Yo no he…
—¿A quién vas a dejar?
El torrente de voz que se escuchó desde las escaleras nos dejó sin habla, nunca mejor dicho. Angelines descendió los dos escalones que le quedaban para llegar hasta nosotros, se cruzó de brazos, alzó la barbilla y contempló a su impresionante hombre, que fue menguando poco a poco.
—Yo no voy a dejar a na…
Lo cortó:
—Has dicho que ibas a dejarme.
—¡Ha sido ella! —Patrick me apuntó con su dedo.
Yo me señalé con sorpresa, entrando en la conversación:
—¿Yo? ¡Tú has dicho que ibas a dejarla!
—¡Yo no he dicho eso! ¡Has sido tú! —El alemán me fulminó con los ojos.
—Así que piensas dejarme… —susurró Angelines, sin poder creérselo.
—No, fiera, no. Escúchame…
—¡No, escúchame tú! —Apartó su gran mano con un manotazo cuando intentó arreglarlo—. Estás más raro que un perro verde, y ahora te escucho decirle a mi amiga ¡que quieres dejarme!
—Creo que todo se ha malinterpre…
Suspiré agotada por la conversación de besugos que estábamos teniendo, por no hablar de las repeticiones lingüísticas que había. Estaba obsesionándome con los cursos de corrección, y lo sabía. Ya no solo identificaba los errores escritos, sino también los hablados.
—Necesitamos una corrección de estilo en esta conversación ya. Tú me dejas, él me deja, yo te dejo. Todo es «dejar». ¿Os dais cuenta de las repeticiones que usáis? ¡Existen los sinónimos! —añadí como si nada.
Los dos se callaron y me observaron; uno de ellos aniquilándome más que el otro. Tenía claro que estaban hasta las narices de que los corrigiera. Angelines bufó, apretó los puños a ambos lados de sus costados y desapareció por donde había llegado, sin darle tiempo para explicarse. Yo, prudente, le dije:
—Si necesitas algo…
Asintió. Por suerte, Andy comenzó a coger medidas y el halo de preocupación se fue un poco de la estancia.
Yo los dejé allí, ante la asustadiza mirada de Patrick, y me fui a la cama. No, la verdad es que no era muy normal estar a la una y media de la madrugada cogiendo medidas en un sótano. Pensé que hablaría con Angelines al día siguiente. Tal vez si nosotras la impulsábamos… No quería que se fuese, pero tampoco deseaba que la relación que tanto les había costado formalizar acabase por un agobio.
Lo miré una última vez antes de desaparecer. Ojalá tomara la opción de quedarse.
Llegamos al aeropuerto unas cinco horas antes. Vale, cinco no, pero tres y media sí; Angelines y su maldita costumbre de no llegar tarde. Viajar tanto como lo habíamos hecho en nuestro anterior empleo conllevaba aprender de las malas experiencias, como correr todo un pasillo de kilómetros con una mochila colgada en la espalda, una maleta, el cojín del cuello sujeto en una mano y el portátil en la otra. También te daba la oportunidad de ver cosas bonitas, como la cara de hastío de doscientas personas que se toman un café mirando su móvil, a la espera del jodido embarque.
Allí estábamos, de madrugada y con el aeropuerto vacío, exceptuando a los trabajadores, todos preparados con una minimaleta y con los trajes envueltos y colgados en perchas. Por suerte, los habíamos comprado antes de quedarnos sin blanca. Eran dignos de ver: pobres pero con estilo.
Angelines, Ma, Kenrick, el Pulga, el Linterna, Alejandro, yo y Patrick. En ese orden. Al parecer, el alemán y la parienta seguían de morros.
—Teniendo en cuenta que no facturamos maletas y que todavía el piloto está durmiendo en su casa, podemos tomarnos un café con tranquilidad, ¿no? —preguntó Ma con tonito.
—Y fumarnos un cigarro —objeté—. O cuatro.
