Angy Skay

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea


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      —Que sea rápido y sin darle vueltas.

      —El avión sale en horas.

      —Ese no es tu problema. Ni siquiera pienso preguntar cómo lo sabes, porque visto lo visto… ¿Qué haces aquí, Antonio?

      —Recuperarte.

      Solté una carcajada tan grande que casi me hice reversible.

      —¿Qué tonterías dices?

      —No son tonterías. De verdad, necesito recuperarte. Todas estas gilipolleces que he hecho, todo ha sido por estar cerca de ti, para seguir tus pasos, saber cómo estabas…

      —Eso se llama acoso.

      —Se llama amor. Te quiero —me soltó sin titubear.

      Del uno al diez, me lo creí…, por lo menos, por lo menos…, menos seis.

      —Para lo que te ha costado siempre demostrar tus sentimientos, lo has dicho con mucha facilidad. La misma con la que te follaste a otra. —Le sonreí con ironía.

      —No sabía lo que hacía, te lo juro. —Parecía desesperado. Como si meter la chorra en un lugar calentito tuviera alguna complicación.

      —¿Tampoco sabías lo que hacías cuando intentaste hundirnos? —Lo fulminé con los ojos, apreciando cómo buscaba en su corta mente una respuesta adecuada.

      —¡Fue ese tío! Me comió la cabeza. Yo no tenía dinero, estaba desesperado y…, y…

      —Y querías saber de mí, claro —ironicé.

      Crucé los brazos a la altura de mi pecho cuando se acercó. También di un pequeño paso hacia atrás, del que él ni se percató. Pude contemplarlo un poco más. Había cambiado. Estaba más guapo y menos desaliñado, pero eso no quitaba que fuese un cretino en toda regla.

      Sus palabras me dejaron fuera de lugar y me enfadaron más:

      —Te devuelvo el coche.

      —Vete a la mierda —le espeté, aunque la oferta del coche era tentadora.

      Me di la vuelta, dispuesta a terminar con aquellos cinco minutos de cortesía, pero Antonio me sujetó del brazo y me giró de nuevo. Su tacto me asqueó, y apreté los dientes al apartarme de manera brusca. De fondo, no muy lejos, escuché un cuchicheo que decía: «Ha dicho que le devuelve el coche», y otro a su vez: «Que le devuelve el coche. Su coche, cojones». Ignoré que estaba escuchando cómo Angelines se desesperaba mientras les explicaba a los demás de qué iba la cosa y cómo Ma lo repetía como una gramola. Estaban todos «escondidos» detrás de la máquina de agua, justo en la esquina que separaba los asientos del gran pasillo.

      —Anaelia, por favor.

      —¡No vuelvas a tocarme! Te he dicho que no quiero saber nada de ti. Y si no lo entiendes, tatúatelo en la frente para que no lo olvides.

      —Nena…

      —Como vuelvas a llamarme así… —Apreté los puños a ambos lados de mis costados, sabiendo que comenzaba a perder los nervios.

      Contra todo pronóstico, en mitad de nuestra guerra de miradas, noté una presencia detrás de mí. Alejandro apareció cual caballero andante para rescatar a su damisela. Aquello me encabritó más. Cogí aire, me giré por completo hecha una furia y lo encaré antes de que diera un paso más. Bueno, miré mucho hacia arriba, y vi de reojo que algunas manos habían intentado cogerlo antes de que llegase hasta mí.

      —No hace falta que me defiendas, sé hacerlo solita.

      Él alzó una ceja y me miró con mucha seriedad. Después, sus ojos pasaron a Antonio y otra vez a mí.

      —Cómo te vienes arriba, vieja. Vengo a embalar mi maleta. —Extendió su enorme dedo índice y señaló el pequeño habitáculo donde el hombre que se encargaba de las maletas ya nos miraba sonriente, escuchando toda la escena y el zasca que acababa de darme en toda la boca.

