Angy Skay

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea


Скачать книгу

      —No, no. Pulga, te he dado las gracias por amabilidad. —Me miró como si tuviera tres cabezas—. Yo no quiero follar contigo. No quiero nada. Solo amigos —me desesperé.

      Él pareció no querer entenderme, a juzgar por su siguiente comentario:

      —Ah, no preocupar. En otro momento yes yes.

      Lo observé. Tan pequeño, tan sonriente…, tan…, tan… el Pulga.

      Tomé una bocanada de aire tan grande que al expulsarlo me vació los pulmones. Continué caminando, ignorando al personajillo que acababa de proponerme echar un polvo en un baño. Ya llegaba a la puerta cuando, de reojo, pude apreciar… ¿una minisonrisa? por parte de Alejandro, que se había enterado de todo. Pasé por su lado casi sin mirarlo, pero sus palabras dirigidas al Pulga, en voz baja, detuvieron mis pies:

      —A ella le gustan los hombres grandes, que la manejen bien. ¿No ves que es chiquitita? Tendrás que ponerte unos zancos.

      —Oh, idea very buena. Tú ser muy alto y fuerte. —Hizo un gesto con sus manos, como si fuese un tipo musculado. Que lo era.

      Nada, que el Pulga no se enteraba, y el comentario de Alejandro me calentó la sangre. Me giré dispuesta a plantarle cara, pero Ma me detuvo antes de lo previsto:

      —Nada de malos rollos. Ya hemos tenido suficiente con la que habéis armado en el avión. —¡¿Nosotros?! Abrí la boca para responderle, llena de indignación, pero ella me puso un dedo en los labios—. Voy a casarme. En Escocia. Y todo tiene que ser perfecto. Todos tenemos que estar perfectos, ¿entendido?

      Asentí con ganas de estrangularla y vi que Angelines ponía los ojos en blanco, dándome a entender que la dejase por imposible. Cuando a Ma se le metía algo entre ceja y ceja, daba igual las veces que le llevases la contraria, porque ella no daba su brazo a torcer ni muerta.

      Un buen rato más tarde, casi cinco horas después, nos encontrábamos en el estrecho puente que se comunicaba con la isla de Eilean Donan y la orilla del lago Duich, al noreste de Escocia. Y allí, en la lejanía, estaba el impresionante castillo de Eilean Donan, lugar con el que Ma siempre había soñado.

      —¿Os he dicho alguna vez que mi mote, Ma McRae1, es por este castillo? Aunque en realidad es Macrae, y yo lo he tuneado un poco —murmuró la espléndida novia, sin soltar la cintura de su escocés. Escocés que llevaba a Boli sujeta con una cadena rosa chillón a su lado.

      Mi Azucena iba prácticamente escondida debajo de mi sobaco, pues no quería dejarla en el suelo para que se ensuciara las patitas.

      —Sí, como unas ochenta veces a lo largo del tiempo que te conocemos.

      —De verdad, qué estúpida eres cuando quieres, Angelines. Como seas así follando…

      —Más quisieras verme tú a mí follando, chavala.

      —Ya sabes, aunque a veces te diga que no te quiero ni en pintura, que eres el prototipo de mujer que buscaría si dejara a mi Kenrick.

      —Ah, ¿y no puedo dejarte yo a ti? —le preguntó su futuro marido, deteniendo su paso.

      Yo seguía inmersa en los campos, en el lago, en la estructura rocosa de aquel puente, en las piedras que pisábamos y… Y me percaté de que estábamos más solos que la una porque no había un alma en ese puente. Me extrañé y miré el reloj de mi teléfono.

      —Oh, venga, cari. Todos sabemos que en esta relación yo soy el alfa. Pero que te quiero igual, mi amor. —Le estrujó los mofletes con tanta fuerza que me dolió incluso a mí. Ma continuó su paso, mirando con verdadero amor hacia el castillo—. El clan de los Macrae todavía vive aquí, que lo sepáis.

      Alcancé a Kenrick, que no se había movido del sitio, y enlacé mi brazo con el suyo para continuar nuestro camino. Ma se colocó en medio del Pulga y el Linterna y comenzaron una conversación sobre Escocia y lo que idolatraba su tierra. Después llegaron temas cochinos de los que a Ma siempre le gustaba hablar con aquellos dos, a media lengua.

