Lorraine Cocó

Besos de mariposa


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      —No tienes que organizar nada. Controlas esta gira desde hace meses. Sabes lo que hay que hacer en cada minuto. Está todo apuntado en esas libretitas y agendas tan monas, con tanto detalle que hasta un niño de cinco años podría seguirlas. ¿Crees que tengo menos cabeza que un niño de cinco años?

      —¡Oh! ¡No me lo pongas tan fácil, Will! —Gina le sonrió con pereza.

      —Es cierto, te lo he servido en bandeja. Pero ahora vamos a hablar en serio. Didie, Penélope y yo podemos seguir tus indicaciones al pie de la letra. Solo quedan dos eventos de esta gira y después nos vamos a tomar unas vacaciones. No pasa nada, tú te las tomas antes y nosotros nos ocupamos del resto.

      William la miró a los ojos e intentó infundirle la seguridad que ella necesitaba.

      —Está bien, imaginemos por un momento que estás en lo cierto, que vosotros os podéis ocupar de los dos eventos que quedan para finalizar la gira. ¿Qué pasa con el resto de mis clientes?

      —El resto de tus clientes esperará. Faltan unos días para Acción de Gracias. Estamos en fiestas, y te aseguro que no es el mejor momento para firmar contratos. Tienes a Penélope…

      —Está verde…

      —Puede ser, pero seguro que está más preparada de lo que estás dispuesta a aceptar. Apostaría mi mano derecha a que tampoco le has dejado demostrártelo. No te revelo nada nuevo si te digo que eres una mujer controladora que necesita hacerse cargo de todo. Pero también eres una de las mujeres más inteligentes que conozco. Si contrataste a Penélope es porque viste en ella a una chica con mucho potencial, que podría triunfar como agente literaria. Pero aún no le has dado las responsabilidades suficientes para que te lo demuestre.

      Gina torció el gesto. No podía negar ninguna de las suposiciones de William, pues así había sido. Bajó la mirada a sus carpetas y agendas amontonadas por Will, y después levantó el rostro para observar a Penélope. Como ayudante suya no tenía por qué estar colaborando con la organización de la boda. No estaba entre sus funciones. Pero allí estaba, algunas mesas más adelante, charlando con Marguerite y señalándole cómo debían disponerse las mesas de los regalos, los postres y por dónde debía salir el personal del catering para que el servicio fuese lo más fluido posible.

      Sí, seguía pareciendo una pececilla de colores, pero era una pececilla armada con una carpeta de programación y la determinación de una misión por cumplir. Tal vez podría confiar en ella durante un tiempo. Seguro que el mundo no se acabaría porque estuviese ausente unos días.

      —Bien, quizás tengas razón y me esté preocupando más de lo debido —confirmó ella.

      —O tal vez prefieras preocuparte por el trabajo para no pensar en el hecho de que acabas de perder a un familiar muy querido y especial para ti… —dijo Didie llegando hasta la mesa.

      El aire volvió a faltarle en los pulmones. Didie se sentó a su lado y la miró con preocupación.

      —Puedo resolver los temas legales de mi abuela sin problemas. Habría preferido que lo hiciese mi madre, pero está claro que eso no va a pasar.

      —Sé que puedes ocuparte de los temas legales, nadie es tan profesional y eficiente como tú, pero no me refería a eso, Gina —le dijo la novia buscando su mirada.

      —Pues eso es lo único que me preocupa —contestó ella recogiendo las cosas de la mesa.

      —Gina, tu abuela acaba de morir. Es lógico que necesites llorar su pérdida…

      —Yo no lloro, Didie. No me hace falta. Estoy bien —las palabras de Gina salieron de sus labios tensas como las cuerdas de una guitarra. Enderezó la espalda y adquirió su pose más profesional. Se levantó de la mesa y estiró la falda de su elegante traje gris perla—. Y ahora, vamos a celebrar una boda. Este es un gran día.

