tenido que retrasar la boda hasta su regreso a San Francisco. Y así estaban, a punto de finalizar la gira de promoción. Tan solo restaban un par de eventos allí mismo, tras los que se podrían tomar un par de semanas de vacaciones. Tampoco más, pues su cartera de clientes había subido a la par que la carrera de William. Por eso había decidido contratar a Penélope.
Disfrutaba del mejor momento de su carrera y su trabajo la llenaba por completo. Por eso, y solo por eso, estaba dispuesta a dejar que aquel par de empalagosos tortolitos estuviesen girando en el tiovivo unos minutos más. Marguerite, la mejor amiga de la novia, y ella, habían organizado aquel evento para que todo funcionase con la precisión de un reloj suizo. Y aún quedaba mucho por hacer aquel día: el banquete, la fiesta, una pequeña recepción con los periodistas… Al menos la sesión de fotos estaba a punto de terminar y tenía que reconocer que por momentos había disfrutado de ver a su amigo hacer todas las extravagancias imaginables, como cuando se fotografiaron besándose mientras abrazaban los árboles del parque. Ese, sin duda, iba a ser un momento para la posteridad.
Sonrió con pereza y suspiró, cerciorándose antes de que nadie la observara en una actitud tan «blandita».
—¡Gina! Está cayendo el sol, creo que deberíamos ir encendiendo los farolillos que llegan hasta la carpa de cristal —propuso Marguerite mientras subía por la pradera hasta su posición.
—Sí… por supuesto. Ahora mismo ordeno que lo hagan —contestó tomando de las manos de Penélope la carpeta con los datos de la organización del evento—. ¿Los músicos están ya listos?
—En sus puestos —respondió Marguerite.
Gina no levantó la vista de los papeles.
—¿Y tu novio tiene preparado todo lo del catering?
—También. La comida está lista, Vince está realmente inspirado esta noche —dijo la francesita entusiasmada—. Quiere que todo sea perfecto, no solo por la boda. Es nuestro último día todos juntos antes de irnos a París. Ese curso que Vince tiene que impartir de pastelería nos mantendrá alejados un año entero.
Marguerite bajó el tono, indudablemente emocionada.
—Seguro que también será duro para Didie. He podido comprobar que te quiere como a una hermana.
—Je l’adore aussi —dijo la francesita girándose a mirar a Didie, y en su rostro se reflejó todo el cariño que le profesaba.
Las alarmas de Gina se pusieron en marcha. Huía de los dramas. No le gustaban las emociones ni las demostraciones públicas de las mismas.
—Bueno, todo irá bien, estoy segura. —Respiró impaciente.
Necesitaba volver al tema de la organización. Ya era bastante estresante que la pareja hubiese decidido celebrar la boda en el Golden Gate Park en lugar de en uno de los lujosos salones de cualquiera de los hoteles más elegantes de la ciudad, como para que encima algo saliese mal. Aunque a ellos no parecía preocuparles demasiado los detalles de la celebración, Gina jamás habría consentido que algo escapase a su control, aguando la fiesta. Por suerte, Marguerite había resultado ser una colaboradora asombrosamente eficaz. Con muchas ideas brillantes y excelente gusto. Por no mencionar que su novio era uno de los chefs más prestigiosos de la ciudad, además de buen amigo de la novia. Así que aquella celebración, a pesar de su extravagancia, iba a ser «casi» lo que ella habría esperado para la boda de William y Didie.
Desde su posición hizo señales para que el personal contratado encendiese la iluminación de las carpas del banquete y de la zona de baile. Con paso resuelto se dirigió al tiovivo para avisar a la pareja de novios que su tiempo de dar vueltas como colegiales había finalizado.
—No te has fotografiado con nosotros, ¿por qué no subes y nos acompañas en la última? —le preguntó Didie nada más verla aproximarse.
—¡Oh, no… no… no! ¡Ni hablar! Lo que tenéis que hacer es bajar vosotros, ya es tarde. Tenemos un programa —apuntó Gina.
