Angy Skay

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea


Скачать книгу

el tema anterior.

      —Cuando las cosas la sobrepasan y no sabe por dónde cogerlas, necesita el contacto con la naturaleza —apostilló el alemán.

      —Pero ¿por qué en bragas? —siguió preguntando Alejandro. Para interesarle poco, bien que cotilleaba.

      —Pues eso, contacto directo con la naturaleza. Su piel la toca y su cuerpo la siente. No existe nada más, solo el aquí y el ahora. Cuerpo y mente. Fuera problemas, fuera estrés, fuera inquietudes —recitó Patrick con sorna, repitiendo mis explicaciones como si estuviera fumado.

      No lo veía, pero aseguraría que Alejandro estaba con una ceja levantada.

      —Y cuando tiene a un hombre desnudo de cintura para arriba entrenando en el jardín de su casa… Eso la despista de su trabajo.

      Abrí los ojos de sopetón y me levanté para pedirle explicaciones a mi amiga. ¿Cómo había dicho eso? Me los encontré a los tres mirándome. Angelines y Patrick a los ojos; Alejandro, a mis bragas.

      Coloqué mis brazos en jarras y esperé a que dijesen algo, pero ninguno se pronunció.

      —¿A qué viene eso de que yo me distraigo?

      —Eres una cotilla —añadió Angelines con tonito vacilón, y me crispé al darme cuenta de que lo había hecho aposta, sabiendo que estaba como la vieja del visillo.

      Fui a contestar, pero la reja de la entrada se abrió y aparecieron el Linterna y el Pulga con unas sonrisas deslumbrantes. Me pareció que estaban buscando a alguien y me di cuenta de a quién. Habían pasado varios días en los que Andy no había cesado en su empeño por recuperar la amistad de Angelines. Se había tomado al pie de la letra la amenaza en el avión, y aunque mi amiga no le había dado más importancia al asunto, parecía que él sí.

      Llegó con algo largo, liado como si fuese un salchichón y con un envoltorio horrible. Lo alzó en el aire y rio con fuerza antes de decir:

      —¡¡Argelines!!

      La aludida se giró, olvidándose de mí. Menos mal.

      —Es Angelines, Linterna. Angelines, con ene.

      —Yo traer una sopreess para you. Para hacer la pace con you.

      Mi amiga se acercó a él, soltó un suspiro de cansancio y cogió su mano con delicadeza, tanta que me asombró en ella.

      —Andy, se dice «hacer las paces contigo». Y no, no tengo que perdonarte nada. Mientras tengas tu nabo lejos del mío, nos llevaremos bien. ¿Entiendes?

      —Mi banana fuera de amigou alemán. Sí, sí, entender perfect. Pero yo querer un regalo para you.

      Angelines sonrió y Patrick resopló. Era todo muy cómico. Y más cómico se volvió.

      De repente, mi amiga agarró lo que el Linterna le ofreció y sus brazos cayeron un poco debido al peso. Al abrirlo, una gran barra de chorizo ibérico apareció tras el envoltorio, y me dio un ataque de risa que casi me ahogué. Lo que no entendí fue por qué Angelines no se reía.

      ¿Por qué no lo hacía? Di un paso, sujetándome la barriga, y llegué a su lado cuando Patrick también lo hacía.

      —¿Estás bi…?

      Pero al alemán no le dio tiempo a terminar de formular la pregunta, pues a Angelines se le cayó el chorizo al césped y corrió hacia el primer macetero que encontró para vomitar. Cómo se notaba que la casa era suya. Llegamos a estar en otra y el potuco habría caído directo en los pies del novio. Como si estuviera viéndolo.

      Corrí en su dirección. Alejandro y Patrick también lo hicieron, y el Pulga y el Linterna se asustaron.

      —¿No gustar regalo? —El Linterna cogió el chorizo y se lo llevó a la nariz para olerlo.

      Angelines apoyó las manos en el borde del macetero, elevó sus ojos llorosos y me miró con miedo; un miedo que me traspasó y provocó que diese un paso atrás.

      —No puede ser… —murmuré.