      —¿Me has llamado vieja? —Fruncí mucho el ceño. Miré detrás de su cuerpo mientras él pasaba por mi lado, ignorándome, y escuché que Ma decía: «Hemos intentado detenerlo». ¿Detener qué?, ¿que embalase la puta maleta? ¡Sería gilipollas por pensar que venía a ayudarme!

      Cerré los ojos, tragué saliva y, con la poca dignidad que me quedaba, me di la vuelta para terminar de despachar a Antonio. Sentía mis mejillas arder por el ridículo que acababa de hacer.

      El Gonorrea desapareció con un simple vistazo mío, o al menos se camufló sin gorra fosforita, porque no volví a verlo. Y al colombiano no me atreví a mirarlo a la cara en ninguna otra ocasión. Por suerte, que fuera un mueble y nunca me hablase ayudaba.

      Caos en el aire

      Estábamos distribuidos por todo el avión —es lo que tienen los vuelos baratos— y sentados, para nuestra suerte, separados. Nada de parejitas. Angelines, Ma y yo, a la izquierda del pasillo; Patrick, Kenrick y un niño de unos diez años, en el pasillo derecho, unos asientos más para atrás; el Linterna, Alejandro y una señora mayor, tres delante de nosotros, y el Pulga junto con un matrimonio francés, detrás. Boli y Azucena estaban en la bodega del avión, con todo el dolor de mi corazón. No veía el momento de bajarme y cogerlos entre mis brazos.

      Todo comenzó bien. Bueno, lo normal: Ma se santiguó, levantó la mano para preguntarle a la azafata dónde estaba su paracaídas, se aseguró de que la puerta de emergencia la cubriera alguien con buen estado físico y no un matrimonio de viejitos, como la última vez, y se quejó de que no le cabían las piernas ni la barriga en esa mierda de sillón fabricado para esqueléticas como yo y de que iba a echar al niño por la boca. Textualmente. Pero la cosa se torció cuando despegamos y llevábamos unos veinte minutos de vuelo. Ma comenzó a decir en voz baja palabras ininteligibles.

      —¿Qué pasa? —le pregunté con voz cansada, pensando que diría otra de sus conspiranoias aéreas.

      —Será mamón. Y ella, una puta —farfulló entre dientes, girando el cuello todo lo que le daba hacia atrás.

      Me puse al revés y de rodillas en el sillón para ver qué ocurría. El Pulga, que estaba detrás, me sonrió y me saludó con efusividad, como si no lleváramos dos minutos sin vernos. Lo ignoré y miré más allá para averiguar el motivo del enfado de mi amiga. Dos azafatas se habían parado con el carrito junto a los chicos para servirles algo y una de ellas hablaba con Kenrick.

      —¿Es por la azafata? —le pregunté.

      —¿Has visto cómo la mira y cómo hablan?

      —Ma, está dándole el dinero, y ella, el café.

      —Sonríen mucho. Le gusta la tiparraca esa.

      La miré ofuscada.

      —Está sonriéndole porque es su jodido trabajo, y debe tener esa sonrisa en la cara le guste o no, tenga un mal día o no.

      Me contempló con los ojos vidriosos por la rabia.

      —¿La defiendes a ella antes que a mí? ¡Lo que me faltaba! Angelines. —Codazo que le endiñó, y la aludida abrió más la boca—. ¡Angelines! —Codazo más fuerte. Nuestra amiga murmuró algo que no entendimos y echó la cabeza hacia atrás. Seguidamente, se le cayó con un golpe seco hacia delante. Si no se había partido el cuello, que bajase Dios y lo viera. No podía remediar lo de quedarse dormida en los viajes. No podía.

      —¡Claro que la defiendo! No está haciendo nada, y tú estás paranoica. No puedes llamar puta a una chica porque esté siendo amable, la mire tu novio o no; que, por otro lado, sería culpa de él.

      —¡No me vengas con tus riñas de feminismo ahora, porque no te aguanto!

      Elevó tanto la voz que Angelines abrió un ojo, levantó la cabeza de la ventanilla, se quitó los auriculares y se limpió la babilla