reojo sin disimulo.
Según la tía Reizl, que lo admite sin celos, Idesa es la chica más linda de Parczew. Como en un cuento, mi abuelo se enamora perdidamente de ella. Pero Idesa ya se estaba viendo con alguien, y sobre todo Mates no está a su mismo nivel: es un chico de baja estatura, de cabello rubio tirando a pelirrojo, avergonzado de sus pecas. Un día, acude a escondidas a lo de una sanadora para que se las borre con una crema especial. La operación fracasa de manera lamentable, Mates vuelve a su casa enfermo y todo el mundo lo ataca. Pero el chico tiene muchas cualidades. He aquí el retrato que hace, ochenta años después, la hija de Henya, en base a los recuerdos de su madre: Mates es un mamzer, o sea, un tipo listo, un vivo que siempre cae bien parado. Todos saludan su valentía y su amabilidad: siempre está dispuesto a ayudar, a cargar algo, a mudar un mueble, los trabajos de fuerza no le dan miedo. En una palabra, un buen tipo, de buen espíritu y buen corazón, pero un duro, alguien a quien no hay que buscarle camorra. Así son hoy los sabras, concluye la chica con una sonrisa, en su terraza de Hadera, al norte de Tel Aviv: “Un higo de barbaria, dulce en su interior pero erizado de espinas”.
Transfigurado por el amor, despreocupado por los obstáculos, Mates repite para quien quiera oírlo: “A esa chica, ¡la conseguiré! Se los juro que un día será mi mujer”.
Relaciono este testimonio con el de la tía Reizl, recogido por mi padre durante un viaje a la Argentina. Energía, alegría, perseverancia, capacidad de iniciativa, esas son las cualidades de Mates. “Él canta, y dondequiera que vaya, la gente se pone a cantar”. Es diferente de los demás y, en particular, de sus hermanos, menos corajudos, más apocados. En la calle Ancha, en frente de la casa familiar, hay una tienda de kerosene atendida por el hermano de Idesa (hoy, un taller mecánico). Al mediodía, ella viene a traerle el almuerzo. Mates la contempla por la ventana. Toma a su madre como testigo: “¿Te gusta?”. Tiempo después, la corteja sin despertar la más mínima inquietud en su futura suegra: “Mates es un tipo tan correcto, que cuando viene a casa los dejo solos”. Así nace este amor, tal como la tía Reizl lo guarda en su memoria o lo fantasea; ella, que ha vivido tan amarga decepción. Me hubiera gustado tanto interrogarla directa, metódica, tiernamente, para saber más... pero Reizl murió en 2006, un año antes de que yo comenzara esta investigación. No la conocí. Al final de su vida, aparece en las fotos como una mujercita cobriza, risueña y avispada, luminosa por su bondad, luciendo un vestido floreado que le ajusta un poco. A mi cerebro le cuesta establecer un paralelismo entre la tía, encarnación de la abuela bonachona en la lejana Buenos Aires, y Reizl, joven un tanto regordeta, ubicada en la última fila de la foto que retrata a la juventud de Parczew, emigrante que toma el barco en 1936 con el abrigo destinado a su hermana menor. Son las difracciones del tiempo. Tenemos retratos de Mates e Idesa, pero por un fenómeno comparable, me cuesta representarme el amor que se tenían, su complicidad, ya que no existe ninguna foto donde aparezcan juntos.
Por la mañana, brilla un sol enorme sobre el bosque de Makoszka. Una abeja zumba entre el vidrio y la cortina de puntilla. Con la manta cubriéndome hasta el mentón, bien calentito, vuelvo a pensar en nuestro vagabundeo del día anterior, luego del paseo por el monte con Marek. Son las cuatro de la tarde, nos salteamos el almuerzo y comenzamos a sentir los efectos del hambre. Parczew no tiene restaurantes, y por otra parte los negocios están cerrando. Terminamos dando con una taberna, suerte de subsuelo laberíntico sumido en las tinieblas, con unas luces de neón dispersas color azul fluorescente que aclaran tenuemente las paredes. El lugar está poblado de muchachos ociosos, jóvenes apoyados contra los billares, adolescentes que se manosean en los rincones, al amparo de unas máquinas tragamonedas cuyos botones y números titilan en la oscuridad. Para que el lugar sea un auténtico pub de los bajos fondos le falta la atmósfera llena de humo y el tráfico de maleantes, y sin una música tecno ensordecedora tampoco llega a ser una discoteca. El sitio no se parece a nada, pero refleja a la perfección mi sensación del momento: sórdida, pegajosa, desde la epidermis hasta la médula.
Audrey pide unas pizzas. Nos miramos en silencio, embrutecidos. La ciudad se me unta y tengo ganas de huir, este pueblucho fantasma con su sinagoga-feria americana, su cementerio-parque, su calle de los Judíos rebautizada “calle Nueva”, su Rynek bien limpito, sus conciudadanos sin problemas de conciencia. Pero no soy el primero, y sobre todo no soy el que más duramente ha sido golpeado. En 1968, Baruch Niski, exiliado en la Unión Soviética, visita su shtetl natal como un absoluto extranjero.
