partisanos, abandonaron la ciudad luego del pogromo del 5 de febrero de 1946. Pero como su padre fue nombrado “Justo entre las Naciones” por haber salvado a judíos, Marek es mal visto en la ciudad. Mientras tomamos un refresco, nos cuenta que en los años setenta su establo sucumbe a un sospechoso incendio; cuando acude al alcalde para pedir una eventual indemnización, este le responde que más bien debería pedir ayuda a sus “amigos judíos”3. Al regalarle una botella de oporto que le traigo de Francia, temo causarle aún más problemas (otro amigo judío), pero Marek no le tiene miedo al qué dirán y tampoco es que lo tratan cual paria, como comprobamos a lo largo de nuestro paseo por Parczew: se detiene en casa de los vecinos para hablar de mecánica, de mangueras, etc.
Al día siguiente, vamos a la municipalidad. Audrey explica la razón de nuestra visita a la jefa de departamento, quien, al cabo de unos minutos, regresa cargada con tres espesos libros: el registro civil rabínico. Me dispongo a descubrir, en medio de caracteres finos y gruesos, el nombre de mi abuela, Idesa, pero la empleada me responde que no encontraré nada porque el año de su nacimiento, 1914, fue bastante turbulento. En cambio, su acta de matrimonio, dos décadas más tarde, sí que está presente y menciona a “Idesa Korenbaum […] hija de Ruchla Korenbaum, no casada”4. La verdad de los apellidos: mi abuela nació como ilegítima. De regreso a Francia, tendré ocasión de verificar, en el acta de nacimiento de mi padre, que Idesa se llama más exactamente Korenbaum vel Feder, el polaco vel significa en este contexto “llamada”, “conocida con el nombre de”. Ilegítima, pues, pero no abandonada, ya que lleva el apellido de su padre, el señor Feder. De niña, Idesa vive con su madre, Ruchla Korenbaum, con un hermano de quien no sé nada, y quizá con su padre. En ídish, Feder significa ‘pluma’ y Korenbaum, ‘árbol con corteza’, lo cual no quiere decir nada. La poesía de los apellidos.
¿Y por el lado de mi abuelo, Mates Jablonka? La empleada me entrega unas banales actas de nacimiento, pero me siento depositario de una información secreta, inaudita, casi sulfurosa. Por orden, la hermandad Jablonka está compuesta por Simje (nacido en 1904), Reizl (1907), Mates (1909), Hershl (1915) y Henya (1917), tres varones y dos mujeres, nacidos en el imperio de los zares5. Nada que no supiera hasta ahora, excepto por un drama del cual mi padre jamás había oído hablar: en 1913, un hermanito, Shmuel, fallecido a los 2 años.
Los padres se llaman Shloyme y Tauba, y no sólo no están casados, sino que sus hijos son reconocidos de forma tardía. Hershl es inscripto en el registro rabínico sólo a finales de los años veinte, supuestamente “en razón del inicio de la Guerra Mundial”. De igual modo, el acta de nacimiento de Henya se establece en 1935, con un retraso de 18 años, que esta vez se explican “por motivos familiares”. Huele a patriarca un tanto negligente, que ordena sus asuntos al final de una vida complicada, al reconocer a su última hija. En el acta de matrimonio de mis abuelos, Tauba, con más de 60 años, finalmente es calificada de “esposa Jablonka”: todo se puso en orden. Pero como los hijos de Shloyme Jablonka y Tauba llevan el apellido del padre desde su más temprana edad, es obvio que su filiación es de notoriedad pública (lo mismo sucede con mi abuela).
Los Jablonka son cinco hijos, si exceptuamos al bebé que murió de pequeño: Simje y Reizl, los mayores, futuros emigrantes argentinos; Mates, mi abuelo, el hermano admirado; y los dos últimos, Hershl y Henya, futuros emigrantes soviéticos. Pero la seguidilla de nacimientos, de 1904 a 1917, comienza mucho antes: al cruzar las fichas disponibles en línea en la página web de Yad Vashem, descubro que el viejo Shloyme tiene dos hijos y una hija de una primera unión, todos asesinados junto con sus familias en 1942. La información fue comunicada a Yad Vashem por Hershl y Henya, un poco dubitativos en cuanto a las fechas de nacimiento y a la ortografía de los nombres de sus medio hermanos. Desde Buenos Aires, el hijo de Simje me confirma la existencia de esos primogénitos, e incluso agrega que la media hermana, Gitla, es minusválida porque siendo bebé se cayó de una mesa.
