Angy Skay

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea


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      —Claro. Aquí ya he terminado de marcar mi territorio —contesté sin necesidad de mirarla.

      Con aires de suficiencia me giré, dispuesta a darle con un palmo en las narices, pero me quedé con las ganas cuando lo escuché decir:

      —La gatita tiene las uñas afiladas. Espero no tener que limártelas.

      —Sé defenderme muy bien. Tú mismo.

      —Eso ya lo sé, salvaje.

      Abrí la boca para responderle, pero Angelines tiró de mi brazo y resopló, para después sacarme de la casa y llevarme en silencio a la cabaña. En las escaleras, Ma ya estaba sentada con un pijama de franela horripilante y lleno de bolillas, más o menos como los nuestros, el vaso de licor de mora sin alcohol en la mano y dos más en el suelo llenos a rebosar. Los nuestros sí eran de anís. Al ver el lloroso rostro de Ma y la cara seria de la otra, dejé que los pensamientos y las puntadillas de Alejandro se fueran muy lejos de allí.

      Durante unos minutos nos mantuvimos en silencio, hasta que Angelines lo rompió:

      —¿Vas a perdonarme? Ma, de verdad que no sabes lo mal que me siento. Lo mierdosa que me siento, en realidad.

      —Tú no eres ninguna mierda —le contestó ella en un susurro y con la voz entrecortada.

      —Mañana te casas, y no precisamente donde habías querido, y todo por mi culpa.

      —Si os sirve de consuelo, con tantas cosas que nos han ocurrido a lo largo de estos meses, yo tampoco he reparado en ello —añadí, metiéndome en la conversación.

      —Ni Kenrick ni yo nos acordamos de ese detalle. Siento haberte echado la culpa de todo como una energúmena. Y también siento haberte chillado de esa manera —le dijo Ma con la boca chica, pero se lo dijo y eso ya era mucho.

      Otro silencio se hizo eco entre nosotras.

      Otro silencio que no era habitual y que decidí romper:

      —Tengo la sensación de que ya no somos como antes, de que estamos cambiando.

      Las dos me contemplaron con una ceja alzada. Las dos.

      —¿Qué pollas estás diciendo, Anaelia? —La primera en preguntarme fue Ma.

      Angelines no tardó en seguirla:

      —Eso digo yo. No me consta ninguna diferencia, aparte de que Ma está preñada hasta los ojos, de que se ha ido a vivir con Kenrick y de que, como debe ser, su familia ahora es lo más importante.

      —Vosotras también sois importantes, ¿eh? —la interrumpió Ma.

      Pero Angelines parecía que había pillado carrerilla, y yo solo la miraba y asentía con pesadez.

      —No hablamos apenas nada por nuestro grupo de Unis de WhatsApp. No nos vemos casi, y algunas veces, por equivocación, cuando tiramos la basura, nos dedicamos dos palabras si es que llega. Ya no nos contamos los problemas. Aunque, bueno, eso para ti —miró a Ma— no es inconveniente porque no lo haces a no ser que revientes. En fin, sí, me parece que sí. Estamos raras.

      —A eso me refería yo —añadí después de su verborrea.

      —Pues yo no lo veo así. Simplemente, si no hay nada que decir, no se dice.

      Puse morritos, evidenciando el desacuerdo que me producían sus palabras. Con Angelines tenía más trato. Tal vez, que viviéramos en una misma casa influía, pero notaba que Ma estaba cada vez más distante, y no quería que eso ocurriese. O era yo y mis paranoias. Quizá las cosas cambiasen en el momento en el que Ma diese a luz y soltase aquel desacarreo de hormonas.

      —Nosotras somos especiales. Siempre lo hemos sido. Nuestra amistad nació de la nada y se convirtió en algo muy grande —concluí, observando el frondoso bosque que se alzaba frente a nosotras.

      Todas mirábamos aquel punto fijo.

      Angelines le dio un largo trago a su anís, arrugó la cara y se encendió un cigarro.

