lo ocultaba a la perfección.
—¿Y tú qué sabrás de mí? —le espeté—, si es la primera vez que cruzas conmigo más de dos frases seguidas.
Se encogió de hombros con indiferencia.
—Siempre que alguien pregunta por ti, las chicas dicen que estás en la manifestación tal, luchando por cualquier cosa. Y he visto tus charlas, esas que les das a los adolescentes.
—¿Y por qué verías tú mis charlas?
—Porque se me cruzaron por casualidad en YouTube.
—Ya, y por casualidad las dejaste.
Le dio una profunda calada al cigarro y yo me perdí en sus labios gruesos rodeando la boquilla. Aparté los ojos; no podía permitirme contemplarlos más de unos segundos porque mi cuerpo se estremecía de una manera inhumana al recordar cómo me besaron aquella noche.
—Te gusta el amor —puntualizó con convicción, ignorando mi comentario.
—Sí, me gusta. Pero el amor no lo es todo.
—Ya. Eso les dices a los niños, que no es nada si no hay respeto, libertad y complicidad en la pareja. Que no es suficiente.
—Para cruzártelas por casualidad, les has puesto mucha atención.
—¿Por qué lo haces?
—¿El qué? —Apagué la colilla sobre la piedra y la dejé a un lado para tirarla luego.
—Intentar convencer a otros de que todavía hay algo bueno en la humanidad. —Repitió mi acción con el cigarro.
Me puse de pie, dispuesta a marcharme a la fiesta. Ya se escondía el sol y no quería perderme ni un minuto de la celebración. Afectada «levemente» por el alcohol, me sinceré, aunque no sabía adónde quería llegar con aquella estúpida conversación:
—Lo hay. Y la única manera de hacer crecer a los niños con ese pensamiento es educarlos con valores.
Me di la vuelta, sujeté mi vestido y el móvil en la misma mano y caminé.
—¿Y crees que van a hacerte caso a ti por llegar un día a sus clases y darle una charlita?
No pude evitar girarme hacia él, un poco bastante piripi, y mirarlo con rabia.
—¿De verdad estás buscando picarme para pelear? ¿A qué coño viene todo esto? ¿Qué parte de «No existo para ti» no has entendido, Alejandro? —repetí.
—Ninguna, al parecer —me respondió, con su mirada fija en mí. Tenía los brazos a cada lado de su cuerpo y me contemplaba con seriedad, para variar.
—¿Has venido hasta aquí para discutir conmigo? —volví a preguntarle.
Alcé los brazos, ofuscada e incrédula a la vez. No lo entendía. Es que no lograba comprender su enrevesada mente; yo, que era de analizar a las personas, meterme dentro de ellas sin que se percataran y sacar todo lo que llevaban dentro. Pero con él me era imposible. Como si una barrera de hierro me impidiera ir más allá.
—No, no he venido para eso precisamente. —Me recorrió de arriba abajo y sentí un escalofrío corretear por mi espalda, avisándome del peligro de su mirada—. He venido a arrancarte ese vestido y hacerte mía como llevo imaginando desde que te he visto aparecer esta mañana.
Sin dejarme procesar lo que acababa de decirme, se acercó en dos zancadas, sujetó mi nuca desnuda con su gran mano y me pegó a su boca. Se me cayó el móvil de la mano y el vestido volvió a su lugar, rozando el suelo. Sentí sus labios atrapar los míos. Sentí cómo se movían a la vez que mis piernas se hacían gelatina ante su contacto y su mano apretaba más mi nuca para saborearme con intensidad. Me deleité con su lengua invasora al envolverse con la mía. Era la primera vez que lo hacía de frente; consciente él de que era a mí a quien besaba y estrujaba contra su cuerpo con necesidad, consciente yo de que era él quien lo hacía.
Me aparté, jadeante, y lo miré. Yo iba de frente, pero ¿y él?
—¿Qué quieres, Alejandro? ¿Qué quieres de mí? —le pregunté, notando los labios hinchados por la corta pero intensa guerra que acababan de batallar.