—Y aprender el correcto funcionamiento del panel de un avión —añadió Kenrick.
—Y aprender sevillana Mira la coca cola.
—Mírala cara a cara —corregí al Pulga, que seguía con ansias de feria.
—Mira que sois renegones. —Angelines puso los ojos en blanco y deslizó su maleta hasta la cafetería más cercana, donde nos sentamos todos a tomarnos un café acompañado de unos ligeros cruasanes de chocolate blanco.
Estaba dándole un sorbo al café cuando ojeé mi alrededor. Tenían razón: no había prácticamente nadie. Exceptuando a un par de enchaquetados con sus portátiles, algún guiri y… Espera. Enfoqué la mirada un poco más para poder discernir al tipo que leía el periódico. Me quedé fija bastante tiempo porque algo de él llamó mi atención. Tras unos minutos clavada en su persona, el periódico bajó unos centímetros con mucha lentitud y el señor que había detrás me observó, para volver a cubrirse la cara con rapidez. Vamos, uno de esos gestos que, si quieres pasar desapercibido, no se da cuenta nada más que todo el aeropuerto de que estás tratando de ocultarte de alguien.
—Me cago en mi puta estampa —murmuré mientras me levantaba con brío.
A paso apresurado, me acerqué a la mesa donde se encontraba. Por un momento, se me olvidó dónde estaba. Pero es que ese era el principal problema. ¿Por qué estaba de madrugada en el aeropuerto y sentado cerca de mí?
Al llegar hasta él, no dudé un segundo en tirar hacia arriba de la visera fosforita de su gorra.
—¿Qué coño haces aquí?
A pesar de esconder sus ojos tras los cristales oscuros de las gafas de sol, pude ver su desconcierto en ellos.
—Anaelia…
—Quítate las gafas y mírame a los ojos como un hombre. Pero ¿qué estoy diciendo? —espeté con furia—. La palabra «hombre» te queda más grande que esa estúpida gorra. ¿No sabes ponerte algo más discreto para espiar? Consiste en que no te vean, y te lo explico por si tu neurona no llega al alcance del concepto.
—¿Qué coño haces tú aquí? —La voz de Angelines tronó a mi lado y Antonio se encogió un poco más—. Quita, Anaelia, yo me encargo. —Subiéndose la manga derecha estaba cuando Patrick apareció por detrás y la sujetó por la cintura.
—Por favor, no montéis un numerito —le pidió el alemán con tanta calma que su novia se bajó el jersey y lo miró fijamente.
—Solo quiero hablar contigo. A solas, si puede ser —me pidió el Gonorrea, recalcando mucho eso último mientras se desprendía de las gafas y me miraba con un brillo inusual en sus ojos. Pocas veces lo había visto tan… ¿triste?, ¿hundido? No sabría decirlo con exactitud.
Al mirar hacia atrás, el Pulga, Ma y Kenrick se habían acercado, y solo les faltaba enseñar los dientes.
—No pensarás quedarte a solas con él, ¿no? —me preguntó Ma.
—¡Ni que fuera a comerme!
—Ni de coña. Yo voy —dictaminó Angelines.
Suspiré.
—Estamos en mitad de una terminal vacía y este tío lleva una gorra fosforita. —Lo señalé con desdén—. No será muy difícil visualizarnos. Vamos.
Él se levantó y dejó el periódico sobre la mesa. Parecía algo desconcertado ante mi rápida aceptación. Pero, con tal de apartarlo de allí y que no nos dejaran sin viaje porque alguno le estampara la cabeza contra la mesa, lo que fuera. Además, que una parte de mí sentía curiosidad por saber cómo una persona podía tener los testículos tan gigantes para aparecer ante nosotras después de lo sucedido. Aquello no eran testículos, eran huevos, en todo el sentido de la palabra. Pero de los que se tambalean y todo.
—Anaelia, es el tío que ayudó a Christian —me recordó Angelines.