      —¿Estás bien? —le preguntó el alemán—. ¿El qué no puede ser?, ¿qué te ocurre?

      Tocó su hombro, pero ella no me quitaba los ojos de encima. Ni yo tampoco a ella. Porque nosotras no necesitábamos palabras para decirnos qué nos pasaba. Algunas veces asustaba la conexión que teníamos. Tal vez era por pasar tanto tiempo juntas, tal vez por lo bien que nos conocíamos, no lo sabía, pero estaba muy claro que sabía lo que pensaba ella y viceversa.

      Como si ese hilo del destino tirase de nosotras, la cabeza que faltaba allí asomó su pelo rosa por la esquina y preguntó:

      —¿Qué pasa aquí?

      Miró a Angelines, después a mí, al macetero y al vómito, a la barra de chorizo, que seguía olisqueando el Linterna como un sabueso, y a los dos hombretones que estaban uno a cada lado de nuestra amiga. No hizo falta nada más que un breve vistazo a la maceta para que Ma sentenciara:

      —¡Cariño!, coge las llaves del coche, que vamos a comprar.

      —No, no —dijo Angelines con miedo y la voz apagada.

      —¿A comprar ahora? ¡Si tenemos de todo! —protestó Kenrick—. ¿Te han dicho que lo de los antojos es mentira? Estás resguardándote en eso para comer lo que te da la gana. Luego no te quejes cuando… —Los ojos fulminantes de la pelirrosa fueron suficientes para que Kenrick volviese la cabeza hacia nosotros, achicara los ojos y cerrara el pico—. ¿Qué te ocurre? —le preguntó nuestro militar escocés, viendo lo inmóvil que se encontraba Angelines.

      —Angelines, estás asustándonos a todos —murmuró Alejandro, tocando su brazo con cariño.

      Sus ojos se desviaron de mí a su alemán favorito, quien la observaba ceñudo, preocupado y que, sin esperárselo, se encontró cogiendo mucho aire porque supuso que lo que tendría que decirle no era nada que esperara.

      —Si es por lo de Christian, no te preocupes. No hace falta que montemos un drama. Yo mismo le partiré las piernas cuando tengáis el juicio —espetó el alemán con mal humor, acercándose más a ella.

      —Necesito lavarme los dientes.

      Patrick arrugó más el entrecejo y la miró fijamente tras su comentario. Yo seguía notando el estrés en mis venas mientras escuchaba al Linterna de fondo decirle al Pulga que el chorizo estaba en perfecto estado, que se lo había vendido el de la tienda a precio de oro.

      —Estás muy pálida. Deberíamos ir al médico. Eso es lo que vamos a hacer.

      —No —le contestó ella con firmeza.

      —Sí —la encaró Patrick, sentenciando más firme todavía.

      Angelines se tragó el nudo que tenía en la garganta, sin quitarle los ojos de encima al rubiales, y el aire se cortó para todos cuando escuchamos a Ma:

      —A ver, coño, que no os enteráis de nada. —Hizo una mueca con la que los llamó a todos subnormales sin decirlo—. A Angelines es imposible que le dé asco ni el chorizo ni el salmorejo. Son las dos comidas que más le gustan del mundo mundial. Y si eso le hace echar la pota, amigos, lo que la Apisonadora necesita es una prueba de embarazo.

      ¿Y había algo que le gustara más a Ma que comprar una prueba de embarazo cuando a alguna se nos retrasaba la regla? Sí, los militares. Pero comprar pruebas de embarazo era su segundo pasatiempo favorito.

      La revolución se montó en menos que canta un gallo. Kenrick casi se cayó por las escaleras al dar un paso atrás y tropezarse con Roberto. Alejandro comenzó a palidecer, más que Angelines, y a retroceder hasta que se sentó en una de las tumbonas. Patrick cayó de espaldas apoyado en la pared que tenía muy cerca del macetero vomitado. Ma ya salía por la puerta en busca de una farmacia, sin percatarse de que su marido había sufrido un casi accidente. Angelines seguía en la misma pose, contemplando a su alemán, que no hablaba. Y yo… Yo continuaba