quería hacerlo allí. Joder, era su sueño, y yo me lo he cargado —murmuró con un hilo de voz, y vi cómo se limpiaba una lágrima traicionera.
Y si Angelines lloraba…, muy mal tenía que estar.
Pensé en Ma. Joder si lo hice. En los nervios que sentiría, en la situación en la que estaría ahora mismo, sabiendo que la boda se le desmoronaba por momentos. Si es que parecía que teníamos el gafe detrás de nosotras. Éramos un imán para los problemas.
Y también me acordé de nuestro militar escocés. De que había perdido los nervios dos veces en muy poco tiempo y eso no era habitual en él. Y aunque había tratado de mantener la calma, sabía que el sufrimiento lo llevaba por dentro y no quería que Angelines se sintiese peor por no haber reservado el lugar de los sueños de su amiga.
Extendí mi brazo y rocé sin pretenderlo a Alejandro, que no se inmutó, pero sí me miró de soslayo.
—Escúchame, vamos a solucionarlo. La culpa, en parte, es mía —terminé reconociendo—. Mira que siempre parezco tu agenda. ¡Es que no sé cómo no me lo he apuntado, de verdad! Tendría que habértelo recordado y…
—Anaelia, por Dios, qué culpa ni qué niño muerto. Te lo he dicho sin pensar… Para una cosa que me mandan de la boda y voy y la cago. Si es que soy un puto desastre.
Se llevó las manos al rostro, con desconsuelo, y me entristeció verla así.
Mi móvil sonó y lo miré distraída. Tuve que tragarme el nudo que se instaló en mi garganta cuando mi padre me informó por un wasap de que ya estaban en Escocia y de que los padres y la hermana de Ma, que llevaban unas horas en tierra firme, acababan de recogerlos para irse juntos al hotel. Allí ya se encontraban los padres y la hermana de Angelines.
Bien, había que ser resolutivos, así que hice un grupo con nuestros padres para informarlos de lo que había pasado y les pedí a ambas Patricias —hermana de Ma y hermana de Angelines— que se encargaran de difundir la información en cuanto todo estuviese arreglado.
Patrick condujo sin hacer ningún comentario y sin rumbo fijo, mirando con preocupación varias veces a su novia. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero mucho; en silencio y cada uno pensando en sus cosas. Por el movimiento de los hombros de Angelines, supe que estaba llorando. Llorando de verdad.
De repente, y como si algo me hubiese impulsado a mirar hacia la derecha, mis ojos se clavaron en la ventanilla contraria. Estaba tapada por el armario empotrado que casi ocupaba los dos asientos.
—¿Por qué me miras así? ¿Tanto te gusto que no puedes resistirte? —Alzó una ceja, insinuante.
Supe que era para romper la tensión que había en el vehículo.
—¡Detén el coche! —le pedí a Patrick. Después miré a Hulk—. Y tú cierra la boca, engreído, que estaba mirando por la ventana. Aparte de creído, eres más feo que pegarle a un padre con la escobilla del váter.
Para mi sorpresa, Alejandro alzó la otra ceja como si esa respuesta lo hubiese cogido desprevenido; más o menos como a mí con la maleta en el aeropuerto. Quise ver que entreabría un poco los labios, pero dejé que mi imaginación no jugase conmigo y me bajé del coche como un rayo.
—Anaelia, ¿adónde vas?
Angelines se apresuró y abrió la puerta cuando yo llegaba a toda prisa a un extenso prado verde, desde donde se escuchaba el agua con fuerza. Atravesé una pequeña valla que separaba la zona y extendí mis brazos en cruz. La miré con esperanza y una euforia desmedida, comenzando a dar vueltas en círculo.
—¡Es perfecto!
Angelines me observó confusa, con la nariz roja como un tomate y los ojos hinchados, hasta que lo entendió.
—¿Pretendes que se case aquí?
El viento azotó nuestros cabellos en ese momento y mi amiga me contempló con una mueca extraña cuando intenté peinarme, sin éxito, la maraña de pelos que parecía la cabellera de una leona.
—¡Claro! ¿Qué zona más bonita que esta? Escocia es verde, Angelines. Es la imagen viva del país que tanto le gusta. El prado, la llanura al fondo, los acantilados… Todo. ¡Es maravilloso! ¡Mejor que un castillo! ¡Mejor que todo lo que podamos encontrar! Por cierto, ¿dónde coño estamos? —Miré a mi alrededor en busca de una posible localización.
Por una vez en la vida, no me rebatió. Ni ella ni ninguno de los dos hombres que se encontraban detrás, cabeceando en señal afirmativa al contemplar la impresionante vista que tenía a mi espalda.
Segundos después, el alemán me sacó de dudas.
5
Dos cajas
Sin hacer ningún comentario de lo que ya habíamos decidido, hicimos bastantes kilómetros conduciendo durante mucho tiempo de aquí para allá, hasta que llegamos a Dernoch Burn, donde vivía Kenrick. Antes de nada, nos tomamos un extenso café en una cafetería cercana. Nuestro militar escocés habló con casi todo el bar, rencontrándose con los suyos. La gente lo adoraba, y nos lo demostró por segunda vez. Después nos llevó al que era su hogar. Tenía un pequeño terreno con una casa y una bonita cabaña de aperos, suficiente espacio para todos durante esos días. El Pulga y el Linterna se habían retirado a sus respectivos hogares para ver a sus familias.
—¿Dónde duermo? —le pregunté a Kenrick desde el salón.
Él llegó a toda prisa y me miró con un pelín de miedo.
—Bueno… Tengo el sofá cama del salón. Es un poquito pequeño, menos que una cama de matrimonio, pero…
—Ah, genial, pues aquí me planto yo —dije sin dejarlo terminar.
Solté mi maleta sobre el asiento y me vi interrumpida por el equipaje de Alejandro, justo a mi lado. Alcé el mentón y entrecerré los ojos, creyendo que sería una broma. Las palabras de Kenrick me sacaron de dudas:
—El único problema es que tenéis que dormir los dos en el sofá.
—Prefiero dormir en la alfombra —sentenció Alejandro.
Muy digna, levanté con más énfasis el mentón.
—Sí, será lo mejor, porque yo soy chiquitita, pero me muevo mucho por las noches —mentira—, y seguro que tú coges más de medio sofá. En la alfombra estarás más calentito. Además, tienes la chimenea de frente, por si te da frío.
Me abrasó con sus ojos enfadados y yo le guiñé uno con chulería.
—Pues me parece a mí que, tal vez, la alfombra no se me antoje tanto y te toque dormir apretadita. —El que apretó los dientes de verdad fue él.
—Pues lo dejo a vuestra elección, chicos. —Kenrick, tan prudente como de costumbre.
Nosotros seguíamos midiendo nuestras fuerzas, aguantándonos las miradas.
—¡Genial! —exclamé con euforia y sarcasmo—. Aunque te advierto que suelo ser peleona.
—No te preocupes, soy experto en detener golpes y apresarlos para que no vuelvan a repetirse.
—Bueno, también ronco algunas veces.
—Puedo buscar algo para taparte la boca. —Sonrió con chulería, con doble intención.
—Tengo una boca muy grande, no servirá algo pequeño.
Él me miró fijamente durante unos segundos en los que mis piernas flaquearon, aunque no lo demostré.
—Tranquila, también tengo cosas muy grandes para tapar bocas grandes.
—Aprende a usar sinónimos. Te repites más que el ajo.
—Aprende a pelear con tu contrincante para que no te tape la boca… con cosas grandes.
Inspiré