Lorraine Cocó

Besos de mariposa


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nueve días desde su marcha, hizo que se le atragantase el café. Consiguió terminar de tragar, dolorosamente, justo para ver al cartero del pueblo a su lado. Le había posado una mano en la espalda mientras aguardaba una respuesta.

      —No tengo la menor idea, señor Jenkins. Y no sé, la verdad, por qué imagina que podría estar yo en disposición de esa información —le contestó, esforzándose por ofrecerle una escueta sonrisa.

      —Bueno, chico. Gina Walters siempre fue tu mejor amiga. Ibais juntos a todas partes. Me atrevería a decir incluso que erais inseparables.

      —Cuando éramos niños…

      —Algunas cosas nunca cambian —apuntó el hombre con una gran y bonachona sonrisa.

      —Bien, pues esto sí. No he vuelto a saber nada de ella desde que se marchó con quince años. Y teniendo en cuenta que no ha vuelto desde entonces, dudo que vaya a hacerlo ahora. Imagino que su madre enviará a un abogado a solucionar los temas de la abuela Jo.

      —¿Tú crees que Shannon haría tal cosa? —Fue el turno de Tori para sumarse a la conversación, desde el otro lado de la barra.

      Y un par más de presentes lo terminaron de rodear.

      Justice resopló. Odiaba los cotilleos y acababa de convertirse en el centro de uno.

      —No lo sé, Tori. Todo hace pensar que sí, la señora Walters no se llevaba bien con su madre y por eso se fueron del pueblo. Si no han vuelto a mantener contacto durante estos años no veo por qué tendría que venir ahora.

      —¡Pero era su madre…! —añadió Tori.

      —¡Y ella su única hija! —se sumó el señor Jenkins.

      —Lo sé. Pero estoy seguro de que mañana no faltará gente de este pueblo que la recuerde con cariño durante el entierro. Era muy querida y apreciada. Estaremos los que tenemos que estar. Los demás, sobran.

      Apuró el resto de su café de un trago.

      —Y ahora, si me disculpáis, me voy a la comisaría. Me llevo los dónuts, Tori —añadió tomando la caja del mostrador—. Que pasen buen día, señores —se despidió ya en la puerta, antes de marcharse con celeridad.

      Una vez en el coche volvió a respirar, llenando los pulmones por completo antes de arrancar el motor. Apenas había una docena de calles desde la pastelería hasta la comisaria, pero cada una de ellas se le hizo interminable. No quería pensar en Gina. De hecho, era el último pensamiento en el que quería que se detuviese su mente. Ya lo había hecho durante demasiados años, cada vez que estaba en algún sitio que le recordaba a ella, a su mirada, a su risa, a las cosas que vivieron juntos… Y había sido muy difícil dejar de hacerlo, pues cada rincón de aquel pueblo guardaba un recuerdo para ellos. No en vano, como bien había dicho el señor Jenkins, habían sido inseparables durante su infancia. Pero de eso hacía muchos años. Se había acabado y no pensaba volver a abrir aquel capítulo de su vida. Y mucho menos por las absurdas suposiciones de los vecinos del pueblo.

      Con la resolución de olvidar aquel tema llegó hasta la comisaría, aunque decidirlo había sido mucho más sencillo que hacerlo: durante toda la mañana, cada vez que tuvo que salir de la comisaría, e incluso en la seguridad de su despacho, tuvo que escuchar, al menos una docena de veces, la misma pregunta de los labios de sus conciudadanos. Una y otra vez, de manera incansable, se empeñaban en preguntarle a él en busca de respuestas.

      Pero el momento exacto en el que supo que le esperaba una semana eterna fue aquel en el que decidió recoger a su sobrina de la escuela. Lo había dejado escamado aquella mañana y por experiencia sabía que era mejor tenerla vigilada de cerca en esos casos. Lo que no habría apostado en un millón de años era que, al subir a su coche patrulla, las primeras palabras que saldrían de sus labios serían:

      —¿Quién es Gina? ¿Y por qué está todo el mundo tan interesado en saber si va a venir al pueblo?

      Capítulo 4

      Todavía recuerdo la mirada en tu rostro iluminada en la oscuridad… Las palabras que susurraste. Dijiste que me amabas, entonces, ¿por qué te fuiste lejos…?

