Angy Skay

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea


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pensando en la del medio. Elevé los ojos al techo y contuve una risotada.

      —Sí, sí, vale. Gracias. Buenas noches. —Pero el escocés lo toqueteó un poco más—. ¡Fus, fus!

      ¿Estaba echándolo como a un gato?

      Estaba echándolo como a un gato.

      Me mordí el labio, divertida.

      —Yo quiero probar tela sedoso en tu cuerpo.

      —Yo ya tengo traje, no hace falta. —Lanzó otra patada que el Linterna esquivó sin dificultad. No hablaba bien, pero se le habían desarrollado los reflejos.

      Viendo que no era capaz de quitárselo de encima, decidí intervenir. Al verme aparecer por el pasillo, los ojos claros del alemán brillaron con lo que me pareció un halo de esperanza.

      —¿Qué pasa aquí? —pregunté en voz baja.

      —Este, que quiere hacerme un traje.

      —Sí, de saliva. Anda, levanta. —Cogí al Linterna de un brazo y lo insté a incorporarse—. ¿Un traje? Patrick ya tiene traje para la boda.

      —Otro —insistió el modisto, que desde que había montado el pequeño taller en el sótano se empeñaba en coserle a todo el mundo. A Azucena le había hecho un diminuto vestido rojo de lunares blancos con un pequeño volante. En mi honor, decía. Sevilla olé, olé.

      —Que no, que ya tengo muchos. Un montón. Los que no soy capaz de ponerme. ¡De todos los colores! Grises, azules, negros…

      —Bueno, ¿qué más te da? —le dije—. Pobrecito, encima que se ofrece… Además, tiene que ensayar para mejorar. No le hagas el feo.

      Patrick torció el morro —qué morro, omá— y me miró.

      —Vale, vale. Otro día.

      —No. Ahora.

      —Ahora no, Andy, que es tarde.

      —Ahora. Yo cojo medidas. Estoy inspirado. Solo medidas, de true, muy rápido.

      —Ha dicho dos verbos, está esforzándose —comenté, poniéndole ojitos al alemán. Este suspiró, lo miró, me miró y volvió a suspirar.

      —Vaaale. Me pongo algo y bajo.

      —No, no. No pongas algo. Así good.

      —En eso estoy de acuerdo con él —opiné, sin dejar de admirar el cuerpazo del guiri, pero no fue flexible en eso y decidió vestirse.

      Andy y yo ya nos encontrábamos en el sótano cuando escuchamos los grandes pies de Patrick pisar con determinación los últimos escalones. De repente, se hizo un silencio, y juraría que un pequeño sollozo de angustia salió de su garganta. Me giré para mirarlo. Se encontraba en el umbral que separaba las escaleras de la estancia. Solo llevaba un pantalón deportivo que parecía haber caído ahí, sobre la cadera señalada y esa perfecta uve que te hacía seguir el recorrido hacia abajo.

      —¿Qué pasa? —le pregunté. Tenía la mirada perdida—. Patrick… Eo. —Me puse en su campo de visión y moví la mano delante de su cara—. ¿Estás bien?

      —¿En qué se ha convertido mi vida? —susurró a la nada.

      —¿Por qué dices eso?

      Volvió en sí un segundo, solo para mirarme. Después señaló la estancia completa y yo reparé en ella con detenimiento. A la izquierda, en el fondo, había una cama litera con las patas de madera rodeada de luces con casquillos supergordos, como si estuviéramos en plena Navidad. En ese momento, el Pulga estaba en la superior, con el móvil en las manos. Justo enfrente había un pequeño aseo con solo una ducha, un váter y un lavabo. En mitad de la estancia, sin separación alguna, se erguía un futbolín al que todos estábamos viciados, junto con una diana en la pared y un pequeño sofá con una tele enfrente. En el lado derecho se situaba un taller de costura en el que el Linterna buscaba en ese momento algo entre telas, hilos y retales, con una tabla de planchar, una máquina de coser y una gran mesa de corte. Para finalizar, en las esquinas superiores del techo, altavoces pequeños pero potentes. Daba fe.