Aquí está el parque con las flores rojas, era la antigua plaza del mercado. Este es el cine, era la casa de estudios donde vivía el rabino. Aquí están los establos de Pojorni, antaño la iglesia ortodoxa. Allá estaba el baño público. Allí, donde ven hoy esa parva de carbón, era la casa de Itzhak Fischer. [...] Unos niños nos rodean y nos miran intrigados, como animales curiosos. ¡Nunca han visto a un judío! “Mamá –pregunta una niña–, ¿esos son judíos? Parecen buena gente, ¿por qué los asesinaron y echaron?”. Estoy sentado en el parque, el antiguo cementerio. Los árboles se erigen pensativos, huérfanos. Yo mismo, que quedé solo, soy huérfano. A mi alrededor, todo está sumido en la tristeza. Parece que los árboles recitaran el kaddish y murmuraran: ¿Por qué, para qué viniste? (Niski, 1977: 265).
Nunca vi un cementerio judío. Por supuesto que conozco la parcela de Bagneux, me acerqué a las tumbas de varios judíos argentinos, israelíes y americanos, recorrí el cementerio de Praga, que en mi recuerdo se confunde con el que Chagall pinta en 1917, por la manera en que el caos de tumbas baila sobre el suelo, como si los muertos las levantaran, alguno con el pie, otro con el codo. ¿Pero a qué se asemeja el cementerio de un shtetl? Parece que los últimos cementerios judíos de Polonia están desapareciendo, invadidos por los matorrales, ahogados por la vegetación, salvo aquellos que reviven bajo la forma de un polígono de tiro o de un basural. En el jardín público de Parczew, sólo hay dos placas, la gris claro y la gris oscuro, en memoria de los 280 soldados judíos del derrotado ejército polaco, ejecutados en la ruta mientras eran transferidos. ¿Qué fue de los judíos de Parczew? Debía de haber miles de tumbas, familia Zonenshayn, familia Wajsman, familia Fiszman, familia Chtchoupak, familia Feder, familia Jablonka, ricos, pobres, artesanos, vendedores de pescado, rabinos del siglo xvii, el pequeño Shmuel fallecido a los 2 años. No queda más que pasto y árboles. En el archivo municipal de Parczew, conservado en Radzy´n Podlaski a donde vamos dos días después, damos con el censo de hombres, realizado con posterioridad a la guerra, sin duda con fines militares. Todos son catalogados como “rzymsko-katolicki”, es decir que en Parczew sólo quedan católicos. En los mismos fondos hay otro documento: la lista, calle por calle, de los inquilinos de propiedades judías después de la guerra. Contiene cientos de nombres, todos ellos católicos.15 No hay otra alternativa que rendirse a la evidencia: los judíos de Parczew nunca existieron.
Me pongo a meditar, siguiendo en el espejo las idas y venidas del mozo con su bandeja cargada de cervezas. En Europa Occidental, se suele pregonar que los aliados vencieron a Hitler, abatieron a la bestia inmunda, etc. Sin embargo, basta con poner los pies en un pueblito como Parczew para comprobar hasta qué punto los nazis ganaron con maestría la guerra contra los judíos. El genocidio, esa demiurgia al revés, dio nacimiento a la Polonia étnicamente pura de la posguerra. Pero el antisemitismo de la población polaca también hizo lo suyo. En 1939, Polonia cuenta con 3,5 millones de judíos, o sea, el 10% de la población. Luego de la guerra, los 250.000 supervivientes abandonan el país progresivamente, éxodo que aceleran los motines antijudíos de Rzeszów (junio de 1945), los pogromos de Cracovia (2 muertos en agosto de 1945), de Parczew (3 muertos en febrero de 1946) y de Kielce (42 muertos en julio de 1946), a los cuales pueden agregarse 118 asesinatos perpetrados en la región de Lublin (Kopciowski, 2008: 177-205). Hoy en día, los judíos son apenas 12.000. Un documental sobre el shtetl de Bránsk, cerca de la frontera bielorrusa, muestra la última sinagoga de la región, desafectada y medio en ruinas, en el momento en que de ella se escapa un rebaño de ovejas. En Bránsk mismo, la ruta que pasa delante de la iglesia está asfaltada con piedras de lápidas judías, mientras que otras fueron redondeadas para servir de muelas. En los años noventa, un polaco filosemita –otro “lacayo de los judíos”– trae 175 piedras al ex cementerio, rebautizado lapidarium; pero una vez nombrado alcalde adjunto, renuncia a decir una sola palabra sobre los judíos (el 60% de la población antes de la guerra) durante la celebración del 500 aniversario de la ciudad (Marzynski, 1996; Hoffman,