con los labios en la comisura derecha y que se me metió en un ojo, consiguiendo que lo entrecerrara.
—¡Guuenos días, amigous! —exclamó el Linterna, entrando en el salón con una sonrisa de oreja a oreja y una caja en las manos.
Ma la miró con curiosidad; nosotros aguantamos una sonrisa cómplice. Me pregunté cómo podía llevarla en brazos con tanta facilidad con lo que debía pesar, pero cuestionarse algo de los escoceses era en vano. Nunca sabías por dónde iban a salir.
—¿Quién les ha abierto la puerta? —preguntó Patrick, comprobando que todos estábamos en el salón.
—Yo —le contestó Alejandro, apareciendo junto al Pulga.
Al parecer, no estábamos todos allí, y a todos se nos olvidaba un poco que existía.
—Joder, macho, si es que no hablas —le reprochó Patrick, puede que sintiéndose culpable por el patinazo.
Alejandro lo ignoró y miró estupefacto al Pulga y a la cadena que traía. Todos fruncimos el ceño, esperando ver lo que venía atado a esa correa. De repente, tras la sonrisa espléndida del escocés pequeñín, apareció… ¿una caja gigante que caminaba sola? Nos miramos los unos a los otros; después, a la caja, que continuaba desplazándose; y, por último, a la que tenía el Linterna en las manos.
La primera caja la esperábamos, pero ¿la otra?…
—¿Esa caja camina sola y lleva…? ¿Lleva cuatro patas envueltas en calcetines de algodón y lunares celestes? —preguntó Ma, contrariada.
Me toqué la frente con desespero. La caja venía abierta por abajo y se le veían las patas. Y los calcetines, claro.
—Joder, Oidhche. Se suponía que no tenías que dejar entrever nada. Nada —le recriminé.
El Pulga miró a Alejandro y después a mí. Con los ojos brillantes, me dijo muy despacio y a conciencia:
—Me encanta cómo suena tu nombrre en mi boca.
—Mi nombre en tu boca —lo corrigió Alejandro en un susurro que todos oímos.
—Mi nombreu en tu boca —rectificó el pequeño con rapidez.
—¿Estás enseñándole al Pulga cómo conquistar a Anaelia? —le preguntó Angelines a Hulk.
Él se encogió de hombros y me miró.
—Algunos consejillos sin importancia.
—¿Y se puede saber para qué? —intervine, soltando con fuerza el tarro del tinte y la paleta sobre la mesa.
Kenrick se tocó el cabello rubio con desesperación y miró hacia el suelo para comprobar que no había salpicado.
—Para que me dejes a mí tranquilo, vieja —soltó Alejandro con naturalidad.
—Pero ¿qué coño dices, pedazo de capullo? —¡Como si yo lo buscara! Y lo decía allí, delante de todos. Me giré hacia él hecha una furia. A Angelines se le escapó mi pelo largo de entre los dedos y un pegotón de decolorante cayó al suelo, sonando a pegatina. Mi amiga abrió mucho la boca y se agachó con rapidez para limpiarlo.
—¡Lo sabía! —gritó Kenrick, levantándose del sillón como impulsado por un gran muelle—. ¡Es que lo sabía!
—Pues verás cuando vea la mancha en la silla tapizada de negro —murmuró Ma, y automáticamente miré el manchurrón del respaldo, que comenzaba a tornarse amarillento.
Pero no podía centrarme en eso. La furia me corría por las venas como un coche de carreras. Arriba, abajo. Arriba, abajo. ¿Que yo lo dejara tranquilo?
—Eres un fantasma, colombiano de pacotilla. Solo he intentado hablar contigo una vez para tener un trato cordial, ya que tengo que aguantarte el careto ese de chimpancé que gastas. A ver, ¿cómo se dice en colombiano «No te tocaba ni con la mano de otra»? A lo mejor así me entiendes.
Él sonrió de medio lado, y supe que estaba recordando lo mismo que yo: dada la vuelta, apoyada en la pared mientras él me follaba duro desde atrás. Solo una de sus grandes manos bastaba para sujetar mi cintura y estabilizarme, para empalarme con estocadas duras y certeras mientras me corría como una loca.
Entreabrió los labios, dispuesto a responderme, y yo usé la única bala que me quedaba en la recámara para que no hablara y dijera allí en medio lo que yo no quería que descubriera todo el mundo:
—Se acabó. Olvídate de mí. Más —recalqué antes de que respondiera—. Desde hoy, este grupo está compuesto solo por tus amigos, sus novias y los escoceses. No existo para ti. Invisible.
—No será difícil —espetó sin dejar de mirarme.
Aguanté sus ojos oscuros un poco más; lo que fuera necesario para que viera quién mandaba ahí.
—¡Soprreesa! —exclamó el Pulga, rompiendo nuestra pelea visual, y levantó la caja con maestría; mucha más de la que había empleado en «ocultar» su interior.
Kenrick aguantó la respiración. Patrick también.
—¡Es un cabrón! —gritó Ma.
—Eh, tampoco es para tanto —se defendió Alejandro—. Él me ha pedido consejo y yo se lo he dado.
—No era contigo. —Ma, con el pelo relamido hacia atrás y teñido de rosa hasta la frente, señaló el contenido de la caja.
—Te presentamos a Roberto —le dije, acercándome a él—. Es un regalo de boda.
Miré la segunda caja con interés. Si no era Roberto…, ¿qué había dentro?
—¿Por qué querríamos un cabrón? —quiso saber Kenrick.
—Eso —lo apoyó Ma—. ¿Por qué nos regaláis otro animal?
—¡A los novios se les da dinero o experiencias! —continuó su futuro esposo.
—Es un novio para Boli —les expliqué, indignada por su disgusto.
—¿A los machos de las cabras se les llama cabrones, o es que vosotras lo decís así por como sois? —preguntó Alejandro.
—¿Cómo somos? —le reproché.
—Le ponéis nombre a todo, chica invisible.
Lo ignoré.
—¿Cómo va a enamorarse mi Boli si ese hijoputa trae unos calcetines de lunares con un volante? —soltó Ma con desaprobación.
—¡Eh, que se los ha hecho la Manoli! —protesté.
—Vale, todos sabíamos que Roberto vendría —intervino Patrick con evidente disgusto al saber que otra cabra rondaría por su casa a su libre albedrío.
—Todos no, ¡qué coño! Primeras noticias para mí —lo interrumpió Ma.
—Pero, entonces…, ¿qué hay en la otra caja? —se interesó Angelines, que intentaba hacer desaparecer con saliva y un trapo la mancha de la silla. A ver cómo le explicaba en medio del caos que la función del decolorante era comerse el color y que aquella silla nunca más sería la que fue.
El Linterna sonrió, apoyó la otra caja en el suelo y la abrió con calma bajo la expectación de todos. Patrick no respiraba; de hecho, creí que su rostro adquiriría ciertos tonos violáceos, como si de verdad le faltase la respiración. A todo esto, había que decir que él jugaba con ventaja porque estaba justo al lado y vería el primero lo que contenía aquella caja.
—¡Sorprresa two!
Metió las dos manos y sacó… Por favor, ¡casi me desmayé! Sacó una cobaya de color blanco y pelo largo. Me miró con un brillo especial en los ojos y sonrió al decir:
—Presento Vladimir, novio de la Alacena.
—¡Azucena! —grité, al