La complejidad de esas familias ensambladas, no siempre muy estables, medianamente legítimas, me recuerda el diálogo entre un pobre diablo y el escritor I. L. Peretz, a finales del siglo xix, cuando este último está recabando datos sobre la población judía rusa, a pedido de un filántropo. Peretz realiza la entrevista:
–¿Cuántos hijos?
Ahí, necesitó un momento de reflexión. Y se puso a contar con los dedos. De su primera mujer, los míos: uno, dos, tres; de su segunda mujer... Pero esa cuenta lo aburre.
–Nu, pongamos seis.
–”Pongamos” no corresponde. Tengo que saberlo de manera precisa. […]
El hombre vuelve a contar con los dedos. Para llegar esta vez a un total de –¡alabado sea Dios!– tres hijos más que hace un rato.
–Nueve hijos. ¡Quiera el Eterno que sean de sólida constitución y que se conserven en buena salud! (Peretz, 2007: 92).
Nueve también es la cantidad total de hijos del venerable Shloyme Jablonka, buen padre si no buen marido. A él le dedica una línea el Yizker Bukh6 de Parczew, “libro del recuerdo” publicado por los supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, volumen de historia local en hebreo y en ídish destinado a hacer revivir el shtetl desaparecido (Zonenshayn, Niska, Gottesdiner-Rabinovitch, 1977): Shloyme se ocupa del baño de Parczew. De más está decir que una labor tan modesta apenas permite satisfacer las necesidades de la familia. En lo de los Jablonka nadie se acuesta con el estómago vacío, pero la casa es pequeña y está pobremente amueblada. Las tormentas retienen a todos puertas adentro, pues la lluvia y la nieve que traen las suelas pueden transformar rápido el piso de tierra en un barrial. Pero como hay que salir para comprar algo de comer, ir al baño, buscar agua y madera, acudir al oficio religioso, el único lugar limpio al final de la jornada es debajo de la mesa del comedor: y allí es donde juegan los niños. Cuando Tauba está enferma, la media hermana Gitla va a ayudar con las tareas domésticas, de modo que los niños la quieren tanto como a su madre y la relación entre ambas mujeres es tensa. El viernes por la noche, una u otra acercan los platos a la mesa, una vez que el jefe de familia ha servido el vino y recitado la oración ante la asombrada mirada de los niños.
Mates, mi abuelo, tiene 5 años cuando estalla la Primera Guerra Mundial. Luego de los primeros reveses rusos, los alemanes invaden Parczew en 1915, y algunas fotos de época, disponibles en la base de datos sztetl.org, muestran un desfile de carretas cubiertas con lonas y soldados atravesando la aldea, a pie o a caballo, con fusil en bandolera, casco en punta y equipo completo a la espalda, ante los ojos de viejos judíos preocupados y niños risueños. Comparada con la siguiente ocupación, esta inspira casi simpatía, pero de todos modos da lugar a episodios penosos. El Yizker Bukh menciona las tiendas saqueadas, el hambre, la epidemia de cólera, el trabajo forzado de los jóvenes, la inflación. “La moneda rusa era utilizada para hacer papel; los billetes de 500 rublos tapizaban las calles. Los niños juntaban klepatschkes, así se llamaba a las monedas. Cada niño tenía una bolsa de tela con la que recorría las calles” (Gottesdiner-Rabinovitch, 1977: 52-55).
¡Pero también qué esperanza! Porque los invasores alemanes prometen a los judíos la igualdad, hablan de autonomía cultural, autorizan algunas iniciativas (en ese momento, abre una biblioteca en Parczew), mientras que los rusos los deportan hacia los campos del Dniepr porque suponen que son espías pagados por los alemanes (Korzec, 1980: 51-52). Los niños aprenden a vivir con la guerra. “La juventud también comenzó a verse afectada por una psicosis de guerra, explica el Yizker Bukh. Se formaron dos bandos. Cada shabat, había batallas ordenadas en filas. Un bando era dirigido por el hermano del rabino Mordekhai Saperstein […]; en el otro estaba Israel Straiger Rozenberg (hoy en Estados Unidos). Las jóvenes también participaban en esos combates como ‘enfermeras’. Se peleaba con piedrazos, la frontera era el río, había heridos de ambos lados” (Gottesdiner-Rabinovitch, 1977: 52-55). Fuera de esos juegos guerreros, los niños se bañan en el Piwonia y, en invierno, se deslizan por el hielo. El domingo a la mañana, van a lavar las jarras y los utensilios de shabat. Y la vida continúa: disfraces en Purim, tiro al arco y banderas para la fiesta de Lag Ba-Omer, que conmemora la revuelta de los judíos contra los romanos, etc.
Los alemanes ocupan Parczew hasta 1918, fecha en que la Rusia bolchevique pide la paz y abandona sus territorios polacos. Ciento veintitrés años después