Angy Skay

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea


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palabra por palabra.

      Angelines asintió sin pronunciarse y enfiló sus pasos hasta colocarse la primera, por error. Nadie la dejaba quedarse atrás, y eso que dio varios empujones. Me acerqué hasta ella y la miré de reojo.

      —Yo no pienso ni levantar las manos —le dije.

      —Yo menos.

      Las dos nos mantuvimos ahí, agazapadas.

      Todo pareció ocurrir a cámara lenta. Una fuerza mayor, seguramente la de los astros poniéndose en nuestra contra, pareció ralentizarlo para que fuésemos más conscientes de ello. Ma, de espaldas al grupo de mujeres, levantó su brazo y gritó alguna burrada de las suyas que ni escuché. Angelines, con aparente miedo, ni siquiera miró al frente, pero yo vi cómo el ramo volaba y caía directamente en su pecho. Imaginé que, en un acto reflejo, mi amiga levantó las manos y, al sentir el tacto de las flores, lo impulsó hacia arriba y lo lanzó a las mías. Me sobresalté al sentirlas —la mitad de ellas se descapullaron en el aire debido a los vaivenes producidos por los bruscos golpes—, las empujé de nuevo hacia arriba y se las devolví a mi amiga.

      —¡A mí no, ¿eh?! —Aproveché el momento justo para señalarla con el dedo antes de que me devolviera la patata caliente, ya casi en el tallo.

      —¡Te han caído a ti!

      Flores de vuelta a Angelines.

      Flores de vuelta a Anaelia.

      Todos los invitados nos miraron de hito en hito.

      Grititos cada vez que las flores saltaban en el aire.

      Una novia acercándose muy muy enfadada.

      —¡Han llegado a tus brazos! ¡No a los míos! —me defendí.

      —¡Me la pela! ¡No las quiero!

      Nuestros ojos mostraban horror; con seguridad, por lo que siempre se decía sobre los ramos. Ya se sabía que a quién le caía…

      —Tienes más probabilidades de casarte tú que yo —le dije. El ramo ya no volaba, sino que se lo estampé con fuerza en el pecho y se quedaron cuatro tristes pétalos de rosa. El resto ya había desaparecido después de tanto sufrimiento.

      —Si me das el puto ramo otra vez —me contempló con una clara amenaza, estampándomelo de vuelta en el pecho—, te juro que te arranco el moño.

      Ma llegó a nuestra altura, arrancó el ramo de mi pecho y nos fulminó a las dos con inquina. Vi que sus tetas se inflaban de tal manera que creí que explotarían. No nos quitaba esa mirada agresiva que tanto miedo daba, y ninguna de las dos nos atrevimos a pronunciarnos.

      —¿Habéis terminado ya de hacer el gilipollas? —Asentimos, y como si el chip le hubiese cambiado y nada de lo que había ocurrido hubiese sucedido nunca, dio dos palmadas en el aire y dijo—: ¡Que comience la fiesta! ¡Tengo hambre y estoy seca!

      Y, entonces, la fiesta comenzó.

      Al principio, los invitados habían cuestionado con caras contrariadas eso de tirarse sobre la hierba a comer y beber. También el hecho de haber recorrido tres horas en coche para llegar a una boda que se celebraría en mitad de la nada. Pero con el tiempo —y con el vino— comenzaron a apreciar la belleza de la que disponíamos. Vale que unas fuerzas mayores nos hubieran obligado, pero estábamos frente a unos preciosos acantilados, sobre un suelo verde y en la mejor de las compañías.

      Habíamos comido hacía rato y bebíamos sin parar, muy en nuestra línea. A los invitados también les extrañó que rulasen las botellas de anís, pero al tercer o cuarto chupito con hielo estaban que hacían volteretas. El gaitero había desaparecido y en su lugar estaba el gran equipo de música que, por suerte, no nos habíamos olvidado de alquilar y pagar con antelación. Horas después de las canciones principales, les enseñábamos a los escoceses cómo bailar sevillanas sin que se partieran la crisma. Yo, para variar, terminé con el vestido remangado, descalza y bailando rumba.