—Nada de esto —me respondió, y paseó sus ojos alrededor—. Nada de amor, de compromisos ni de exigencias. Solo a ti, ahora. Aquí. Y mañana todo seguirá igual.
—Y entenderás el significado de no existir para ti —le imploré. Porque yo tampoco quería nada de aquello: alguien a quien tener en la cabeza a todas horas ni la preocupación que conllevaba.
Conforme, asintió
—Solo follar —hablé de nuevo, convenciéndome a mí misma más que a él.
Me giró de un solo movimiento, buscó la cremallera de mi vestido con urgencia y lo bajó hasta que cayó. Mi desnudez solo estaba cubierta por un tanga de color blanco, un liguero y unas medias finas de liga, también blancas. Apoyó su boca sobre mi hombro y lo mordió mientras aferraba mis pechos descubiertos y acariciaba mis pezones con maestría.
—Solo follar —susurró mientras ascendía hasta mi oreja, dejando un reguero de besos y mordiscos. Cuando llegó, lamió el lóbulo y añadió—: Pero voy a hacértelo tan duro como nadie te lo ha hecho nunca, pequeña revolucionaria.
—¿Aquí? —le pregunté mientras me daba la vuelta y buscaba por debajo de su falda. No, no llevaba ropa interior, y para aumento de mi ego, estaba duro como una piedra.
Mío. Era todo mío.
—Aquí.
Se desprendió con premura de la chaqueta oscura y de la camisa mientras yo masajeaba su miembro y lo masturbaba con delicadeza por debajo de la tela. Quería alzarla y ver de manera explícita lo que escondía debajo, pero la imagen de su rostro contraído al sentir cómo descendía su fina piel no tenía precio. Su cabeza se inclinaba levemente hacia atrás, y deseé lamer desde su mentón hasta su nuez. Notaba una necesidad imperiosa de probar cada rincón de su varonil cuerpo, y no iba a quedarme con las ganas. Así que me acerqué, le mordí el mentón, arrancándole un gruñido, y continué bajando con mi lengua por su cuello hasta llegar a su pecho, el cual lamí, repasando su torso de hierro y sus marcados abdominales. Cuando llegué ahí, al inicio de la falda, la levanté y observé de cerca su falo duro, grande y deseoso de mí.
—Algo me dice que no te importa demasiado que alguien se acerque y pueda vernos.
—Nada, en realidad —reconocí, y volví arriba. Quise saborearlo, pero no le daría el gusto de que sacara lo mejor de mí.
—Genial, porque a mí tampoco me importa.
Me cogió a horcajadas y me obligó a cruzar las piernas alrededor de su cintura para sujetarme, aunque sus fuertes manos ya hacían esa labor. No hubo más palabras; su boca se perdió en mis tetas. Antes de darme cuenta, apartó el tanga a un lado, me acarició para asegurarse de mi humedad y me ensartó en él de un solo movimiento. Me mordí el labio con fuerza para no gemir. Dios santo. Notar su polla gruesa atravesarme de aquella manera tan deliciosa era mucho mejor de lo que recordaba.
Me aferré a su cuello y pegué mi rostro al suyo para que no me viera disfrutar de él. O quizá, aunque mareada por la bebida, sabía de sobra que mirarlo de frente mientras me follaba sería rememorarlo una y otra vez en mi mente cuando todo acabara. Así que me oculté y dejé que me moviera a su antojo, cada vez más fuerte, cada vez más rápido. Más fiero, más salvaje. Como si estuviera derramando en mi cuerpo rencor acumulado y solo ahí, en mí, pudiera saciarlo. Como si yo fuera el motivo de su cólera. No me importó, ya que yo lo quería así: duro, sin sentimientos y sucio. Muy sucio.
—Joder —me escuché decir al notar el orgasmo asomarse.
Me apreté con fuerza a su hombro y lo mordí, reteniendo el gemido. Mis uñas se clavaron en su piel y él gruñó de gusto mientras me daba más y más fuerte. Me corría.
Alejandro salió