Chris Colfer

Un cuento de magia


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      Esa tarde, Brystal caminó a casa desde la escuela a un paso mucho más lento que lo usual. Con nada más que tareas esperándola en su hogar, decidió dar un paseo por la plaza del centro de Colinas Carruaje con la esperanza de que el cambio de escenario le quitara los problemas de la mente.

      El castillo de Champion, la catedral, la corte y la Universidad de Derecho se cernían a los cuatro lados de la plaza del centro. Algunas tiendas y mercados atestados de gente llenaban cada esquina y espacios entre las estructuras imponentes del gobierno. En el centro de la plaza había un parque con césped en donde una estatua del Rey Champion i se erguía sobre una fuente poco profunda. La estatua mostraba al soberano montando a su caballo y apuntando una espada hacia un futuro aparentemente próspero, pero el homenaje recibía más atención de las palomas que de los ciudadanos que deambulaban por el pueblo.

      Al pasar frente a la Universidad de Derecho, levantó la vista hacia sus paredes de piedra y sus domos de cristal impresionantes con envidia. En ese mismo momento, Barrie estaba en algún lugar del interior agonizando por su examen. Brystal juraba haber sentido la ansiedad de su hermano irradiando a través de las paredes, pero, de todas formas, habría dado cualquier cosa para estar en su lugar. Se detuvo para desearle buena suerte y siguió caminando.

      No le quedó otra opción más que pasar por la corte mientras seguía cruzando la plaza. Era un edificio amenazante de columnas altas y techo a dos aguas. Cada columna tenía la imagen esculpida de un Juez Supremo que miraba con el ceño fruncido a los ciudadanos, como si fuera un padre decepcionado; una expresión que Brystal conocía muy bien. No podía evitar sentir que se le llenaba el estómago de ira al mirar los rostros intimidantes sobre ella. Los hombres como ellos, los hombres como su padre, eran la razón por la que ella tenía tan poca felicidad.

      En una esquina de la plaza, entre la universidad y la corte, se encontraba la Biblioteca de Colinas Carruaje. Era una estructura pequeña y modesta en comparación con los edificios que la rodeaban, pero para Brystal la biblioteca podría haber sido un palacio. Sobre la puerta de doble hoja había una placa negra con un triángulo rojo en el centro, un símbolo común en el Reino del Sur que le recordaba a las mujeres que no tenían permitido entrar; pero la ley no hacía nada para quitarle su deseo de hacerlo.

      Estar tan cerca de tantos libros y tener prohibido disfrutarlos le daba a Brystal una sensación horrible siempre que ponía los ojos sobre la biblioteca, pero ese día en particular la sensación era insoportable. La impotencia que sentía despertaba una avalancha de emociones y todos esos miedos, dudas y penas que había reprimido arremetieron contra ella como una estampida. La ruta pintoresca de regreso a casa que había tomado estaba creando el efecto contrario a lo que quería, por lo que pronto la plaza comenzó a sentirse como una jaula que se cerraba a su alrededor.

      Brystal estaba tan abrumada que apenas podía respirar. Espantó a un grupo de palomas de la estatua de Champion y se sentó al borde de la fuente para recuperar el aliento.

      –Ya no puedo seguir con esto –dijo con la respiración entrecortada–. No dejo de repetirme que todo mejorará, pero las cosas solo empeoran una y otra vez… Si la vida es solo una serie de decepciones, entonces desearía nunca haber nacido… Desearía poder transformarme en una nube e irme flotando lejos, muy lejos de aquí…

      Algunas lágrimas cayeron por su rostro sin poder anticiparlas. Algunos ciudadanos notaron la escena conmovedora y se detuvieron para mirarla boquiabiertos, pero a Brystal no podía importarle menos. Enterró su rostro entre las palmas de sus manos y lloró frente a todos.