Evitando mirar a la novia directamente, desvió su atención hacia los papeles que tenía en sus manos.
En aquellos meses de gira en los que había convivido con Didie se había dado cuenta de lo fácil que era caer en sus mágicas redes de persuasión. No sabía cómo lo hacía, pero siempre terminaba por conseguir lo que deseaba. Y por nada del mundo quería acabar como aquel par de tortolitos, haciendo el tonto en el tiovivo.
—Creo que deberías bajar a por ella, cariño. —William, detrás de su esposa, abrazándola como si temiese que se le fuese a escapar, instó a su musa a ir a por Gina.
—¡No seas idiota, William! Tenemos un programa que seguir. Todo el personal está preparado, aguardando a que terminéis de una vez con esta excentricidad… —Gina no pudo acabar su protesta porque Didie ya había bajado de la atracción y llegaba hasta ella—. ¿Cómo puedes andar por el césped con esos tacones de vértigo? —preguntó a la novia cuando llegó hasta ella.
—No es cuestión de equilibrio, sino de saber mover las caderas —dijo Didie, contoneándose con una gran sonrisa—. Y ahora que te he desvelado el mayor de mis secretos, ven con nosotros.
—¡No pienso hacerlo! ¡Ya os lo he dicho, tenemos un programa que seguir!
Se mantuvo en sus trece.
—No te lo estoy preguntando…
Gina parpadeó un par de veces, alucinando ante el comentario.
—… Las fotos son para recordar los mejores momentos de nuestra vida. Los más felices, aquellos que esperamos sean imborrables. Y sobre todo para, años después, revivir la felicidad que nos produjo compartirlos con los que más queremos. Gina, tú eres familia, nuestra familia, y tienes que estar en nuestros momentos imborrables.
Gina se perdió un segundo en la mirada castaña de la chica y tragó saliva. ¡Maldita fuera ella y su poder de persuasión! Podía haber dicho mil cosas, pero había apelado al cariño que se tenían. ¡Era una bruja! Una bruja dulce y adorable, y a pesar de no querer doblegarse terminó por sonreírle y aceptar con un casi imperceptible movimiento de cabeza, que Didie tomó como el más entusiasta asentimiento.
La tomó de la mano y tiró de ella hacia la atracción. Estaba a punto de subir a aquel aparato del demonio cuando su teléfono móvil sonó, haciendo que se sintiese salvada por la campana.
No podía describir cómo se sintió. El pulso le temblaba y un sudor frío perló su frente nada más escuchar las palabras de su madre al otro lado de la línea telefónica. Shannon Kirkland jamás se había caracterizado por ser cauta a la hora de dar noticias, siempre había carecido de la empatía necesaria para evitar herir a los demás. Y no había deshonrado su fama ni para anunciarle la muerte de su propia madre, la abuela de Gina, de un infarto cerebral.
Tras comunicarle el fallecimiento de la abuela Jo, el resto de palabras que salieron de labios de su adusta madre fueron recibidas como quien escucha el parte meteorológico del día en la radio de camino al trabajo. Errática, sostuvo el teléfono en su oído sin prestar atención. Ni siquiera fue consciente de que minutos más tarde dejaba de hablar y aguardaba en silencio una respuesta.
—¡Gina! ¿Me has oído? ¡Tienes que ir a Bellheaven lo antes posible!
—¿Cómo? Sí… claro —dijo mecánicamente, aún medio ausente.
La abuela Jo… Hacía apenas tres semanas que había hablado con ella por teléfono. Una vez más, y tras una larga conversación sobre libros y lo mal que le parecía que una mujer como ella, en la treintena ya, siguiese soltera, le había insistido en que fuese a verla pronto. Y Gina, como en el resto de ocasiones, la había invitado a ser ella la que fuese hasta San Francisco para pasar unos días juntas. Y ahora su madre le anunciaba que había muerto. Su única familia, además de sus padres, ya no estaba…
—¿Cuándo salimos? —consiguió preguntar, sin terminar de asimilar la noticia.
—Yo no voy a ir. Tienes que ocuparte tú