      —No le tomes en cuenta todo lo que dice. Ahora está fatal con las hormonas, pero sabes que ella te ama con todo su corazón, ¿verdad? —Lo miré a los ojos, ansiando obtener una respuesta afirmativa. Lo que vi me enterneció más todavía.

      Escuché a Ma contarles a sus dos acompañantes la que montaría en cuanto entrase por la puerta:

      —Y ahora les diré que me saquen la mantelería; eso sí, de época. Que me enseñen tooodas las salas donde podemos celebrar la boda y… ¡Oh! Creo que voy a morirme cuando entre y me vea como una verdadera escocesa. Porque vosotros sabéis que, seguramente, debo tener algún familiar en el árbol genealógico que sea escocés, ¿verdad? —Los dos asintieron muy convencidos—. No es normal la pasión que tengo por vuestro país. Y mira que a mi España la tengo aquí y va por delante de todo, que conste. —Se dio dos manotazos en la muñeca a modo patriótico, como de costumbre, indicando que su país le corría no solo por el corazón, sino también por las venas.

      Dirigí mis ojos a Kenrick cuando lo oí decir:

      —Anaelia, yo… En el avión he dicho las cosas sin pensar. No quería ser tan brusco, aunque a veces es… —Apretó el puño que tenía libre y lo soltó junto con un suspiro—. Es que me pone endemoniado. Aun con esas, no sería capaz de apartarme de su lado.

      Una dentadura, perfectamente alineada, apareció en la boca de Kenrick mientras observaba a Ma, que daba pequeños pero firmes pasos en dirección al castillo. Sonreí, le guiñé un ojo con complicidad y él me devolvió otra sonrisa, encaminando sus pasos hacia mi amiga, no sin antes mirar hacia atrás y soltarle la cadena de Boli a Patrick, que lo observó con un pelín de mala cara. Cuando llegó a Ma, Kenrick depositó un tierno beso en una de sus sienes y el torrente de voz de mi amiga resonó:

      —¿Qué pasa?, ¿se te ha olvidado darme besos que enrosquen la lengua hasta que la sequen o qué?

      —Mira que eres bruta. —Rio pegado a su boca y la estrechó con fuerza, deteniendo su marcha para darle el ansiado beso.

      Unos cuantos vítores provenientes de las bocas del Pulga y el Linterna resonaron con eco. Entretanto, Angelines los animaba dando palmas y silbando como una camionera. Me giré lo justo para mirar al alemán, que andaba casi a mi lado. Antes de avanzar más, mi otra amiga se detuvo, palmas en el aire, lo miró con un destello claro en los ojos y, de una carrera corta pero concisa, saltó y se colgó como un tití sobre el rubio, quien, sorprendido, la contempló con sus deslumbrantes ojos sin soltar la cadena chillona. Lo besó con auténtica pasión. Desde luego, si Angelines acababa de hacer aquello, el mundo estaba volviéndose loco.

      Y, ahí, la única que se quedaba sin pan y sin vino era yo. No les tenía envidia, pero sí era cierto que en ocasiones también deseaba ese amor. Ese amor que te espera por las mañanas cuando te levantas con una sonrisa en los labios. Ese tan fuerte que lo necesitas cerca a todas horas, que sabes que no podría pasar ni un día sin verlo. Alguien que te dé cariño de otra manera distinta a la que suele darte la familia o los amigos. Lo había vivido, o creía haberlo hecho con Antonio. Lo quise tanto… Pero me rompió de la peor manera que puede romperte una persona, y la Anaelia que veía amor por todas partes, que creía en las personas por encima de todo, comenzó a desvanecerse poco a poco.

      Mis ojos se desviaron por un instante hacia un tiarrón de brazos anchos y venas marcadas que andaba con paso firme y sin titubear, casi a mi lado. Traté de disimular la inspección que estaba haciéndole, pero de nada me sirvió.

      Me pilló. Claro que me pilló.

      Sus ojos se cruzaron con los míos, y me encontré como una adolescente apartándole la vista y notando un extenso rubor en mis mejillas. Pero ¿qué coño me pasaba? Solo nos habíamos acostado una vez en aquel club, y sin saber que era él. Todo lo demás habían sido malas formas, puntadillas y desinterés total. Entonces, ¿por qué sentía que me atraía tantísimo?

      Su sonrisa lobuna