      Acepté con agrado bailar con el Pulga, que casi suplicó su momento, y con mis amigas, con Kenrick, con el padre de Ma y con algún que otro familiar del novio. Las escocesas, entregadas, nos siguieron el ritmo.

      Palmas, música, amigos y alcohol. ¿Había algo mejor?

      Atardecía cuando el móvil comenzó a sonarme de manera insistente dentro del pequeño bolsillo que mi madre había cosido en el forro del vestido. Tenía a mis familiares y amigos allí, así que la llamada no era importante. Aunque, tras tanto vibrar con insistencia, decidí sacarlo para ver quién me reclamaba. Era un número desconocido y solo había una llamada. Lo demás eran mensajes.

      Me aparté del grupo y caminé descalza durante un rato sobre la hierba hasta encontrar una roca con el tamaño justo para sentarme en ella. Desbloqueé el móvil y pinché en el WhatsApp. Después de lo del aeropuerto, no me extrañó que fuera Antonio, pero sí me sorprendió que insistiera en hablar conmigo tras mi negativa. No era hombre de pedir perdón ni de insistir. Aunque tampoco lo creía hombre de poner cornamenta, y casi no podía mover la cabeza del peso que llevaba encima.

      Antonio:

      Sé que es un día especial, y lo que menos me gustaría en este momento sería estropearlo. Pero no puedo dejar de pensar en ti. Debes estar bailando para animar la fiesta, cantando o tocando las palmas.

      Antonio:

      Estoy seguro de que se te han saltado las lágrimas cuando los novios se han besado, aunque después hayas huido a la última fila cuando la novia ha tirado el ramo para que nunca, bajo ningún concepto, llegue a tus manos.

      Miré al frente y una sonrisa junto con una lágrima se mezclaron. No me pregunté cómo había conseguido mi número ni cómo sabía los detalles de la boda de Ma. Ni tenía ganas de averiguar cómo le llegaba la información ni mis neuronas, borrachas perdidas, me acompañaban para esforzarme. Me sentí mal por permitirme emblandecerme y pensar en él de otra manera que no fuera como un cabrón de mierda que me había jodido por todos lados, y no en el buen sentido de la palabra. Me asqueaba. Lo odiaba. Deseaba escupirle… ¿Por qué ahora me sentía tan mal al recordar al hombre del que me enamoré y no en el que se había convertido?

      Sentí una presencia detrás de mí y apreté la pantalla con fuerza sobre mi pecho para ocultarla. No me dio tiempo de hacer desaparecer las lágrimas, aunque tampoco me esmeré. No me importaba que me vieran llorar.

      —¿Qué haces ahí atrás mirando mi móvil? —le pregunté a Alejandro.

      —¿Yo, mirando tu móvil? A ver qué me importa a mí que ese malparido quiera volver contigo.

      Alcé las cejas mientras lo observaba sentarse a mi lado, sacar el paquete de tabaco y pasarme un cigarro, que acepté en silencio. Intenté rebatir su comentario, pero la neurona alcoholizada de anís y bebidas extrañas escocesas no me daba tregua para actuar con lucidez y rapidez. Así que me encendí el cigarro, lo miré y le pregunté:

      —¿Qué parte de «No existo para ti» no has entendido?

      —Solo quería apartarme de la música y he venido a echar un cigarro.

      —Ya, un portero de discoteca al que le molesta la música.

      Seguí mirando al frente, fumando y en silencio. Veía la cascada caer, imparable, y el sonido que realizaba al llegar al final. Si te concentrabas, la celebración de la boda que se llevaba a cabo unos metros más allá era insignificante en comparación con la naturaleza de nuestro alrededor. Moví los pies sobre la frescura verde y cerré los ojos, inmersa en el agua cayendo.

      —Crees en todo esto, ¿verdad? —me preguntó la grave voz de Alejandro sin una pizca de simpatía. No lo miré—. En las bodas, en el amor…

      —¿A ti qué te importa? —Le di una calada al cigarro, aún con los ojos cerrados.

      —Todavía crees que las personas pueden cambiar, que hay algo bueno dentro de ellas. Eres de esas mujeres que no pueden quedarse quietas en casa y piensan que pueden cambiar