y le dio la espalda al alemán, quien, estupefacto, soltó todo el aire contenido.
Caminé de vuelta y me situé al lado de quien me pertenecía: en el asiento vacío entre Alejandro y una señora de unos ciento cincuenta años junto a la ventanilla. Suspiré muy muy fuerte. El tío estaba impasible, mirando hacia el frente mientras escuchaba música por los auriculares y sin enterarse de nada de lo que había pasado. Le hice un gesto con la mano. Nada. Ni pestañeaba.
—¿Me dejas pasar? —Nada—. Alejandro, ¿me dejas pasar? —Mirada al frente, postura cómoda, oídos tapados. Me acerqué, le pegué un tirón al cable y le dije en la oreja—: Que me dejes pasar.
No le hizo falta alzar el rostro para mirarme de frente. Solo giró la cabeza y clavó en mi persona sus ojos oscuros, rasgados y grandes. Se mojó con la lengua esos labios gruesos y los miré con detenimiento. Eran gorditos y bien repartidos en una boca amplia, y siempre estaban hacia fuera de esa manera provocativa que parecía ensayada para que te perdieras en ellos.
—¿Acaso necesitas que mueva las piernas para pasar por ahí? Cabes perfectamente. Con lo que ocupas…
El hueco era inexistente porque sus piernas eran tan grandes y largas que chocaban contra el respaldo del asiento de delante, y su cuerpo, tan grande y voluminoso, casi invadía el de al lado. Observé el reducido espacio con verdadero interés.
—¿Piensas que me insultas llamándome pequeña?
Estuve tentada de pegarle un pellizco en la pierna, pero entonces me hizo un gesto para que pasara. Justo cuando estaba haciéndolo, me coloqué de lado para caber en el pasillo. Él se levantó despacio y me dejó atrapada entre su pecho y el sillón. Bajó el rostro y me miró fijamente. Gracias al cielo que me tenía apresada, porque cuando vi su boca tan cerca, las piernas me flaquearon. «Que haya una turbulencia. Que haya una turbulencia y me apriete más contra él», pensé al recordar mis manos recorriendo en la oscuridad aquel abdomen marcado. Cuántas veces habría cerrado los ojos en mi habitación para perfilar con mi mente cada uno de aquellos cuadraditos e imaginar su tacto bajo mis dedos.
No hubo turbulencia, pero algo sacudió mi cabeza y me hizo volver a aquel avión y apresurarme a sentarme. Como su pierna y su gran brazo invadían mi espacio, de un movimiento, subí el reposabrazos para que nos separara.
—La que se ha liado ahí detrás —le dije un rato después, dispuesta a sacarle algo de conversación.
—Y que lo digas —me contestó la señora con mucha firmeza. Jamás habría pensado que una momia podría tener esa voz tan determinante.
Alejandro no respondió ni me miró, ni siquiera pestañeó. Yo, que parecía que había comido lengua, como decía mi madre, y no sabía tener la boca cerrada, tuve que seguir insistiendo:
—Oye, de verdad, ¿qué te pasa conmigo? —El colombiano no se movió. De reojo, comprobé que no tenía los auriculares puestos. Ignorancia en su estado más puro—. ¿Puede saberse por qué hablas con todos menos conmigo?
Mutismo absoluto.
—Grandullón, contesta —le exigió la señora—. La muchacha está hablándote con mucho respeto, y es una falta de educación no responder.
—Eso —la apoyé.
Pasaron varios segundos de silencio, hasta que la mujer, cansada, pasó el brazo por delante de mí y tocó su hombro con fuerza. Él la miró de soslayo, pero no se amilanó. Yo me habría encogido interiormente. Aunque, pensándolo bien, la mujer estaba tan curvada que más no podría hacerlo.
—¿Tu madre no te enseñó modales? —insistió.
—Su madre es de otra pasta. Se llama Leola —la informé—, y es la simpatía en estado puro. Desde luego, a ella no ha salido.