      —No deberíamos permitir que nunca se rompiese, y si en algún momento alguna tiene algo que decir, creo que tenemos la suficiente confianza para hacerlo. —Tras un breve silencio, sentenció—: Sea lo que sea.

      La miré, en mitad de Ma y de mí.

      —Sea lo que sea. —Cabeceé, secundando sus palabras.

      —Sea lo que sea —repitió Ma.

      Sin ser conscientes, pero sabiendo que lo que acababa de decir era tan cierto como que estábamos en Escocia y a pocas horas de que Ma se casase, nuestras manos se buscaron para entrelazarse entre ellas. Tragué el nudo que tenía en la garganta y noté que mis ojos quemaban al escuchar a la roca impasible de Angelines:

      —Sabéis que sois una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, ¿verdad?

      —Te hemos enseñado a reír un poco más, ¡claro que lo sabemos! —susurró Ma. A ella ya le corrían algunas lágrimas por las mejillas, y yo la seguí. A mí no podían hacerme esas cosas, que era de lágrima fácil—. Para mí también sois las mejores amigas que haya podido encontrarme, aunque a veces me saquéis de mis casillas. Pero es que, joder, estáis todo el día: «Ma, estás rara», «Ma, ¿qué te pasa», «Ma, no nos cuentas nada». Y me tenéis hasta la seta.

      —Sin embargo, sabes que es verdad —me atreví a decir.

      —Sí. Es verdad. Prometo cambiar. Son las hormonas estas, que me tienen hasta el higo. Ni un vaso de anís puedo tomarme.

      Angelines rio mientras se limpiaba la lagrimilla.

      —Ma, en realidad, a ti nunca te gustó el anís. Eras más de Licor 43, y lo sabes —puntualizó la Apisonadora.

      —Es lo malo que tiene hacerse amistades nuevas, que las cosas malas se pegan —malmetió la no pelirrosa.

      Suspiramos a la vez sin darnos cuenta y reímos por la telepatía, la sintonía o lo que coño fuera. Entreabrí mis labios y las contemplé.

      —Os quiero, chicas, aunque nunca os lo diga.

      Unas sonrisas deslumbrantes se alzaron sin esperarlo esa noche y nos fundimos en un inmenso abrazo. Después, Ma concluyó:

      —Venga, cambiemos de tema, que estamos poniéndonos soplapollas.

      Y las carcajadas y las anécdotas comenzaron.

      Estábamos todos en el salón de Kenrick. Era una casa modesta, ni grande ni pequeña, pero sí lo suficientemente estrecha para estar seis personas desayunando, a la vez que le teñíamos el pelo a Ma de color rosa. No permitiríamos que se casara de rubia. El desayuno fue ligerito, por eso de que nuestra amiga se casaba en unas horas, y ya bastante tenía con el panzón como para también meterse entre pecho y espalda lo que habríamos ingerido en situaciones normales.

      No podía creerlo. Estábamos preparándonos para la boda de Ma. Nuestra Ma McRae. Con el escocés con el que tiempo atrás se había tirado de los pelos.

      —¡Vais a manchar el suelo! —nos gritó Kenrick, con la boca llena de pan.

      —Que no, que yo controlo —le dije—. Te recuerdo que casi terminé los dos años de peluquería.

      —Casi —me reprochó el militar—. Y ahí está la diferencia. Y en que el suelo es de parqué, y si se mancha de rosa fucsia…

      —Yo también hice peluquería —le recordó Angelines mientras manipulaba mi pelo, matizando el rubio de las puntas.

      —¿Os enseñaron a pintar en cadena mientras comíais y fumabais? —intervino Patrick con inquina.

      Nos observé. Estábamos en pijama y en fila. Ma, sentada la primera mientras desayunaba; yo, la segunda y dándole color a Ma mientras me fumaba un cigarro, y Angelines, de pie, detrás de mí, poniéndome un poco más rubia. Ella ya tenía sujetos con pinzas los rizos que le había realizado para