      —¿Qué? —dije sin entenderlo—. Son quienes mejor viven… Y no se han hecho una cocina para poder compartir tiempo con nosotros, que si no…

      —No, no es eso. Yo… Yo tenía una vida… diferente, Anaelia. —Agradecí que escogiera el término «diferente», porque cualquier otro se me habría clavado en el pecho—. Una empresa que cada día prosperaba más, negocios externos, lujos…

      —Sí, pero en ella no estaba Angelines.

      Me miró con sus ojos claros muy abiertos. Estaba afectado de verdad.

      —Es el único motivo por el que estoy aquí. —Mi rostro debió cambiar, porque rectificó—: No me malinterpretes, todos me caéis muy bien. Sois divertidos, vuestra vida es… emocionante; siempre pasan cosas. Pero me supera. Te juro que me supera. Todos aquí metidos, Angelines siempre entrenando o partiéndose la cara, los escoceses acoplados. —El Pulga levantó la mano sin despegar la mirada del móvil y saludó—. Sin hablar de cuando estoy en el baño y tu rat…, Azucena se cuela por el cuadradito ese pequeño.

      Rectificó. Claro que lo hizo, pero a mí el tono ya me salió amargo aposta.

      Era mi Azucena. Mía.

      —Azucena tiene acceso a varias estancias de las que no voy a privarla.

      —Tiene una habitación para ella sola. ¿Crees que es necesario que pase al baño cuando alguien está dentro?

      —Sí.

      —¿Para qué?

      —Para hacerme compañía mientras cago, como ha hecho siempre. —Arrugó el rostro. Al parecer, en su vida refinada no cagaban las mujeres—. Lo siento, pero ella no entiende quién hace sus necesidades en ese momento, si tú o yo, y si tiene que buscarme…, lo hace en todas las estancias.

      —Pero…

      —No pienso ser flexible en eso —lo interrumpí para ahorrarle saliva.

      —¿Y la cabra? Cuando menos te lo esperas, ¡pum!, aparece en el salón. Sin contar el día que me agaché para recoger su mierda con las manos, creyendo que eran conguitos.

      Aguanté la risa porque estaba al borde del llanto, pero recordar el momento me alegraba la vida.

      —Vamos a ver, Patrick… Es verdad que analizándolo así puede que sean unas vidas un poco estrambóticas. Pero es la que tenemos, al menos ahora mismo.

      —¡Ese es el problema!, ¡la tenéis porque queréis, porque Angelines es cabezota y no acepta mi ayuda!

      —No voy a entrar en eso. No me incumbe.

      Dejó caer los brazos, derrumbado.

      —Solo dime algo… Si fueras tú, ¿la aceptarías?, ¿te vendrías a vivir a Alemania?, ¿cambiarías tu vida?

      Negué con la cabeza.

      Cerró los ojos, abatido. Pero los abrió con rapidez, justo cuando el Linterna llegó hasta él y le tocó la chorra con la excusa de colocarle una tela encima. Saltó hacia atrás del susto, pero al final suspiró y se resignó ante su situación.

      —Tendrás que valorar si te merece la pena; yo ahí no puedo hacer nada. Sabes lo que te quiere mi amiga, pero también lo dura de mollera que puede llegar a ser. Si tu decisión es que deseas marcharte…, tú eliges.

      —Si ella tuviera que hacerlo, tengo claro cuál sería su elección.

      Me mantuve en silencio porque yo también lo sabía. No dudaría un segundo en escogernos a nosotras.

      —Un momentitou y ya estar contigou —añadió el Linterna, cogiendo los alfileres.

      —Necesito dejarlo todo. Tomarme un tiempo y…

      —¿Vas