Angy Skay

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea


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mi amiga, que seguía petrificada—. No preocupar por nuevo baby. Nosotros saber ser canguros de primera, ¿OK?

      El pecho de Angelines se hinchó como el de un pavo y asintió sin saber qué contestar.

      —¿Y ahora qué vamos a hacer con el campeonato de lucha? —La voz de Alejandro sonó desesperada.

      Angelines intervino cuando le vio la cara a Patrick, que se transformaba en algo parecido a la de los Gremlins cuando se volvían malos después de medianoche.

      —Estáis sacando conclusiones precipitadas de algo que ni siquiera sabéis. Me encuentro mal y ya está.

      Adelantó el paso para desaparecer del jardín, pero Patrick tomó su mano y la detuvo.

      —Llevas muchos días mal. Con vómitos y sin ganas de comer. —Ni él mismo pareció creerse lo que estaba diciendo.

      Alejandro se llevó las manos a la cabeza y yo decidí terciar antes de que la cosa se liase más:

      —Angelines, tú eso de no comer… Como que no, y lo sabes. —Me coloqué a su lado.

      —Gracias, Anaelia. —Recalcó mi nombre con desagrado.

      Cogí su mano con cautela; mano que no declinó.

      —No, no me refería a eso. No he usado las palabras adecuadas. Quiero decir que no te preocupes. Sea lo que sea, ya lo afrontaremos.

      —¿Estás diciéndome eso tú, que le tienes un pánico atroz a preñarte?

      —¡Hala, preñarse! Qué barbaridad. Como si fuera una burra —comentó Patrick, todavía pálido y sobre la pared. De repente, parecía un poco ido, como si la cosa no fuera con él.

      —Pero no a que se preñen otras —respondí, sonriendo para tranquilizarla—. Mira que si te vienen tres… A ver dónde coño me meto yo y cómo me concentro en corregir.

      —No tiene gracia —soltó, pero sonrió un poquillo. Algo era algo.

      —¿Qué vamos a hacer con el campeonato? —se escuchó preguntar con preocupación a Hulk.

      Un resoplido me movió la patilla izquierda y Patrick apareció en mi campo de visión, bufando como un toro. Se había despertado de su letargo causado por el nerviosismo.

      —El campeonato puede irse a tomar por culo. Si Angelines está embarazada, olvídate de que entrene ni una sola vez más.

      Cómo me gustaba cuando sacaba ese tiburón empresarial que vestía trajes y portaba maletín, dando órdenes a diestro y siniestro. Su voz fue tajante y Angelines lo miró frunciendo el ceño. ¿No iría a poner pegas la loca? Porque si lo hacía, él la estrangularía allí mismo y tendríamos que esconder su cadáver alemanucho en el jardín.

      —¡No saquéis conclusiones! No lo sabemos. En realidad, ni siquiera sabemos si existe esa posibilidad.

      Una gran exclamación sonó en el aire por parte de todos los que escuchábamos de vez en cuando los arranques de pasión de mi amiga y del alemán en cualquier lugar de la casa, fornicando como conejos. No la culpaba, yo también lo haría. Tú también lo harías.

      Sus mejillas se tornaron rojizas y Patrick sonrió un poquito con chulería.

      —Del uno al diez, hay un once por ciento de probabilidades de que este semental te preñe, como diría Ma.

      —Anaelia, por Dios, que acabas de referirte a mí como si fuese una cabra.

      —Disculpe, señor alemán, pero es la realidad.

      Retomé el contacto de mis manos con las de mi amiga. La miré justo en el instante en el que la puerta de la calle se abrió, y noté los nervios de Angelines en mis manos cuando Ma llegó voceando que ya tenía la prueba de embarazo, toda contenta e ilusionada, casi dando saltitos. En parte, porque podría ser que en breve consiguiera una amiga gestante con la que compartir dramas de mujeres hormonadas, consejos de posturas para dormir, colores de los muebles del bebé y ropita que comprar. Y, en parte, porque ella era feliz con tener en la mano una prueba a la que mearle encima, sin más.

      Y era mentira, porque no traía solo una, sino cuatro.

      —¿Por qué tantas? —le preguntó Angelines, entrando al baño.

      Tras ella íbamos Ma, yo, Patrick, dándonos empujones, Alejandro, Kenrick, el Pulga, el Linterna y, cerrando la cola, los cabrones: Boli y Roberto. Azucena y Vladimir se cruzaron por mis pies y, al final, llegaron los primeros. Como la vida misma.

      —Por si falla uno, tenemos tres más para verificar resultados. Bájate los pantalones, siéntate en el váter y mea. Vamos.

      Angelines levantó sus ojos hacia la cola interminable de personas que tenía tras ella y los abrió como platos. Tragó saliva y su dedo voló por encima de la cabeza de Ma, señalándonos a todos.

      —¿Podéis dejarme sola?

      —¿Sola? —le pregunté.

      —¿Sola? —le preguntó Ma.

      —Sí, sola. Conmigo. Vamos, todos fuera.

      Patrick pasó su enorme cuerpazo por delante de nosotras y se colocó el primero, empujándonos con delicadeza para que abandonáramos el habitáculo. Ma negó con la cabeza y refunfuñó que ella no se iba de allí, y yo me crucé de brazos y anclé mis pies al suelo para que no me moviese.

      Angelines se llevó las manos a la cabeza cuando todos empezamos a discutir. Unos porque no veían, otros porque no queríamos irnos, el alemán porque pedía un poco de intimidad para que su novia se hiciese una puta prueba de embarazo. Y yo lo entendí. A él y a ella, quien, con los ojos bañados en lágrimas, indicó que la situación estaba desbordándola.

      —Por favor… —musitó Angelines—. Necesito que salgáis todos. Todos.

      —No pienso moverme de aquí —le aseguró el alemán.

      —Patrick, que salgas del puto baño.

      —Angelines, que no salgo del puto baño.

      Y se sentó en el taburete que tenía frente al váter. Ma, muy sutilmente, empujó mi cuerpo hacia dentro del espacio reducido, después apartó un poco las manazas de Alejandro de la puerta, lo miró con una sonrisilla en plan «Quítate, o te aplasto los dedos», y cerró.

      El alemán no podía creerlo, y sus ojos lo mostraron.

      —Venga, ahora que estamos solos, mea —le ordenó Ma.

      Y, sin saber por qué, Angelines comenzó a reírse como una cosaca. Tal vez fuese la manera tan peculiar de Ma para salirse con la suya o un conjunto de todo. Miró a Patrick, abrió la caja y quitó el tapón del predictor para colocarlo en su sitio. Cuando terminó, lo soltó con fuerza sobre el lavabo y miró al rubiales, que contempló el cacharro y después a ella.

      —No sé cómo ha podido pasar… —murmuró, creí que justificándose.

      El alemán le contestó como si nosotras no estuviésemos en aquella conversación:

      —Da igual cómo haya pasado, lo…

      No le dio tiempo a terminar cuando una pelirrosa interrumpió las miradas cómplices y las palabras bonitas:

      —Positivazo. Estás preñá hasta las cejas.

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