      Nunca pensé que tendríamos un último beso…

      Last Kiss, Taylor Swift

      Gina llegó al aeropuerto de Greenville a las 17:22 de la tarde, hora local, y no podía sentirse más cansada. Llevaba poco más de seis horas de vuelo en total. Había cogido dos aviones: el primero hasta Charlotte, donde tuvo que aguardar hora y cuarto hasta su siguiente vuelo, de una hora, que la llevó a Greenville. Entre los dos vuelos y las tres horas de diferencia horaria con San Francisco, parecía que había consumido todo el día. Ya había oscurecido y su viaje aún no había terminado. Tenía que alquilar un coche y emprender la última etapa de su viaje hasta Bellheaven.

      Al pensar en su destino volvió a sentir que le faltaba el aire, tal y como le había pasado cada vez que había caído en ese pensamiento en las últimas veintiséis horas.

      ¡No podía dejarse llevar! ¡No podía dejarse llevar! Se reprendió mentalmente y comenzó a tamborilear con las uñas el mostrador de la agencia de alquileres de vehículos del aeropuerto. La chica que atendía el mostrador, que en ese momento contestaba una llamaba, la miró con el ceño fruncido, molesta con su intromisión. Gina detuvo sus dedos inmediatamente y le regaló una tensa e impaciente sonrisa. Por suerte, no tuvo que esperar mucho más. La llamada terminó a los pocos segundos y la chica la atendió con celeridad. Veinte minutos más tarde conseguía salir del aeropuerto e iba a por su coche de alquiler, un BMW Serie 3 Touring, bonito y confortable. Hacía mucho frío y se ajustó el abrigo mientras esperaba que un chico de la agencia le entregase las llaves del vehículo. En cuanto lo hizo, el mismo chico la ayudó a guardar su equipaje en el maletero. Dos grados marcaba el termómetro del salpicadero y se frotó las manos justo antes de encender el motor y ajustar la calefacción. Esperaba que en pocos segundos se caldease el coche. Tomó el volante con firmeza y se dispuso a contar cada uno de los kilómetros que la separaban de su destino.

      No fue lo único que hizo, también recitó todos los poemas que recordaba de T. S. Eliot, los nombres de los cien autores de la lista de bestsellers del momento, y enumeró los que le quedaban por leer. En definitiva, todo lo que se le ocurrió que podría distraerla de los pensamientos que amenazaban con invadir su mente una y otra vez; una mezcla de recuerdos compartidos durante la infancia con su abuela, los momentos que la convirtieron en la mujer que era y el rostro pecoso y dulce de su mejor amigo de la infancia. Sabía que no lo encontraría allí, pero tenía la misma certeza de que cada rincón del pueblo le recordaría a él. Si al menos no se hubiesen despedido como lo hicieron…

      ¡No podía pensar en eso!, volvió a reprenderse. Tenía que distraerse con otras cosas. Había conseguido mantener a raya el recuerdo de Justice los últimos dieciséis años y ahora… Hizo una mueca ante aquel pensamiento no del todo cierto, pero se enderezó en el asiento como si alguien pudiese verla. Ella era Gina Walters, una mujer fría, profesional e implacable. No se dejaba llevar por las emociones ni mostraba debilidad. Esa era la Gina que debían ver todos en el pueblo. La que mantendría entera frente a la tumba de su abuela. La que solucionaría los asuntos legales sin dudar. La que no sucumbiría al dolor ni al sabor a pérdida que sentía desde que supo de su muerte. Pestañeó un par de veces cuando temió que podría derramar alguna lágrima invocada por sus recuerdos y decidió poner algo de música. Pero mientras intentaba sintonizar alguna emisora local le entró una llamada en el móvil. Presionó el pequeño auricular de sus manos libres, insertado en su oído izquierdo, y contestó tras aclararse la voz.

      —Gina Walters —respondió con tono firme.

      —Buenas tardes, señorita Walters, siento molestarla durante su viaje… —oyó que comenzaba a decir Penélope al otro lado de la línea, con tono dubitativo, e inmediatamente la imagen de la pececilla de colores apareció ante ella.

      Sonrió.

      —Tranquila, Penélope, te dije que