      –Por favor, Dios, necesito algo más que solo fe para seguir adelante… –dijo entre lágrimas–. Necesito algo que pruebe que no soy la tonta que siento ser… Necesito un mensaje que me diga que mi vida no siempre será miserable… Por favor, necesito una señal…

      Irónicamente, luego de que Brystal terminara de llorar y haya secado sus lágrimas, una señal fue lo primero que vio. Un bibliotecario anciano y algo raquítico salió de la biblioteca con un cartel amarillo debajo del brazo. Con unas manos temblorosas, clavó el cartel en la entrada de la biblioteca. Brystal nunca antes había visto una señal como esa en la entrada de la biblioteca, por lo que se sintió muy curiosa. Una vez que el bibliotecario regresó adentro, ella avanzó hacia la escalinata para leer las palabras pintadas sobre el cartel:

      SE BUSCA SIRVIENTA

      De pronto, Brystal tuvo una idea que le hizo sentir un cosquilleo en todo el cuerpo. Antes de poder cuestionarse, y antes de estar completamente alerta de lo que estaba haciendo, cruzó la puerta y entró a la Biblioteca de Colinas Carruaje.

      Su primer vistazo a la biblioteca fue tan estimulante que le tomaron varios segundos a su mente entender lo que estaban viendo sus ojos. En todos esos años en los que se había pasado preguntándose cómo luciría la biblioteca por dentro, nunca antes habría imaginado que fuera tan magnífica. Consistía en una sala circular enorme con una alfombra esmeralda, las paredes estaban cubiertas con paneles de madera y la luz natural se abría paso a través de un techo de vidrio. Una esfera plateada inmensa se elevaba en el centro de la planta baja, donde docenas de estudiantes de derecho se encontraban dispersos sobre las mesas antiguas y sillones que las rodeaban. Lo más sorprendente de todo era que la biblioteca estaba rodeada por tres pisos de estantes con libros que parecían extenderse hacia los pisos superiores como un laberinto interminable.

      Ver miles y miles de libros hizo que Brystal se sintiera algo mareada, como si acabara de entrar en un sueño. Nunca antes había creído que existieran tantos libros en el mundo, mucho menos en la biblioteca de su ciudad.

      Al cabo de un instante, encontró al bibliotecario anciano detrás de un mostrador al frente de la sala. Su plan improvisado sería un desastre si no jugaba las cartas correctas. Cerró los ojos, respiró hondo, se deseó buena suerte y se acercó.

      –Disculpe, señor –lo llamó Brystal.

      El bibliotecario estaba ocupado colocando etiquetas en una pila nueva de libros y no notó su presencia enseguida. En ese momento, Brystal sintió una chispa de celos por el anciano; no podía imaginar todos los libros que había tocado y leído todos estos años.

      –Disculpe, ¿señor Woolsore? –le preguntó, luego de haber leído la placa de identificación que se encontraba sobre el mostrador.

      El bibliotecario la miró con dificultad y tomó un par de gafas con mucho aumento que tenía cerca. Una vez que se las puso, se quedó boquiabierto. Señaló a Brystal como si un animal salvaje estuviera suelto por el edificio.

      –Jovencita, ¿qué estás haciendo aquí? –exclamó el señor Woolsore–. ¡No se permite el ingreso de mujeres a la biblioteca! ¡Ahora, márchate antes de que llame a las autoridades!

      –De hecho, es perfectamente legal que esté adentro –explicó Brystal, con la esperanza de que su tono tranquilo suavizara el suyo–. Verá, según la Ley de Contratación del 417, las mujeres tienen permitido ingresar a establecimientos que solo están destinados a hombres para buscar empleo. Al colocar el cartel afuera, me ha dado el permiso legal de ingresar al edificio y postularme para el trabajo.

      Brystal sabía que la Ley de Contratación del 417 solo era aplicable a mujeres mayores de veinte años, pero esperaba que el bibliotecario no estuviera familiarizado con las leyes tanto como ella. El señor Woolsore frunció sus cejas tupidas y la miró como un halcón.

      –¿ quieres ser sirvienta? –le preguntó.

      –Sí –contestó Brystal, encogiéndose de hombros–. Es un trabajo honesto, ¿verdad?

      –¿Pero una niña como tú no debería estar ocupada aprendiendo a cortejar y coquetear con muchachos? –le preguntó el señor Woolsore.

      Brystal estaba dispuesta a discutir, pero se tragó el orgullo y mantuvo los ojos fijos en su meta.

      –Para serle honesta, señor Woolsore –dijo–, un muchacho es exactamente la razón por la que quiero el puesto. Verá, hay un Juez Adjunto del que estoy