      Tras estas palabras, William y Didie la vieron marchar en dirección a Penélope y volver a asumir la organización del evento. La pareja de recién casados se dio la mano y miró a su amiga con preocupación.

      —Bien —suspiró Didie—, obedezcamos a la señorita organizadora por esta noche. Nada va a hacer que cambie de opinión. Mañana será otro día.

      —Sí, mañana será otro día, pero esta noche, señora James, vamos a hacer que sea inolvidable —dijo William a su esposa, tomándola de la silla, en brazos.

      Y cubriendo sus labios de cereza, la besó apasionadamente.

      Capítulo 3

      Bésame rápido, y haz que mi corazón se vuelva loco.

      Suspira y susurra… Oh… en voz baja.

      Kiss Me Quick, Elvis Presley

      Justice terminó de abrocharse los botones de la camisa del uniforme y la introdujo con pulcritud bajo el pantalón. Se revisó en el espejo de su cuarto, cerciorándose de que no le faltaba nada. Se ajustó el cinturón y sacó la pistola del primer cajón de su mesilla de noche, cerrado con llave. La guardó en la cartuchera y miró el reloj de pulsera para comprobar que ya se había retrasado cinco minutos. Esperaba que Nicole no le diese muchos problemas aquella mañana. Respiró un par de veces con profundidad y fue hasta el cuarto de la niña, rezando para encontrarla en la cama. Pero en cuanto abrió la puerta de madera blanca con su nombre anunciado en letras rosas y purpurina azul, supo que no iba a ser así.

      Nicole no estaba.

      Al menos había intentado dormir en su cama; la colcha, manta y sábanas estaban revueltas. Se pasó la mano por el pelo, intranquilo. No sabía qué más podía hacer. Había hablado con ella de todas las formas posibles, pero no había conseguido ayudar a su sobrina.

      Con paso lento se dirigió hasta el armario con puertas de lamas y, sigilosamente, la abrió. Encontró a la niña allí, acostada en el suelo, bajo la ropa colgada. Hecha un ovillo en el interior de su saco de dormir, abrazada a Mary Cooper: una conejita de peluche blanco ataviada con una brillante faldita de bailarina y un sombrero de copa negro. El juguete fue un regalo de su madre cuando la niña era apenas un bebé y desde entonces había dormido con el ya desvencijado muñeco cada noche. Y la acompañaba a todas partes en el interior de su mochila. Una linterna y un libro eran el resto de los tesoros que guardaba a su lado.

      Se agachó frente a ella y tomó el libro del suelo. Mujercitas, de Louisa May Alcott. Lo reconoció enseguida. Era uno de los libros favoritos de Anette, su hermana mayor y madre de Nicole. Ambas lo habían leído tantas veces que algunas páginas parecían a punto de deshacerse al tocarlas.

      —¡No lo toques! ¡Lo puedes romper! —le gritó la niña abriendo los ojos.

      Lo observó con expresión huraña.

      —No voy a romperlo.

      —No lo sabes, si sigues tocándolo así puede que lo hagas, y entonces lo perdería para siempre…

      Bajó el tono al pronunciar las últimas palabras y el corazón de Justice se encogió en su pecho dolorosamente, pero por el bien de su sobrina su gesto no cambió un ápice. Con cuidado, depositó el libro sobre el escritorio de Nicole y se giró hacia ella con una sonrisa apagada.

      —Voy a preparar el desayuno, te espero abajo. Hoy te llevo yo a la escuela.

      —No tienes que hacerlo, puedo ir en el bus —se quejó ella.

      —Lo sé, pero prefiero llevarte yo. ¿Qué sería de mis días si no pudiese comenzarlos con nuestros incómodos silencios durante el trayecto?

      Nicole le regaló una de esas miradas desafiantes que tanto le recordaban a su hermana. Anette se las había brindado desde niños, cada vez que él decidía, como buen hermano menor, sacarla de quicio.

      —No eres gracioso. Al llevarme a la escuela con el coche de policía parece que llego arrestada.

      —Si quieres te quito las esposas justo en la puerta. —Justice