—¿Y se puede saber por qué te interesa tanto que yo te hable? —dijo Hulk con su voz grave.
Lo miré con inquina.
—Porque ya que siempre estás con la mafia, que no lo entiendo, porque no eres parte de ella, qué menos que me hables. Sé que no te gusto y que tú no me gustas a mí, pero deberíamos tener un trato cordial.
—¿No te gusto? —Sonrió de medio lado y giró un poco más su gran cuerpo para mirarme—. Vaya, te aferrabas tanto a mí en aquel cuarto oscuro que ni se me pasó por la cabeza que estuvieras intentando ser cordial.
La señora se santiguó tres veces al escuchar «cuarto oscuro».
—No sabía que eras tú —le reproché entre dientes, llena de una rabia que no quería desvelar. Maldito creído.
—Pues ya lo sabes. —Se colocó de nuevo los auriculares, acomodó su ancha espalda y miró al frente.
Pero yo, muy erre que erre, tiré de nuevo del cable y dejé libre su oreja. ¿Era posible que hasta las orejas las tuviera bonitas?
Era posible.
—¿Y ya está? —quise saber.
—Bueno, si quieres te pido matrimonio, vieja.
—¡Deja de llamarme así!
—Vieja la muchacha… Og. Si mira qué carita de porcelana y qué piel más tersa.
Alejandro hizo oídos sordos a la comentarista y yo me anoté mentalmente buscar el significado de aquello. Sus expresiones colombianas, no muy frecuentes, me descolocaban.
—No, no quiero que me pidas matrimonio. No quiero nada de ti, de hecho. Lo único que me habría gustado es aclarar esto de una vez por todas para poder tener un trato aceptable cuando estemos en el mismo grupo. Follamos, sí. ¿Y qué? —Mi vecina volvió a santiguarse—. No sabía que eras tú. Si hubiera sabido que estabas ahí, jamás habría entrado. —Lo miré sin parpadear—. Porque serías la última persona del mundo con la que me acostaría. No te tocaba ni con la mano de otra. Ni con una alpargata amarrada a un palo.
Ahora, la que se giró y miró al frente mientras se ponía los cascos fui yo, pero escuché a la señora antes de darle voz a mi teléfono:
—Muy bien, chiquilla. Ojalá en mi época hubiera podido enviar a un hombre a la mierda con esta naturalidad. —Mi vecina palmeó mi pierna y apoyó la cabeza en su respaldo con una sonrisa de satisfacción.
Alejandro me miraba con seriedad. No lo veía, pero lo sentía. Entonces respondió algo, pero no lo escuché porque le había dado al play y Brock Ansiolítiko comenzó a sonar.
4
¿El castillo de qué?
Llegamos.
Por fin nuestros pies tocaron tierra firme y se bajaron del endemoniado avión. No tuve tiempo de reacción cuando nos detuvimos, pues Alejandro se levantó como impulsado por una fuerza mayor y salió sin esperarnos por la puerta de salida. No sabía si tenía algún tipo de alergia a mí o qué, pero su comportamiento estaba empezando a cabrearme.
Eché la vista atrás para comprobar cómo estaba el ambiente y me alegró ver que Kenrick sujetaba con posesión la cintura de Ma mientras ella escondía su rostro en el cuello de su futuro esposo. Suspiré. Por ellos y por nosotros. Que venir hasta Escocia a celebrar una boda y terminar con una separación…, plato de buen gusto no era. Por otro lado, Patrick se situaba detrás de Angelines mientras le susurraba algo en el oído que la hacía sonreír y mirarlo. Enfoqué mis ojos sin motivo hacia la salida y solté todo el aire contenido.
Estaba pensando en el capullo arrogante que no me hablaba ni me miraba. Pero ¿yo qué le había hecho? Es que no lo entendía. No supe cómo, sin embargo, el Pulga llegó a mi lado.
—¿Te cojou maleta, bonita mía?
—No, gracias —le contesté con normalidad.
Le sonreí de manera sincera, aunque