar a episodios penosos. El Yizker Bukh menciona las tiendas saqueadas, el hambre, la epidemia de cólera, el trabajo forzado de los jóvenes, la inflación. “La moneda rusa era utilizada para hacer papel; los billetes de 500 rublos tapizaban las calles. Los niños juntaban klepatschkes, así se llamaba a las monedas. Cada niño tenía una bolsa de tela con la que recorría las calles” (Gottesdiner-Rabinovitch, 1977: 52-55).

      ¡Pero también qué esperanza! Porque los invasores alemanes prometen a los judíos la igualdad, hablan de autonomía cultural, autorizan algunas iniciativas (en ese momento, abre una biblioteca en Parczew), mientras que los rusos los deportan hacia los campos del Dniepr porque suponen que son espías pagados por los alemanes (Korzec, 1980: 51-52). Los niños aprenden a vivir con la guerra. “La juventud también comenzó a verse afectada por una psicosis de guerra, explica el Yizker Bukh. Se formaron dos bandos. Cada shabat, había batallas ordenadas en filas. Un bando era dirigido por el hermano del rabino Mordekhai Saperstein […]; en el otro estaba Israel Straiger Rozenberg (hoy en Estados Unidos). Las jóvenes también participaban en esos combates como ‘enfermeras’. Se peleaba con piedrazos, la frontera era el río, había heridos de ambos lados” (Gottesdiner-Rabinovitch, 1977: 52-55). Fuera de esos juegos guerreros, los niños se bañan en el Piwonia y, en invierno, se deslizan por el hielo. El domingo a la mañana, van a lavar las jarras y los utensilios de shabat. Y la vida continúa: disfraces en Purim, tiro al arco y banderas para la fiesta de Lag Ba-Omer, que conmemora la revuelta de los judíos contra los romanos, etc.

      Los alemanes ocupan Parczew hasta 1918, fecha en que la Rusia bolchevique pide la paz y abandona sus territorios polacos. Ciento veintitrés años después